Martin J. Schneider |
Muchos novelistas que escribimos sobre temas de
ciencia-ficción algunas veces somos censurados por intentar hacer creer a la
gente en la viabilidad de unos hechos de naturaleza aparentemente imposible,
aún planteando nuestros argumentos como simples conjeturas y siempre dentro de
la narrativa literaria.
Podríamos decir, parafraseando a Arthur C. Clarke, que “la única posibilidad de descubrir los límites de lo posible es
aventurarse un poco más allá de ellos, hacia lo imposible”. Hace tan solo cien años el científico más influyente de
aquella época hubiera considerado irreal que un robot construido por la mano
del hombre se enviara a través del espacio a un lejano planeta de nuestro
Sistema Solar para intentar desvelar parte de sus muchos secretos. Sin embargo
hoy el Curiosity está sobre la superficie marciana descubriendo determinadas características
del llamado planeta rojo, tan similar a la Tierra en muchos aspectos. Pero el
planteamiento más lógico que podemos hacer de este hecho incuestionable no es
ya su imposibilidad, sino la más que certera improbabilidad que de todo cuanto
logre encontrar, al final, sea conocido por el ciudadano medio y aquí, de
nuevo, volvemos a plantearnos esta incógnita: ¿qué descubrimientos reales estarán
al alcance del gran público? ¿Todos los que se descubran o una ínfima parte de
ellos?
Imaginemos por un momento que este sofisticado
ingenio lograse descubrir alguna de forma de vida en Marte, una forma de vida
bacteriana, biológica o inteligente. O las huellas de un pasado histórico
idéntico al nuestro con ruinas y restos de una antigua civilización
¿Conoceríamos la verdad en su auténtica dimensión? ¿Seríamos puntualmente
informados de que no estamos solos en el Universo? Existe una duda razonable, porque
aceptar este hecho no solo pondría en tela de juicio algunos principios
y creencias, sino que implicaría romper un monolítico secretismo oficial que ha
sido y es la tónica general de todos los gobiernos desde que los avances de la
Ciencia y del intelecto humano han ido progresando, haciéndonos suponer por
lógica que “algo” inaudito ocurre ahí fuera. Cierto es que no todos los casos
misteriosos deben ser aceptados como verídicos, pero existe un mínimo
porcentaje realmente extraño e inquietante. Lo intuimos desde que comenzaron a
ser desvelados algunos de ellos, aún en una pequeña parte, por quienes tuvieron
la oportunidad de analizarlos y en el ocaso de sus vidas quisieron transmitir
el testimonio de sus vivencias, o parte de ellas, para no sustraer al hombre
una Verdad que sistemáticamente se nos viene ocultando. Por eso nuestra
narrativa es y debe ser un acicate para despertar un sentido crítico y al mismo
tiempo reivindicativo. La Humanidad tiene derecho a saber la verdad porque el
conocimiento es la única herramienta de progreso intelectual que existe para
avanzar en todos los órdenes. No es aceptable que solo una élite la conozca
mientras el resto se mantiene en la más absoluta ignorancia. En este sentido
los novelistas de ciencia-ficción, un término que a veces se nos aplica de
forma despectiva, tenemos la obligación moral de empuñar la pluma y ahondar en
la inquietud de las gentes. Solo así podremos llenar ese vacío y conseguir que
lentamente, progresivamente, el mundo entero conozca las evidencias ocultas que
están ahí, celosamente escondidas, como si su conocimiento revistiera un
inminente peligro cuando, precisamente, el peligro real es la ocultación
sistemática de la verdad.
Martin J.
Schneider