El tiempo. Ese
"caballero" que desde la Creación camina de la Mano de
Dios. Es espectador, tenáz como el más bravo de los guerreros; bondadoso y
amigo; sigiloso como los pasos del silencio; justo juzgador de la Corte
Suprema.
El tiempo, ese pasado que
nunca ha de volver a nosotros. Pero, paciente que aguarda el futuro aún
no descubierto. Ese "fantasma" que no tiene órganos ni miembros, pero
que nos trae y nos lleva, que nos recibe venidos de la nada y luego nos
devuelve a la nada. Es implacable, frío y ardoroso a la vez; agradable
cuando nos agasaja; taciturno unas, grisáceo otras cuando cierra factura. Pero,
aunque no lo conocemos físicamente, no dudamos de su proximidad, de su presencia
anónima. Nos acompaña en nuestro caminar del día a día, en nuestras alegrías y
tristezas, en nuestro sueño y pesadillas.
Por ello, si meditamos en él como lo hacemos con Dios, no olvidemos dedicarle una dulce sonrisa aunque alguna vez nos asome a los labios una mueca triste por aquello no logrado. Pocos, estoy seguro, nos hemos detenido a pensar en él, ese fenómeno indescriptible; meditar un poco sobre lo que bien merece la pena. Porque, no dudemos, forma parte de la Creación Divina. Y, me atrevo a asegurar que el tiempo también escribe, con la mejor caligrafía y sabiduría, como el mejor pensador, literato o historiador. Y, en sus páginas, desliza su pluma con letras de oro como premio a quiénes ejercen la bondad; con letras de sangre por aquellos que habitan en el mal. Y, como a Dios abrazamos y tememos sin verlo, hagamos igual con el indescriptible y misterioso tiempo, reloj y calendario de nuestra existencia.
Gaspar González Pina