LA PRINCESA AFRICANA
A Melilla, mi querida Princesa Africana,
en su aniversario.
Érase una vez una hermosa princesa africana
bañada por las azules aguas de un mar en calma,
dorada por los rayos de un ardiente sol,
y acariciada por dos vientos
que juntos la arrullaban dulcemente,
noche y día, con su eólico cantar:
el recio viento de poniente,
nacido de la tierra,
y el suave viento de levante,
surgido de la mar.
Desde su fortaleza, solitaria,
contemplaba cuanto veía en derredor.
Era feliz desde su altura,
y dueña y satisfecha de sí misma
se sentía inexpugnable. Segura.
Pero no conocía el amor.
Su corazón, virgen a ese tierno sentimiento,
aún no tenía dueño.
Y la bella princesa soñaba con un héroe
que, al igual que en los cuentos,
viniese a despertarla de su sueño
con un ardiente beso de pasión.
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Un primer pretendiente,
llegado de lejanas tierras,
vino a rendir de amores
a nuestra gentil princesa.
“Mi bella dama, soy fenicio.
Y vengo desde mi patria en mis barcos ligeros,
cargados de ánforas,
con ricas mercancías para ti:
telas de púrpura, chales de cachemir,
perlas de Ormuz. Joyas resplandecientes
que hacen palidecer
con sus reflejos a la misma luz.
Quiero ser tu dueño, Rusadir.
Te convertiré en reina fenicia
y yo seré un esclavo para ti”.
La princesa admitió halagada su cortejo,
e indolentemente
se dejaba querer por el fenicio.
Pero al cabo de un tiempo, su joven corazón
le dijo que aquel rico navegante
no estaba destinado para ser su dueño.
Y el fenicio partió allende los mares.
Y nuevamente se vio sola
la princesa Rusadir ante sus sueños.
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Un segundo aspirante, un invicto romano,
atraído por su belleza y donosura,
recorrió el Mare Nostrum conquistado
con sus barcos cargados de victorias
y su frente coronada de laureles.
Y al son de las trompetas
y cien imperiales águilas al viento,
desembarcó en sus costas, cual triunfante Marte,
dispuesto a conquistar a la que fuera
reina fenicia en otro tiempo.
La colmó amoroso de honores y poder
creándole un emporio de riqueza.
Su puerto, famoso en todo el mundo conocido,
y las monedas acuñadas en su reino
hicieron poderosa a esta africana
convertida en patricia romana por asedio.
Mas transcurrido un tiempo, nuevamente
su corazón, que ante ningún imperio se rendía,
dejó marchar aquel conquistador
hacia su patria con sus laureles,
pendones imperiales y sus águilas.
Y de nuevo se encontró
esperando frente al mar a que su amado
apareciese algún día en lontananza.
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Al verla triste y sola,
reyezuelos de tribus colindantes
quisieron conquistar tan noble dama.
Uno le ofrecía mil camellos,
joyas de filigrana y gran belleza.
Aquél, obsequioso, le traía
los más dulces dátiles de sus palmeras,
dorada y rica miel.
Éste, su rebaño de blancas ovejas,
ricas túnicas de telas transparentes
bordadas con hilos de oro y adornadas de perlas …
Melela, como así llamaban
a su deseada sultana
aquellos que aspiraban conquistar su corazón,
jamás daría su amor a quienes,
ajenos a sus sentimientos,
luchaban entre sí por conseguirla
cual fácil presa y codiciado trofeo.
Y desengañados, marcharon cabizbajos a sus tierras
dejando a la bella abandonada,
suspirando porque al fin llegase su galán
y con él el amor que anhelaba.
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Y una noche, mientras la princesa dormía,
besada por la luna y arrullada por el mar,
apareció por fin en lontananza
el amor que por siempre había soñado:
Don Pedro de Estopiñán.
Bravo y noble caballero
de bella estampa y generoso corazón,
que en nombre de la Casa
de Medina Sidonia, como Comendador,
vino a pedir la mano de la dama.
Prendado al verla, cayó rendido a sus plantas,
y al instante la requirió de amores:
“MELILLA, SÉ MI AMADA.
Yo no tengo tesoros que ofrecerte
ni un imperio que poner a tus pies.
Tan sólo un corazón que por ti late ardientemente
y el amor de mi España
que te abre sus brazos protectores
como la madre amorosa
que para ti quiere ser.”
Y MELILLA, al ver a su galán soñado,
el amor esperado noche y día,
le entregó su corazón enamorado,
feliz al fin de que el destino generoso
los hubiese unido en su camino.
Y dejó de ser la princesa africana,
la reina fenicia, la sultana,
convirtiéndose desde ese instante,
y para siempre, en la MELILLA ESPAÑOLA
que todos llevamos en el alma.
Primer Premio Certamen de Poesía Don Pedro de Estopiñán 2006