Poema de José Antonio Fernández
como si pretendiera
navegar a contracorriente,
de espaldas al sol.
Como si la noche emergiera
desde las alcantarillas.
Como si esta tierra
estuviese poblada de estatuas
trepando a través de una
hierba
que desemboca en los
cementerios.
Basta con cerrar los ojos
para imaginarse al planeta
como un inmenso basurero
donde las criaturas vagan
por los caminos a hombros del hambre
como soldados debidamente
adiestrados
ondeando una bandera que,
según
el viento sople del sur,
huele a sangre y hambre,
que según soplen vientos
del norte, se deslizan escaleras arriba,
de tanto peso de ceniceros
de marfil
como cuelga de sus
cartucheras.
Parece como si de repente
precisara de dos trozos de vidrio
para mantenerme bien
abiertos los ojos,
porque de tantas heces
como me cubren el rostro
sueño desde tres atrás con
que alguien tira de la cisterna,
y una corriente de agua,
como quien goza de Mozart
a orillas del Danubio,
me lava y saca brillo, me
reblandece las pupilas
y permite contemplar el
mar, de parte a parte,
como una luna luminosísima
en torno al planeta.
Y es que el invierno se ha
crecido como nunca.
Lástima de tanto frío, de
tanta lluvia desperdiciada
en las cosechas de
valiumns.
Porque bien parece que el
sueño ronda por las esquinas,
de tanta garganta
astillada a ronquidos
como se quejan en los
ambulatorios,
de tanta sed como lloran
las nubes asentadas en los parques.
Pero no os preocupéis, que
no pienso acabar donde siempre comienzo:
por esta vez no achacaré a
la noche nuestra condición de huérfanos.
Por una vez nos
llamaremos, no hijos, padres que, costillas al viento,
doliéndose como nos
dolemos de hambre,
sabemos como nadie
permanecer sentados mientras los estómagos crujen
y los vientres que
heredarán nuestros mismos nombres
se quejan de huecos, de
tener los huesos reblandecidos
de tan poco esfuerzo por
amamantar al planeta
cuando llora desconsoladamente
por un pecho que calme sus dientecillos.
Al fin y al cabo, nadie
debe sentirse culpable
porque un planeta se nos
muera de sueño.
Más aún por un planeta
como éste que pretende hacernos de azar,
mostrándose como lo hace,
como una moneda que tintinea en el aire:
ya cara, y luce en el
suelo el oro y la seda
como si el mismísimo sol
mintiera;
ora cruz, y ninguna imagen
al dorso:
como si el vinagre y sal
estuvieran de huelga
y a nadie preocupara otra
cara al revés,
de insolente como las monedas
parecen desafiar en su natural medio.