No todos los momentos eran iguales.
Yo percibía la diferencia,
la sutilidad que parecía romper
las cadenas del tiempo medido.
Tus labios, tus ojos, el temblor de tus manos...
delataban la inquietud de tu mente.
Podía imaginar con cuadros,
no míos, los hechos no vistos
en el momento de su factura.
Pero el lamentar de las suposiciones
nunca me sobrepasa del todo.
Comprendía perfectamente la necesidad
de asimilar los atropellos del dolor interpuesto
por las circunstancias adversas.
Captaba los sonidos, las muecas, los chillidos...
Aquella penosa y sumida lobreguez
en la locura de un cuarto que resumía
infinitas historias muertas.
Y ahora, de pronto, tomaban cuerpo y vida en mí.
Era el brillo de tu mirada donde se reflejaban
todas las amarguras destiladas a lo largo
de impensadas acciones surgidas
de lo más lejano y profundo.
Las vivencias engañifas de los unos y de los otros...
Retorcidas figuras que no expresaban
sino el auxilio de los menos dispuestos a ofrecerse.
Y tú, en aquel ángulo obscuro,
derrotada, cabizbaja, sufriente,
caída en la desnudez de la impotencia más atroz.
Me daba pánico el mirarte a la cara.
Tus ojos lacrimosos salpicaban mi vista
de sospechas incapaces de afrontar
los hechos de tanto pasado surgido de repente
como de una nebulosa.
No era el valor de lo actual,
sino el no poder ni saber traducir las sensaciones
que por completo me amordazaban y me paralizaban
mis sentidos igual de rotos, contrahechos.
Los actos, ajenos o no, que se cobran mucho más
del placer que revierten...
Sometidos ambos a la tiranía de
de todo cuanto de invisible
esclaviza el ánimo y destroza el corazón.
José Luís Benítez