El rabino Samaya Lubel

Emilio Sánchez
El conde de Castrohuero, don Pánfilo, pertenecía a una rama desgajada, por bastarda, de la tronca real de los Trastámara, que sus antepasados se habían empeñado en reinjertar en la principal mediante sucesivos matrimonios endogámicos. 

Con tal trasiego de degradadas sangres, lo único que consiguieron fue emponzoñar aún más el fluido vital de la familia y, como consecuencia, su estirpe tenía mil problemas para que les naciera un varón medianamente aprovechable. El que no nacía muerto sucumbía poco después, o  resultaba deforme, tonto, o poco menos. El mismo don Pánfilo era el único superviviente entre varios partos y abortos y, haciendo honor a su nombre, era bastante bobalicón lo que no le había impedido reunir un patrimonio de los más vastos del reino. Vivía obsesionado con la necesidad de perpetuar su encumbrada progenie para la cual debía procurarse un heredero a quien legar su nombre, sus estados y su raigambre. Con tal propósito, había matrimoniado, en segundas nupcias -la primera esposa había muerto de un mal parto-, con doña Bobita, sobrina putativa del propio rey, pero se entiende que tampoco la sangre de ésta debía ser de mejor condición porque los años pasaban y su vientre seguía tan yermo como páramo de los Monegros; el ansiado retoño no cuajaba.

Se admiraba don Pánfilo al ver como los montaraces y burdos labriegos de sus dominios, a pesar de soportar toda clase de privaciones y trabajos, cada año traían al mundo un nuevo vástago y eso que no se podían permitir el pagar rogativas ni misas o acudir a la ayuda de la ciencia médica. Envidiaba, sobretodo, a un tal Pichaprieta, uno de sus villanos más toscos. Un tipejo más bien bajito, peludo y cejijunto, que ya tenía diez hijos, siete de ellos varones, y que esperaba para primavera al octavo. Lo que más le irritaba de él era que, si Dios, o el diablo, no lo impedía, el tal Pichaprieta pronto sería investido de nobleza, como hidalgo, aunque fuera por el llamado derecho de bragueta. El rey, para su afrenta, premiaba así a aquellos plebeyos que contribuían a aumentar la población tan necesaria para repoblar las nuevas tierras conquistadas. 

Don Pánfilo temía que, con tan revolucionarias innovaciones, los viejos cimientos de la sociedad estamental se viniesen abajo, que la antigua nobleza, forjada en las montañas astures y heredera de las virtudes godas, se viera envilecida con la entrada en su clase, aunque fuese en el escalón más bajo, de hombres como Pichaprieta, haciendo peligrar además su poder, su riqueza y su abolengo, pues los jodidos hidalgos-labriegos con sólo sus hijos y parientes podrían formar mesnadas mientras él para mantener la suya debía costear a continos y mercenarios. En algún momento, el rey los requeriría, ellos acudirían a servirle con sus tropas y continuarían su ascenso social, hurtándole a él, y a los de la vieja prosapia, la honra y los beneficios derivados de la guerra. Mas lo peor de todo era que sin heredero… ¿de qué le servirían su abolengo, su poder y su riqueza? A su muerte lo heredaría algún lejano pariente o, peor aún,…el rey donaría sus estados a alguno de aquellos  advenedizos.

Don Pánfilo, en la desesperada búsqueda de la ansiada descendencia, ya tenía gastados miles de maravedíes en misas, rezos, promesas y demás rogativas sugeridos por los más santos y doctos frailes médicos, y en dietas alimenticias especiales, pócimas, bebedizos y conjuros, recetados por un afamado médico mudéjar de Toledo. Todo había sido inútil. Acudió entonces a un reconocido galeno judío y éste, tras informarse del proceso seguido, pensó que el problema pudiera estar en él y, en verdad, con gran disgusto de don Pánfilo, así parecía constatarse, puesto que fornicar con doña Bobita pues como que no le atraía demasiado, ¡vamos!, nada en absoluto. Cierto que no era hombre de los que siempre están pensando en el fornicio, pero de ahí a sentirse imposibilitado con su esposa había un largo trecho. En su defensa, hay que decir que tener que hacerlo después de una larga sesión de rezos y jaculatorias a las varias imágenes de vírgenes y santos que poblaban la recámara de su esposa, debería dejar bastante frío a cualquiera y a don Pánfilo con más razón; ni amaba a doña Bobita y ni siquiera le atraía físicamente, pues era menuda, cejijunta, nariguda, con un espeso bozo que ensombrecía su labio superior y, además, arisca y beatona. Pese a todo, cuando entraba en su alcoba lo hacía mentalizado pero su verga se negaba a cumplir. En vista de tales resultados, el judío aconsejó que, mientras su esposa se preparaba y rezaba sus oraciones, una fámula joven, en la antecámara, le hiciera un concienzudo precalentamiento para que todo fuese entrar y consumar. Mas tampoco dio resultado, porque, aunque entraba a la alcoba excitado y con todo a punto, en cuanto se acercaba al lecho y veía a su esposa totalmente cubierta, embutida en su aparatoso camisón de dormir, lleno de pliegues y volantes, largo hasta los pies, cuyo único acceso posible era una rendija abotonada a la altura de las ingles, le daba la impresión de haber penetrado en una caverna infernal y se desinflaba como una vejiga de cerdo a la que el niño, por divertirse, deja escapar el aire; su verga también se desinflaba y se quedaba chiquinita y arrugada como si temiera que de entre aquellos faldones fuese a salir alguna fiera rabiosa que se la fuese a tragar.

Desesperado, el médico hebreo le hizo probarse secretamente con algunas barraganas y, en verdad, aunque sin mucho entusiasmo, don Pánfilo cumplió. No se trataba, por tanto, de imposibilidad funcional, mal que bien, funcionaba. Entonces le propuso tener hijos extra matrimoniales, pero don Pánfilo se negó, los deseaba de estirpe Trastámara, su progenie debía recuperar la pureza perdida y, para eso, doña Bobita era la mejor opción. En tal callejón sin salida y antes de quedar por inepto, el judío se vio forzado a acudir al rabino Samaya Lubel, del que se decía que era uno de los mejores médicos que había no sólo Castilla sino en toda la cristiandad. Le explicó la situación de pe a pa y el rabino propuso un método innovador y revolucionario, que el conde, un tanto escéptico, aceptó.   

Una sanadora hebrea, con fama de bruja, revisó a doña Bobita y la encontró capacitada para procrear. En vista de que todo parecía estar bien, ésta, por satisfacer a su esposo, accedió a seguir el plan del judío. Era complicado y poco convencional pero, aún así, se dispusieron a realizarlo. 

Todo dispuesto, se esperó a los días más fértiles de su ciclo lunar y una luminosa mañana doña Bobita se retiró a su recámara. Asistida por dueñas y sirvientas, hizo sus oraciones y, preparada para la operación, desnuda de cintura para abajo, se tendió en el lecho con la cara tapada para ocultar su vergüenza. Cuando salieron las mujeres entró el grupo de médicos y don Pánfilo. Éste se echó junto a su esposa, quien con las piernas abiertas y las rodillas dobladas esperaba la siembra de su simiente. Una ayudante especializada se empleó entonces en don Pánfilo hasta que con toda suerte de masajes consiguió ordeñarlo, la semilla se recogió en una probeta de la que pasó a una cánula de oro, Samaya introdujo el tubito en la vulva de la dama y, agachándose hasta poner su cabeza entre los muslos de ésta, sopló con fuerza para inyectar la simiente lo más dentro posible del vientre de doña Bobita. La operación se repitió por varios días y así al mes siguiente y al otro. Por fin, a la quinta luna, a la señora no le acudieron las sangres lunares; estaba encinta.

El embarazo se anunció a bombo y platillo, hubo fiestas y banquetes, a los que, por supuesto, estuvieron invitados los médicos, como autores de aquel milagroso prodigio.

- ¡Lo conseguimos! Gracias a Dios, lo conseguimos –exclamó el jefe médico, en un aparte con el rabino Samaya.

- Gracias a Dios… y a Pichaprieta. ¿No os parece? Sin su fértil semilla, ese campo hubiese permanecido en barbecho.

- ¡Cierto! Mas… seamos discretos pues, si el conde llegase a conocer que su descendencia la deberá a ese cazurro, nuestras cabezas no valdrían una blanca.


El anterior relato aparece en mi libro “Cuentos del condestable”, publicado en 2010. En él se narra, bajo un prisma humorístico, el primer método de inseminación artificial de que se tiene conocimiento y que la tradición legendaria dice que practicaba un afamado médico del Siglo XV, el rabino Samaya Lubel. Según esa tradición, una de las damas que se benefició de su avanzada ciencia fue precisamente la reina doña Juana, 2ª esposa del rey Enrique IV de Castilla, conocido como “el Impotente”.  El fruto de la misma sería Juana “La Beltraneja”, aunque tal sobrenombre se debe a que sus contemporáneos la creyeron hija de Beltrán de la Cueva, y que provocó una guerra civil por la sucesión al trono. Precisamente en la actualidad TVE está emitiendo la serie “Isabel”, que trata de esos temas y en cuyo capitulo primero se vio la inseminación.   

Emilio Sánchez