María Teresa Álvarez Olías |
Relato de María Teresa Álvarez Olías
Ciriaco serpenteaba ente las
peñas del río cada día libre que podía disfrutar. Fue mi abuelo y
había nacido en La Mancha. Su paraíso inesperado resultó ser Asturias, un
regalo verde para su vista, habituada, durante más de treinta años,
a paisajes de polvo y sol. Era en mil novecientos diecisiete practicante y
auxiliar médico en el hospitalillo para mineros, y familias de mineros, que la
Inspección de Sanidad había instalado en Arnao.
Nadie como Ciriaco para practicar
oficios: autodidacta, lector y escritor impenitente para ejemplo de
su nieta, enfermero de quemados, heridos y contusionados, guía turístico de las
principales catedrales de España, cuya historia contaba en voz alta
al corro de visitantes que le quisiera escuchar, fotógrafo de toda mi infancia
y nuestra vida familiar, y por supuesto pescador y cazador. En el año cinco, en
una de las esporádicas rachas en que había asistido a la escuela, se había
emocionado con los festejos de conmemoración de los trescientos años de
publicación del Quijote, ocasión que marcó su vida para siempre,
hasta el punto de ser su libro permanente de cabecera. No en vano el
protagonista de la mejor novela del mundo era manchego como él. Curioso como
él, servicial como él. Sólo que Ciriaco no trabajaba para causas perdidas, sino
que siempre había tenido y tendría éxito en casi todas sus actividades.
El río corría verde y tumultuoso,
cantando entre espumas y helechos. En la mañana de domingo gris, las botas se
escurrían entre los cantos rodados. Debía tener mucho cuidado y pensar cada
movimiento de avance o retirada, sin dejarse hechizar por las truchas
saltarinas, si quería entregar, a Paquita, su mujer, una cesta de pescado para
la cena. Estaba contento en Arnao. Los mineros eran recios y valientes,
supersticiosos y razonables. Trabajando, se lesionaban y quemaban
continuamente. Él intentaba hacerles comprender que cualquier medida de
seguridad, por más que les robara unos minutos, sería beneficiosa y bien
empleada a la larga. Seguridad y cumplimiento de las normas. Inculcaba esas
frases a los heridos y a los compañeros que los traían del brazo o en camilla a
su dispensario, y esos muchachos tiznados de carbón parecían ser
conscientes, mientras estaban entre sus manos y él los vendaba con firmeza y de
una vez, de que no podían volver a jugarse la vida impunemente. Pero pronto
olvidaban. Ciriaco dudaba de que los capataces se desvivieran en ello, como en
buena lógica correspondería a su cargo y a su obligación. No sólo debería ser,
pensaba, un requerimiento humano, sino también una cuestión económica.
Cada hombre enfermo o
contusionado suponía dos brazos nuevos que contratar, que muy bien podrían
tener menos experiencia. Algunos eran adolescentes, lo advertía cuando, para
limpiar cortes o heridas de toda clase, limpiaba un poco la capa de mugre de
los rostros, y encontraba guajes sin madurar y sin cocer, altos y
tiernos como una mata de cardo nueva. Intentaba aliviar todos sus dolores:
quemaduras de distintos grados, esguinces, fracturas, esquirlas clavadas,
pulmonías....pero las dolencias progresaban más que sus esfuerzos por curar.
Los hombres bajaban a la mina con fiebre y heridas abiertas, como
corderos, anestesiados por las cataplasmas del enfermero,
o la infusión de salvia que su madre les había hecho aspirar. Y
subían afilados por el dolor o la subida de temperatura, que el fondo del pozo
nunca mejoraba. Le impresionaban los paisanos de ese pueblo del
norte, a donde la suerte le había destinado.
Hay una plaza libre en
Arnao, Asturias, había dicho el funcionario en la subsecretaría del
ministerio de Sanidad en Madrid. Mucho trabajo y tiempo fresco. Lluvia y buenos
trozos de pan con chorizo, de fabes y queso. Fabes... Tan sólo garbanzos y
pan negro era lo que Ciriaco había comido hasta que se casó, hasta
que Paquita, mi abuela, le cambió las costumbres de La Mancha por
las segovianas. Por patatas, lentejas y arroz .Era mentira lo que había dicho
el funcionario. Judías tal vez, pero queso y pan faltaban en casi todos los
hogares humildes de aquel pueblo minero, donde el cielo lloraba carbón, donde
el hambre mordía un día sí y otro no, como en toda España.
Ningún gobierno solucionaba el
tema más urgente, ese mismo, el más cotidiano, el más propio. Ni el rey Alfonso
XIII ni sus ministros sabían remediar el hambre de la gente, la tristeza de los
niños desnutridos, serios como viejos. Se pasaba hambre en su pueblo,
vendimiando y sembrando ajos, se pasaba en Madrid, donde las fábricas cerraban
el día menos pensado dejando en la calle a decenas de obreros, y
se pasaba hambre allí, en la tierra del bosque y el
mineral, azotada por el viento y el la lluvia pertinaz. Ciriaco cumplía turnos
y guardias encadenados. Enfermedades y accidentes le sujetaban al hospital como
un preso a su celda. El médico aparecía a sus horas y marchaba a
Gijón, donde tenía casa y consulta. Por un poco más de lo que le
costaba el seguro médico, cada minero podía conseguir asistencia médica
o enfermera para su mujer y sus hijos. Eso sí, una consulta rápida, medicinas
aparte.
El hombre de la boina calada, de
unos veinticinco años y mirada oscura, como su cara y sus manos, había ido a
buscarle al río aquella mañana. Le oyó llamarle entre las piedras, mojándose
los viejos zapatos. Mi abuelo no había pescado nada todavía. Y no
iba a dársele bien la faena ese día.
-Ciriaco, le busco.
Mi mujer se puso de parto. Muy mala está.
La vocación de enfermero se
imponía siempre, en él, en cualquier circunstancia. A buenas horas atendería el
médico un parto en domingo, si no era el de la esposa del alcalde. Miró al
muchacho nervioso, que calado hasta los huesos le apremiaba.
Era Julián Martínez, el cabecilla de los huelguistas, que había
mantenido un enfrentamiento con la guardia civil y los patronos, colocándose al
frente de los piquetes. Le había curado las magulladuras que le había
infringido la autoridad en varios días de plante laboral feroz. Mineros a un
lado. Mujeres de mineros al lado. Patrón , párroco y guardias al otro .Minutos,
casi horas mirándose, retándose, yendo para la casa sin jornal, con
las mujeres detrás tragándose la rabia, porque tragar y masticar la
nada era cuanto había para comer. Si alguna vez en su vida mi abuelo tomó
partido, que no lo hizo nunca, sería por esos muchachos de pantalones de pana,
gastados como sus ilusiones, por esas chicas que los seguían y coreaban ,como
si cada pareja fuera un muro de dos caras, un grito en la calle, un
dolor o en el estómago vacío.
Ciriaco recogió la cesta y los
aparejos. Cenarían huevos fritos. Subió a su bicicleta, aparcada allá abajo en
la orilla, y el muchacho, Julián, a la suya. Pedalearon con fuerza en la triste
luz mortecina de la mañana. Los campos se extendían como vergeles de maíz a su
lado, mientras bordeaban el curso del río hasta el pueblo. El abuelo llamó a la
abuela a voces, sin entrar.
-Sal, Paquita. Preciso ayudante
en un parto.
Su mujer cerró la puerta de su
casita prestada dos minutos después. Lo hizo cargada con toallas y sábanas en
los brazos y almadreñas en los pies, para no enterrarse de barro por los
caminos. Rara era la semana en que no sucedía un asunto similar: accidente de
minero o familiar sin posibilidad de ser llevado al hospital. Paquita había
aprendido a colocar apósitos y vendas, a lavar heridas y contener hemorragias,
a fuerza de verlo cuando el marido no daba abasto y se acumulaba la labor.
Cuando los tres entraron en la
casa de Julián, su mujer se revolvía en el catre junto a la
escalera. Varias vecinas la atendían con pañuelos y trapos empapados en sudor.
La estancia era un mar de ruido y quejidos. Ciriaco impuso tranquilidad,
silencio y aire renovado. Sólo dejó quedarse a una vecina, la que
parecía más tranquila, al marido agonizante, al que impuso valor, y a Paquita
.Él empezó por calmar a la parturienta, consumida por el miedo, y mi abuela la
colocó mejor y lavó. La hija de Julián nació en quince minutos, tras quitarle
mi abuelo una vuelta de cordón que traía al cuello. Dicen que no lloró, que no
quiso hacerlo, aunque miró a Ciriaco con los ojos de su padre, como
saludándole, cuando éste la cogió con las manos, la examinó y se la puso sobre
el cuerpo a su madre. Los médicos y la ciencia aseaban a los chicos y los
separaban de sus madres, al menos unas horas, pero el abuelo prefería
dárselos a ellas cuanto antes, sucios y amoratados, para que se
tocaran de una vez, para que se abrazaran ambos tras la batalla del nacimiento.
Para que por fin se miraran a la cara.
Julián le puso el nombre de
Francisca a la niña, en agradecimiento a Paquita y a Ciriaco, que le habían
sacado de un gran apuro, y a los que nunca pudo pagar, porque nunca tuvo
suficiente, con los escasos jornales y las huelgas de ese año. Arnao y toda su
cuenca minera adyacente se plantó al final del verano. Del norte de España
partió un grito feroz reclamando subida de salario y menos horas de trabajo .El
gobierno del rey declaró el estado de guerra en toda la nación, prolongándose
un mes más en Asturias. Los trabajadores adelgazaron a ojos vista. Cuando la
minería paraba, toda la siderurgia de la ciudad, los cafés, las tertulias
literarias, el ateneo, las tiendas, las fábricas de tornillos....el mundo
entero, el culto mundo de la villa, se resentía. Ciriaco curaba a los obreros
de las fábricas, sedientas de mineral, y a todo bicho viviente que acudiera al
dispensario. No sería lo más correcto, pero el corazón del abuelo no hacía
distinciones.
No le importaba si Julián, su
amigo, era anarquista o no lo era, si iba a misa o no, como rezongaba el cura y
la autoridad mientras tomaban un vino en la taberna y él les seguía la
conversación. A Ciriaco sólo le importaba que la mujer y la hija de Julián no
murieran de inanición en ese duro otoño. A finales de octubre la tensión se
recrudeció en la boca de la mina. El resto de España y de las cuencas mineras
habían desistido de la huelga. La represión y el clamor del
estómago transformaban las conciencias. La guardia civil y la
patronal dieron un ultimátum a los hombres de la mina, que ni siquiera tenían
ya ojos que miraran con firmeza. El abuelo se desesperaba viendo cada amanecer
el panorama de desolación: los mineros no dormían en casa, permanecían
inhumanamente hieráticos bajo la lluvia, dejando pasar las horas. Fue a casa de
Julián, donde su mujer, Rita, escuálida, apenas tenía leche para su hija. Sólo
palabras para apoyar a su esposo, apostado en la mina.
-Convence a tu marido de que
ponga fin a la huelga. Habla con las demás mujeres para que convenzan a sus
hombres. O tú y Julián y Francisca moriréis este invierno. La niña,
la primera.
Ciriaco era tan obstinado como
todos los mineros juntos. Habló también con las mujeres del barrio que quisieron
abrir, y con las que no, lo hizo a voces, desde la calle de tierra
reblandecida, gris, teñida de carbón. A muchas las había ayudado a parir, y a
muchas las había curado y aconsejado sobre la silicosis de sus maridos, reacios
a tomar ningún medicamento, así se estuvieran muriendo. Habló con el médico,
que se trataba de tú con el alcalde, con el dueño de los pozos de carbón, y
casi hasta con el gobernador civil. Parlamentó con el párroco y el capitán de
la casa cuartel, a los que encontró juntos en la plaza, comentando el tema de
los mineros. La curia y las fuerzas del orden en un metro cuadrado. No había
nada que hacer. Nada que alterara las conciencias. El abuelo creía en Dios,
bastante más en Dios que en las sotanas y misales, bastante más en la palabra
que en los sables y las porras. También rezó. Muchos mineros sabían leer y
escribir. Era religiosa, y digna de ver, la tradición
de alfabetizarse en esa ciudad de carbón, por parte de los obreros.
Un hombre que sabe leer no es una bestia, aunque el hambre se lo haga parecer.
Un hombre que tiene una carrera militar o una parroquia conoce la mente humana
y razona, opinaba Ciriaco. Estaban condenados a entenderse y el abuelo tenía
tan claro como que era manchego que no había vuelta atrás, que era preciso mirar
hacia adelante en esa España negra y retorcida, que tanto amaba. Estuvo
hablando con unos y con otros horas y días. Mi abuela lo encontraba de noche,
ya mudo y mareado, hastiado de la humedad y el fracaso. Cansado de comprobar
cómo los niños apenas querían llorar ni jugar. Al diablo si el capitán ordenaba
disolver a los mineros o si el patrón cerraba el pozo definitivamente. No había
huelgas en el campo de La Mancha y cuando el dueño de las tierras no ofrecía
trabajo, siempre quedaba un huertito en la casa o una cabra o dos conejos. En
las casas de los mineros no había nada.
Hasta que la cordura entró por la
ventana.
El tercer martes del mes las
partes llegaron a un acuerdo. Algo más alto el salario a la hora y ningún
despido. Once horas de trabajo al día y no doce. A cambio, vuelta a trabajar. A
cambio, fin de la huelga en toda la cuenca.
El abuelo respiró,
confiando de nuevo en el poder de la esposa, de la razón y la palabra. La
rapaza Francisca revivió, y la vio aprender a andar y correr. Al minero firme
se le caía la baba con su niña reluciente, rubia y esmeralda.
Ciriaco y Paquita tuvieron a
sus tres hijos en Arnao. La tercera, mi madre. El chico jugaba con
las gallinas y la niña mayor con piedras pintadas, a las que arropaba como a
muñecas de cartón. Crecían en libertad, mientras sus padres atendían como
podían a su familia y a las otras que precisaban asistencia médica. Pero hacia
mil novecientos veintinueve, el dispensario cerró por orden del ministerio.
Asistirían a los mineros con el resto de la población. Quién conoce los
designios de la autoridad. Ciriaco peleó dolorosamente por otra plaza de
auxiliar médico donde fuera. Siempre añoraría Asturias, yo lo atestiguo. Ya
eran cinco las bocas a mantener.
La vacante surgió en
Marruecos, en el fin del mundo. En otro país y continente. La hija pequeña
sólo tenía dos años y Asturias era adorable. La pesca, buena. La
casa, linda. Pero el contrato con el hospital, inexistente ya.
Así que se embarcaron con
amargura hacia el norte de África, con lágrimas de sangre en los ojos, mientras
el buque se balanceaba en la tormenta. No sabían que una cruel guerra civil
tendría lugar mientras ellos vivían en Marruecos, mientras mis tíos y mi madre
pasaban su infancia entre brotes palúdicos, entre gentes que apenas hablaban
español, pero adoraban también al enfermero que les curaba las fracturas y los
golpes de calor en esa tierra blanca y caliente.
Después, mucho tiempo después, en
mil novecientos sesenta y dos, Ciriaco ya era el abuelo que una sueña: narrador
de historias vividas en La Mancha, en
Asturias, en Marruecos y en Madrid, a donde lo trajo la posguerra.
Yo era tan pequeña que no recuerdo las conversaciones, sólo los preparativos y
la prolongada ausencia de mi padre, que era joven, leonés y policía. Había
vendido su casa y su pequeña tierra en la montaña verde, y había buscado en
Madrid un trabajo con el que subsistir y empezar de la nada. Pudo haberse hecho
taxista, pero pasó una prueba para ser policía, y esa fue su profesión,
después de abandonar el arado y la hoz. Esa primavera, de nuevo, la
minería asturiana, retumbaba con sus justas reivindicaciones, molestando como
nadie la parsimonia franquista. Sólo los mineros se atrevían a hacer huelga, a
protestar en un estado de paz impuesta por la fuerza. Mi madre sufría
imaginando lo que le esperaba a mi padre: cabo de la policía contra los
huelguistas, aunque no tanto como el abuelo, que tenía la certeza de lo que su
yerno encontraría. Mi madre ha sentido miedo siempre, especialmente cuando el terrorismo
mordía a decenas de policías y guardias civiles, aniquilándolos a la puerta de
sus casas, pero que su propio esposo se enfrentara al conflicto
de la minería asturiana, ése que constantemente sonaba en la radio y
en los periódicos, ese anatema nacional, resultaba insoportable. Antes de
partir, el abuelo le hizo un encargo, con el corazón roto:
-Si pasas por Arnao, cuenta que
me conoces a Julián Martínez, uno de los mejores y más reivindicativos mineros.
Estará jubilado, como yo. Dile que siempre le recuerdo.
Juan, mi padre, tomó de nuevo el
tren hacia el norte. Mil contradicciones latían en su alma. Obrero contra
obrero y los dos, enfrentados en un odio ajeno, luchando por ganar un salario.
De lo poco que mi padre contó nunca de su trabajo, destaca la estrategia de
aquellos días en la cuenca minera. Le impresionó como si se lo hubieran gravado
a fuego sobre los huesos .No podía resistirse, pero tampoco creerse el discurso
antiminero, mal intencionado y fratricida, de los mandos que no daban la cara,
sólo sermones, amparándose en la cólera de los periódicos. Tuvo mucho tiempo
para visitar los pueblos, los pozos y los valles, florecidos como si el mundo
no se hubiera parado de nuevo en la puerta de los tajos. Los hombres
impasibles, las mujeres maldiciendo en voz baja y en voz alta a los policías,
tirándoles piedras, insultándoles desde lejos. No les importaba el hambre, pero
los descomponía, los iba carcomiendo día a día. La patronal y los
mandos de Madrid exigían una solución que nadie adelantaba. Una guerra de
guerrillas para demostrar quién aguantaba. Juan tenía pasta de segador paciente,
pero la inacción consumía a la gente, y los policías contaban con la voluntad
de la autoridad para que no hubiera sangre. No más sangre en el largo conflicto
de los mineros asturianos .No más parches, no más heridas. Una cura de
urgencia, pero definitiva. Como Ciriaco, Juan creía tanto en la resolución
humana como en el gusano que roe los intestinos las mañanas de ayuno. Sólo
contaba con su instinto, ni siquiera con una carrera intelectual que lo apoyara.
Entró en la ciudad una mañana de
mayo. Preguntó en el barrio de arriba, en las viviendas baratas de ladrillo
rojo. Encontró la casa.
-Soy el cabo Ávarez. Traigo
recuerdos de Ciriaco Olías, mi suegro. Fue practicante en el dispensario en los
años veinte. ¿Vive aquí Julián Martínez?.
La mujer, de mediana edad,
examinó el uniforme del que emergía un hombre joven, con los ojos verdes.
Pánico y coraje. Rabia contra la autoridad descarada. Mantuvo al policía en la
entrada, a pie firme, jugando con las manos, sopesando los riesgos. Altiva y
valiente, firme como la roca
-Yo soy Julián. Ésta es mi hija,
contestó una voz en el umbral. Qué se le ofrece.
-Quiero solucionar el conflicto
con los mineros
-¿Apaleándolos, quizá? Preguntó
el hombre desafiante.
Juan y Julián se examinaron
mutuamente. La sombra de Ciriaco les quemaba la boca. La mujer recordaba al
antiguo amigo de sus padres en las sombras de la infancia.
-No, dialogando con ellos. Mi
hermano es minero .Mi padre era socialista. Nuestro pueblo está en León, al
otro lado de las montañas, mucho más pobre que el vuestro. Hay que volver al
tajo, contestó Juan con decisión.
El diálogo duró días, pero acabó
con la huelga. No hubo sangre.
Hace años que mi padre y mi
abuelo descansan en la misma tumba. Nunca he ido a Arnao, pero un
trozo de Asturias alienta mi vida desde siempre: mi madre. Paquita se llama.
Ella no se acuerda de las caras, pero sí de la pasión de Ciriaco por
los mineros, con sus historias salvajes de hombres y mujeres valerosos,
rumiando su suerte.
Son extraños los caminos que la
vida escoge. Yo no sé si fue más fácil o difícil ser minero que enfermero, o
ser policía. No sé si es mejor bajar a la mina que emigrar y abandonar el
pueblo de los tuyos. Sólo que ellos dos, mi padre y mi abuelo, tuvieron que
salir a buscarse la vida lejos. Y la vida los esperó con ansia en
otra parte. Espero que se cuenten historias sobre el norte en el lugar donde
estén, y especialmente sobre los héroes de las minas, que ambos conocieron.