María Teresa Álvarez Olías |
Relato corto de la escritora
madrileña asociada a la UNEE María Teresa Álvarez Olías
Hoy es uno de enero de dos mil cien. Hemos dado las
órdenes precisas al control de la casa, robotizada por completo, y la mesa para
la gran comida de Año Nuevo se ha montado con esplendor. Primero las paredes se
han plegado para acoger a toda la familia, ya que nos hemos congregado más de
veinte personas. Luego han bajado del techo los tableros de pino y metal
presurizado. Después han aparecido las sillas forradas de cuero y acero,
guardadas en los armarios del fondo. Por último, una máquina hostelera ha
colocado, junto a las servilletas, la vajilla de vidrio y porcelana
irrompibles, decorada con motivos florales.
Han venido mis primos de Dinamarca con mis tíos; su
padre es hermano de mi madre. También han llegado los primos de Honduras, cuya
madre es hermana de mi padre. Mis tres hermanos estudian sus carreras en
Francia y yo en Canadá, así que estos días hemos podido encontrarnos con enorme
alegría en Madrid, en nuestra casa de Colmenar, a un paso de la Puerta del Sol,
pero al pie de las hermosas montañas de Somosierra, perfiladas en granito
oscuro contra un azul resplandeciente y velazqueño.
No es fácil que todos podamos coincidir, pero hemos
hecho un esfuerzo esta Navidad. El transmisor de noticias se ha proyectado sólo
un minuto en la pared, ya que a los mayores no les gusta que las comidas
familiares se vean influenciadas por la reproducción de imágenes bélicas o
inapropiadas. Hemos contemplado cuán esplendorosa se ha celebrado la fiesta de
Fin de Año en el mundo entero, como corresponde a la entrada en un nuevo siglo
y despedida del anterior, que fue tan duro y con tantos altibajos. Los más
jóvenes hemos salido de fiesta, naturalmente, y hoy nos hemos levantado tarde,
algunos más que otros. No se cambia todas las noches de siglo. Las
celebraciones han sido grandiosas en Sidney, en Shangai, en Moscú.
La guerra entre China y EE. UU, que a punto estuvo
de arrastrar a la federación europea y americana por un lado, y a la asiática
por otro, hace treinta años que acabó. Los hijos no hablamos de ello, pero la
generación de mis padres aún la tiene presente, y se alegra, tal vez se
estremece, de manera especial cuando los antiguos enemigos se estrechan las
manos en público, en cualquier congreso internacional, o adoptan medidas
conjuntas a escala planetaria. De hecho, desde aquel tremendo conflicto bélico,
los gobiernos han cambiado de perspectiva, y parece que la humanidad ha
comprendido que sólo con unión y respeto mutuo es posible sobrevivir, pues el
pánico y la miseria de la pasada centuria fueron duros y sin parangón en la
historia. Agradezco no haber vivido aquélla ni ninguna otra guerra. El cambio
climático y la conquista del espacio se han abordado de manera conjunta en las
últimas décadas, y ya parece detenido el desastre físico del globo, además de
muy inminente la colonización de otros planetas, al menos con robots.
Aunque no seré yo quien marche, ceteris paribus, a
ese aburrido planeta helado, pero sí conozco a personas que quieren viajar a
él, aunque sea muy difícil poblarlo. De hecho, muchos africanos parece que se
han registrado para partir hacia allá, en cuanto la nave nodriza esté
dispuesta. Se puede comprender, puesto que ciento cincuenta años después de su
independencia del yugo europeo, las naciones del continente negro aún necesitan
muchos años, tal vez décadas, para lograr su completo desarrollo.
De hecho, por haber podido erradicar la hambruna en
esta población, sus estados están exhaustos y
poco decididos a comprometerse en una federación como hicieron
paulatinamente el resto de los continentes. Parecen poco pertrechados para
dotar a toda su gente de empleo, sanidad y educación. Llevar a seres humanos a
otros mundos es el desafío que África quiere abordar, como válvula de escape, a
la cadena de desvergüenzas que se han perpetrado en ese continente, desde que
el esclavismo de personas de raza negra se extendió como un cáncer por América,
hace siglos.
Por otra parte, todas las federaciones
continentales se han asentado en la luna, tras fuertes pleitos y disensiones en
los tribunales sobre la conquista de nuestro satélite. Mis padres tienen una
férrea opinión acerca de la explotación de los recursos lunares: han de ser
públicos. Yo no lo tengo claro. El espacio interestelar es un territorio vasto
donde, en el futuro, las naciones no querrán caminar siempre juntas. Es verdad
que sólo con la unidad de las mismas en federaciones, y también con una enorme
cantidad de recursos económicos, podemos abordar el inicio de esta ardua
empresa, la de establecernos los humanos en la luna. Pero dudo mucho que en el
futuro no haya gente aventurera que intente explorarla por su cuenta y para su
peculio. Quizá esas personas quieran independizarse de La Tierra. Será
imposible detener siempre la iniciativa privada, la sed de conquistar el
universo y de abrir nuevos caminos, por parte de muchos particulares.
El agua y el plutonio del satélite, así como los
enormes yacimientos que acaban de encontrarse allí, de oro y cristales
preciosos, no hallados nunca en nuestro planeta, se están explotando con un
férreo control, que ejercen las autoridades internacionales. El transporte a
nuestro astro azul, así como la canalización y distribución del mineral, está
controlado por la policía de las confederaciones, con un reparto proporcional a
las necesidades de cada zona y subregión. No es casual esta vigilancia sobre la
explotación lunar. La escasez hídrica terrenal de mediados del siglo pasado fue
decisiva para alertar a los pueblos de la necesidad de un orden mundial, en su
tratamiento y consumo. El desperdicio y la contaminación del líquido elemento
es hoy delito a escala internacional, y cada persona tiene su ración
estipulada. La gente muere y mata por el agua. Y todavía no han podido
explotarse los recursos líquidos del interior de nuestro adlátere.
Me fascina pensar en las personas que se bañaban en
los ríos y playas en el siglo XX. Los libros de historia y de economía regional
describen el océano Atlántico, el Mediterráneo y el Pacífico como lugares de
vacaciones donde las familias tomaban el sol y nadaban en la orilla del mar. De
hecho, el turismo y la construcción en las zonas de río, playa o manglar fue un
sector en auge durante decenios, que movió ingentes cantidades de dinero y
desplazó a millones de personas por todas partes, invirtiendo en ello sus
ahorros, fundamentalmente en el mundo occidental.
Las gentes ignoraban también entonces lo dañino que
el sol puede llegar a ser sobre la piel. A nadie se le ocurre ya tomarlo de
forma expresa. Bebían, se bañaban y tiraban al océano y a los arroyos los
residuos industriales en una impunidad tal, que consiguieron envenenar los canales,
fuentes, y embalses de buena parte de África, Asia y media Europa. No digo que
los individuos que se bañaban en los lagos ensuciaran éstos premeditadamente
hasta destruirlos, sino que tuvieron su responsabilidad por no detener la
industria contaminante ni el consumo abusivo, y por no pensar en los derechos a
respirar y beber de las generaciones futuras.
Afortunadamente, el petróleo no se termina. El
carbón se agotó hace unos ochenta años, junto con la práctica totalidad de los
combustibles fósiles, y la producción de electricidad fue decayendo y
encareciéndose, conforme se fue deteriorando y empobreciendo el agua. Parece
que también la obtención de energía nuclear en la luna está siendo un éxito. Eso
aliviaría un poco la demanda terrestre de energía, siempre ávida, ya que la
eólica y la solar, también la de las mareas y los biocombustibles, no consiguen
abastecer las crecientes necesidades mundiales.
No se extingue el petróleo porque constantemente
aparecen nuevos yacimientos del mismo en Siberia, en Brasil, en Atacama, o en
la costa frente a Japón. Sólo que el oro negro se esquilmó hace tiempo en los
países árabes del norte de África y los limítrofes a éstos de Asia. Fue otro
imperio desplomado. Un efímero reinado absoluto de lujo en el desierto, donde
habitaban pueblos que se volvieron ricos con el mineral líquido, y donde,
históricamente, era férreo el poder de los hombres sobre las mujeres. La falta
de petróleo los ha sumido en la ruina, y su población femenina aún necesita
otros cuatro siglos y mucho arrojo para conseguir la igualdad.
He venido a casa con Frank, mi novio, que es
canadiense. Subimos al trasbordador en Toronto, donde ambos vivimos, y llegamos
a Madrid en media hora. De puerta a puerta. No fue mal viaje, teniendo en
cuenta la saturación del espacio aéreo en estos días de fiesta. Las torres de
control nos informaron de la mejor ruta a seguir. Es impresionante contemplar
el final de la tarde sobre Ontario, avanzar sobre el océano en el crepúsculo, e
ir entrando en la noche cerrada de Europa. Soledad, mar y estrellas resultaron
una combinación demasiado romántica. Otros años, cuando he venido sola, de
vacaciones a casa, no me ha impresionado de tal manera el viaje.
Frank condujo el trasbordador y yo lo llevaré en
nuestro trayecto de vuelta en unos días, como convinimos. Él no conocía Europa,
apenas se mueve de su barrio, y me consta cómo le ha afectado esta experiencia
de conocer a mi familia, volar tan lejos y escuchar todas las conversaciones y
anuncios en español. Está sobrepasado y feliz. El resto del año pasa toda la
jornada laboral parapetado en su laboratorio, profundizando en las técnicas de
tele transporte, algo que su empresa, mitad pública y mitad privada, quiere
patentar. Habla varios idiomas con sus compañeros, científicos de muy distintos
países, pero muy poco español.
De hecho, apenas deben dialogar entre ellos en
ninguna lengua, absorbidos como están siempre por sus experimentos y teorías. Desde
su apartamento puede contemplar la bahía de Hudson, iluminada, fría y llena de
vida a la vez. Lleva una vida rutinaria y tranquila. Apenas compra nada.
Desayuna huevos revueltos y tortitas de jengibre con bacon, únicos alimentos
que se acuerda de comer, y sospecho que manda fregar y limpiar al sistema
domótico del piso, cuando sabe que yo puedo aparecer, los viernes a última
hora. Él no quiere confesar cómo lo consigue, pero todo está maravillosamente
limpio cuando llego.
Estudio economía mundial, en su descripción y
soluciones, desmenuzando a los clásicos y contrastando las distintas teorías
sobre desarrollo rural y urbano. Cada día profesores de probada relevancia de
todo el mundo nos dan clase desde sus aulas virtuales. He tenido la suerte de
dialogar con el último premio Nobel de economía, un científico de la
universidad de Caracas, y con reconocidos catedráticos, profesores honoris
causa, sempiternos candidatos a ese y otros galardones de destacado renombre,
pero presiento que estoy pinchando en la economía doméstica.
Yo no estoy aún preparada para una vida en pareja,
y Frank mucho menos. Me obsesiona que podamos fracasar. En mi residencia son
pocas las labores incuestionables que debo asumir: estirar mi presupuesto,
estudiar lo máximo posible, trabajar tres tardes a la semana en la biblioteca
de la facultad, que más que un empleo es un sueño, y encargar al controlador de
mi habitación la limpieza de la misma y el lavado, planchado y colocación de mi
ropa.
Alguna vez siento la punzada de vivir por mi cuenta
en un apartamento, pero la comodidad de la residencia me atrapa con rapidez. Es
acogedora la vivienda de Frank, aunque él hace allí una vida de eremita
olvidadizo. Tiene sus costumbres y su organización particular, me temo que muy
diferentes a las mías. La convivencia es la asignatura que no espero aprobar en
este curso. Y debería.
Mi madre no entenderá nada de mis problemas, si se
los planteo. Ella no partió a otro continente para estudiar una carrera, no
tuvo un novio extranjero, o al menos nunca me lo ha dicho. No debía albergar
dudas sobre ningún aspecto propio ni ajeno cuando se casó con mi padre, recién
acabada la guerra. Entonces el problema consistía en encontrar ocupación
remunerada y diseñar un mundo más equitativo, poner en marcha de nuevo las
instituciones, construir la paz, en suma.
El pavor mundial y por supuesto el nacional, la
necesidad de reinventar la ilusión en una posguerra atroz, hicieron audaz a la
juventud de la generación de mis padres. No es nuestro caso ahora. Y para qué
preguntar a mi abuela. Ella aún fue más valiente, con hijos jóvenes y
adolescentes a los que mantener y tranquilizar en un ambiente prebélico,
deseando con toda su alma cambiar el rumbo de los acontecimientos mundiales, y
comprobando con desesperación su impotencia. Por eso ninguna de las dos quiere
escuchar noticias sobre el mundo en los ágapes de celebración.
Las miro a ellas y a mi tías, adivinando el coraje
que yo no tengo, la seguridad en sus convicciones, la valentía para tener
hijos, la paciencia para formar una familia, tan grande y diseminada como la
nuestra, tan amante de viajar y conocer, de instruirse y recorrer el mundo. Quizá
están hechas de otra materia distinta de la mía.
Conozco todas las cosas que no me gustan de Frank,
casi tanto o más como las que me agradan. No estoy ciega ni quiero estarlo. Mi
novio es un libro abierto que reconoce sus limitaciones, aunque yo no me atrevo
a confesarle las que poseo. Creo que es el hombre definitivo de mi vida, pero
dónde me apoyo para creerlo así. No debe existir la fidelidad eterna. En los
ciento veinte años que espero vivir, no puedo jurar que no me aburra de Frank,
y aún peor, no puedo asegurar que él no se hastíe de mí antes.
De hecho, a veces creo que se cansa. No aquí, en
España, en estos días de vacaciones, sino en Toronto. Le interesan demasiado
sus investigaciones. Se olvida de mi cumpleaños y en ocasiones hasta del sitio
en que nos hemos citado para cualquier asunto. Confío en que, al no disponer de
mucho tiempo libre, no visite salas de fiesta a mis espaldas, donde encuentre
cualquier chica que le guste más que yo, o que en su laboratorio no flirtee con
las compañeras a lo largo del extenso día en que trabaja con ellas. Es un
aspecto trasnochado este de los celos, y especialmente el jugar a no tenerlos
en el mundo de hoy, que ha saltado por encima de tantos prejuicios, pero no
vivo con Frank para saber con alguna certeza cómo transcurre realmente su vida,
y me falta la seguridad diaria de mi familia, su ejemplo permanente de entrega,
como estandarte. Los latinos somos demasiado diferentes de los anglosajones. Y
los americanos son distintos de los europeos. Los hombres no poseen los mismos
gustos que las mujeres, y los científicos trabajadores no tienen nada en común
con las estudiantes de economía.
Intento esclarecer la realidad, resumirla en
premisas y variables conocidas, restrictivas, que definan la situación, como
estoy acostumbrada a realizar. No quiero engañarme, sino enfrentarme al cruel
espejo de la verdad. Frank me lleva cinco años y no debe recordar el tiempo en
que los libros electrónicos y la información se acumulaban en su agenda
personal, como temas a estudiar, y debía presentarlos de viva voz a los
catedráticos para ser evaluado. La angustia de los minutos anteriores al cara a
cara con el profesor o la profesora de turno. La materia acumulada que no da
tiempo a asimilar. La necesidad de salir a respirar y no hacerlo porque el
tiempo es escaso, y el proceso mental de asimilación del cerebro necesita
sosiego, soledad y entrega. Comentan distintas teorías que hemos ampliado
enormemente las capacidades de nuestra mente en unos decenios. No puedo
comparar mi experiencia con épocas anteriores. Y es demasiado lo que me queda
por aprender. Los asuntos a investigar provienen, fundamentalmente, de
distintas universidades latinoamericanas, donde la ingente población ha proporcionado
al mundo las mejores cabezas en ciencia y humanidades. Las más adaptadas a las
necesidades, al paisaje, a los sentimientos. Es como si la cultura mestiza
hubiera desarrollado en esa parte del mundo una sutil sensibilidad al
sufrimiento y al ansia de nuevas técnicas para aliviarlo.
He visitado con mucha asiduidad Colombia y
Argentina, debido a distintos proyectos de mi departamento. El primero
profundizó en el avance de la medicina actual sobre el sector infantil asentado
junto a la selva amazónica, evaluando resultados. El segundo valoró la
esperanza de vida en las megaciudades del Cono Sur, por sexos y edades.
Durante semanas, y subvencionados por mi facultad,
mis compañeros y yo visitamos los hospitales de las regiones de Putumayo y
Caquetá, sufriendo los ataques de los implacables insectos, el sudor corrosivo,
la lluvia torrencial. Aquella tenacidad implacable de la selva para avanzar y
resistir.
Resultaron un poco excesivos para una europea
sedentaria como soy yo ambos proyectos, pero la mirada de los niños enfermos me
apremió a inventar para ellos una solución. Me retó a informar sobre los
progresos y retrocesos de las infecciones nuevas, y del tratamiento viral
contra las pandemias latentes. Quiero que las empresas farmacéuticas, a las que
iban destinados los dos trabajos de campo que desarrollamos, no olviden jamás
la obligación moral que tienen con los indefensos críos indígenas. Vivir en
Buenos Aires, por otra parte, la ciudad más rica de América, es una delicia que
se cuece con mis venas. Muchos de mis antepasados emigraron de España a
Argentina desde tiempo inmemorial. En la historia de nuestra familia, que
consta sólo desde que se hizo habitual registrarla ante notario, en dos mil
treinta, figuran numerosos tíos y primos míos, hermanos y hermanas tanto de mi
padre como de mi madre, buscando trabajo en ese país donde leer y soñar es la
tarea cotidiana. Por no mencionar los argentinos que han llegado a cualquier
ciudad de España explorando sus propias raíces. De hecho, el hermano mayor de
mi bisabuelo paterno llegó a Melilla, procedente de Corrientes, a finales del
año dos mil trece.
Mis primos me comentan estos días las excelencias
de visitar Italia y la alegría de estudiar en Francia. Me gusta que lo
mencionen, que hablemos de arte y de tecnología, de las novedades sobre
ingeniería empleadas en Letonia y Ucrania, en la construcción de puentes y
ciudades, tanto subterráneas como submarinas. Me hablan de Islandia y Suecia,
de su lucha contra el deshielo en el polo norte y la reimplantación y asentamiento
de la nieve en los glaciares. Mis raíces están en este continente adorado
europeo. Me he criado con sus cuentos de hadas y sus canciones de cuna. Me
gusta trasnochar y hablar alto hasta que la risa nos devora.
Visito a los míos traspasada de felicidad, y me
encantan estas reuniones sin horario y sin medida. Pero imagino el futuro en
Canadá, con este chico rubio de otra raza que se ha cruzado en mitad de mi
camino, en la tierra donde todos somos inmigrantes, y donde la naturaleza se
impone sobre la adversidad y las personas, con su belleza acrisolada y criolla.
Me falta muy poco para acabar la carrera y Frank parece estos días entusiasmado
con mi familia. Quizá hemos superado esta prueba de fuego de acercamiento entre
continentes. Yo conozco a la suya, ubicada en una deliciosa zona rural de
Ontario, y todo son felicitaciones para ella. Le he dicho a él que la
universidad, donde quiero trabajar en el futuro, me ha propuesto un nuevo
proyecto para el que necesito apoyo moral a manos llenas, y especialmente su
confianza. Necesito que Frank me espere en su vida, y yo aparezca en la suya
cuando pueda. Él ignora cuánto puede influir en mi ánimo su aprobación. El
proyecto que tengo entre manos es vasto y costoso: equiparar de hecho la vida
de la mitad de la población a la otra mitad, sea cual sea su etnia o lugar de
residencia. Luchar por la igualdad de las mujeres en el orden práctico a escala
mundial.
La humanidad se dio un reglamento internacional
sobre el caso, de cumplimiento obligatorio, en dos mil cuarenta y hay que
luchar por aplicar la norma. Los derechos civiles se garantizaron para los dos
sexos en la Conferencia de México D.F. hace casi medio siglo, y se instó a los
gobiernos a cumplirlos a rajatabla, igual que se obligó a racionar el agua. Asia
y África tuvieron que esforzarse en ello si no querían enfrentarse al resto del
mundo. Sesenta años después, la realidad presenta demasiadas lagunas,
especialmente en India y en el continente negro, donde no sólo las mujeres,
sino enormes segmentos de ciudadanos llevan una vida de segunda, de total
exclusión, medio abandonados por sus gobiernos.
El contrato en prácticas que me han ofrecido y que
puede durar mucho tiempo, porque la tarea parece ardua, es ayudar a drenar esas
lagunas, reunirnos con los ministros de políticas sociales de medio mundo y
luchar por extinguir entre sexos las diferencias legales y cotidianas. Siempre
con el ejemplo de América y Europa, que en este campo han constituido la
vanguardia, trabajando de forma espectacular. Ansío que sus estados nos apoyen
de pleno. La plena equiparación entre hombres y mujeres mejorará la calidad de
vida mundial exponencialmente.
La alimentación, la higiene y la educación serán
instrumentos comunes de toda la humanidad en los próximos veinte años, sin fisuras,
lo que potenciará nuestro desarrollo e inteligencia como seres vivos. Estoy
impaciente. Ansío que Frank comparta mis ilusiones.
Pero él acaba de venir a comentarme un asunto
trascendental, que me ha dejado demudada. Le he encontrado jubiloso y sonriente,
con una alegría inmensa naciendo de su pecho. Sin embargo, mi sorpresa ha
velado su exceso de felicidad.
Sabía que él tenía, como yo, algún proyecto
importante en mente, pero no de tal envergadura. Dónde aparco mis inquietudes
sobre necesidades terrestres. Me siento desfallecer.
Frank quiere adquirir un compromiso para viajar a
un planeta de Júpiter, Io, que acaban de ofrecerle desde la Confederación. Yo
ignoraba que él estuviera implicado en semejante gesta. Que quisiera participar
en ella sin titubeos. No he encontrado apenas las respuestas que he detestado
emplear. De todos los seres humanos, por qué me toca a mí saltar en el vacío. Elegir
entre el deber, la gloria, la muerte y la felicidad.
Si realiza semejante odisea, jamás volverá a la
Tierra. Se trata de un largo paseo por el sistema solar. Me pide que marche con
él y me prepare para ello a su lado. No cree que yo tenga problemas en el
durísimo entrenamiento. Y necesitan especialistas en optimización, producción y
distribución de recursos, objetivos en los que él dice que soy experta.
Precisan parejas que conquisten y colonicen el
espacio. Que admitan, desde el principio, que será imposible regresar de tan
largo y silencioso periplo entre planetas. Que afronten los peligros
exteriores, la convivencia en habitáculos reducidos con otras parejas o
individuos desconocidos. Dispuestos a todo y especialmente a soportarse, a
explorar, a tomar decisiones en equipo, a vivir y a morir.
La incertidumbre conmueve
mis entrañas y mis sueños. Sólo tengo unos días para elegir.