Poema de Antonio Carmona
en el Vicente Puchol o en
el Antonio Lázaro.
En Málaga nube maligna de
tubos de escapes.
Ninguna lluvia mojaba mi
corazón.
El alma del Gurugú
echó de menos Melilla
desde su propia cúspide.
Y me dejó solo,
envenenándome sin el poniente.
La tóxica
nube que todavía contamina
mi sangre,
se desparramó por mis
órganos
y por mis botas de fútbol.
En la aduana,
guardiaciviles buscaban contrabando.
En el mercado, pirámides
de frutas.
Bebí vino dulce con mi
abuelo solitario.
A las 11 comía chorizo y
queso.
Fumaba picadura, se
quedaba dormido liando cigarrillos.
Lo miré, dormía, sentí su
calor desde cierta distancia.
Besé su calva, lo quise.
Sus manos habían domado
las cuerdas.
Anudó la mar y las nubes.
¡Piel de sal!.
¡Ojos plateados de tanto
mirar
escamas y la luna!.
¡Corazón
nocturno de traíña!,
¡silueta
del "Camisón"
entrando por levante!.
Venía con la aurora.
En Antequera, en 1970
asistí
a los funerales de Héctor.
Continué
el viaje una tarde
convaleciente
que me visitó Calipso
mientras crecían
mis huesos, mientras la
nube de Málaga envenenaba
mi sangre, mientras gemía
o mugía, el río
que persiguió por las
llanuras
a Aquileo.
En Antequera miró mis ojos
la noche, sorprendida
por la ceguera. Conocí un
poco
a los chinos en la
biblioteca municipal
y nevó en las pascuas.
En el Torcal me lo dijo
Hermes,
los libros en adelante
olerían
a César y a Alejandro.
Las iglesias estaban
vivas, los monjes sin cabezas
y la pena se instaló en mi
corazón sin lluvia. Fue entonces
cuando comencé a flotar, a
hacerme humo,
a darle con efecto a un
balón y a un planeta,
cuando vi a un ganso y
labios azules.
En Antequera las iglesias
por toda la ciudad,
llamaban alegres los
domingos
y a muerto en los
crepúsculos. (O así debería haber sido).
Los jóvenes se salían de
cura. Una iglesia
era el club de cristianos
rojos.
La profesora de literatura
bebía un whisky,
fumando en la terraza de
un hotel.
Antequera estaba en el
campo,
y el campo en ella,
humedeciendo
el incienso de las
iglesias.