Nadie quería, ¡Nadie!, con
el abuelo hablar,
se pasaba las horas en el
banco sentado
escuchando el sonido del
reloj de la plaza,
cuando el aire llevaba de
la nota el din don.
El siempre hablaba solo,
señalando hacia el suelo
que si allí había llegado
era gracias al bastón.
¡Silencioso cayado! Él
miraba hacia el Cielo
con ojos ya cansado de
tanto haber vivido,
quedaba conmovido dándole
gracias a Dios.
Personas por su lado en
animada charla
pasaban sin mirarlo, nadie
decía, ¡adiós!.
Callado el abuelo,
observando, a veces sonreía…
cuando en la tierra hacía,
del bordón ayudado,
algo que parecía rostro de
una mujer.
Aquellos trazos rotos por
el temblor de mano,
a él, volvía formando recuerdos
del ayer…
Entonces, sólo entonces,
las lágrimas brotaban,
un suspiro profundo de su
pecho salía.
Como una estatua, quieto,
las horas se pasaban,
ni la lluvia, ni el
viento, ni el fuerte Sol de mayo
le robaban su aliento, ni
le daban desmayo.
Desde aquélla ventana,
entre fuertes barrotes,
de una escuela de frailes
en la que yo estudiaba,
me quedé con sus días, con
su noble mirada
me quedé con el tiempo de su sombra cansada,
me quedé en la demora de
esperarlo en silencio,
me quedé entristecido
aquella amarga mañana
en que el viejo, ¿cansado?
para siempre se fue.
José Villanueva Fernández