Teresa Álvarez Olías |
Relato corto de Teresa Álvarez Olías
-Padre
no quiere que lleguemos hasta las montañas. Dijo que debíamos desviarnos por una
de estas laderas para encontrar la choza.
-Llegaremos
pronto, Ozmín, no te preocupes. Conozco el camino. Madre nos ha preparado torta
de queso y arroz con canela en este tarro de cristal, toma.
Hassan
come la ración que se ha dejado para sí mismo, tras darle la mitad a su hermano
y se sienta en el suelo, sobre una zona pedregosa, libre de juncos .La mula sobre
la que han cabalgado hasta este paraje desértico y resplandeciente, descansa
atada a un arbusto. Para ser enero, apenas hace frío al medio día. Beben con ansia agua
del pellejo, sin malgastarla. Llevan un mensaje de su padre a una casucha en el
promontorio de la sierra. Tienen trece y catorce años. Muchas veces han traído
el rebaño de ovejas de la familia hasta cerca de estos parajes, que hoy, habiendo
llegado a lomos de la mula, no les
parecen tan lejanos. La vista es deliciosa y magnífica. Verdes y ocres se
confunden con el azul celeste de la soledad más diáfana. Los cristianos tal vez
merodeen cerca. Las escaramuzas en ese territorio fronterizo son frecuentes y,
según les han dicho, podrían tener algún susto, aunque nadie hará daño a dos
adolescentes buscando una cabra perdida, excusa que han de dar si tienen
cualquier imprevisto con gente extraña. Los dos hermanos hablan romance tan
bien como el árabe. La hermana de su madre, de hecho, escapó de su ciudad en Toledo
con el tío de los muchachos, y ha
enseñado castellano a sus hijos, los primos de Ozmín y Hassan, y a ellos también, a ratos perdidos. Toda la
familia vive del comercio. En la parte baja de la casa, su madre, Ghada,
atiende el negocio de loza, vasos, telas y cualquier tipo de artículos para las
labores domésticas. Conoce a la ciudad entera, vende barato y es simpática como
nadie. El padre de los chicos, Nuh, va y viene surtiéndose de material y
vendiéndolo por las aldeas. En verano baja hasta el mar, vende mercancía y trae
pescado seco, sal y arroz de los pueblos que las playas besan con su espuma
blanca, artículos que gustan tremendamente, por lo insólitos, a las curtidas gentes de tierra adentro.
-Dice
padre que cuando él era pequeño, nuestro reino
se extendía mucho más lejos que ahora, en todas direcciones. Entonces, los
cristianos no se atrevían a cruzar esta sierra ni la siguiente.
-A
veces tengo miedo de lo que se cuenta en las calles, Hassan.
-Qué
has oído.
Hassan
mira a su hermano como si le importaran poco sus temores, disimulando. Sólo le
lleva un año, pero se siente protector. En los juegos con otros chicos, en la
instrucción diaria, vendiendo en casa, siempre hay que estar apoyando a los pequeños. Los fuertes en
seguida se mofan de los débiles. Les divierte en extremo.
-Que
el jefe de los cristianos, al que llaman conde, quiere tomar nuestra ciudad, y hacernos esclavos a los que vivimos en
ella. Dicen que se está preparando para hacerlo muy pronto.
-No
hagas caso, hermano. Siempre se cuentan mil historias exageradas, replicó
Hassan.
-¿Por
qué quieren nuestras tierras?
-Porque
son guerreros y no campesinos, Ozmín.
Prefieren apoderarse de lo ajeno a doblar el espinazo todo el día, esperando
que llueva o que no hiele.
El
hermano menor no quiere resignarse. Con Hassan puede explayarse, pero no de
golpe. Hassan es como su madre,
conciliador y tranquilo, poco dado a excesos verbales. Con su padre, vital y
lenguaraz, amante de la verdad, por encima de todo, las cosas son distintas,
pero su padre no para en casa, y ser el benjamín es siempre jugar en
desventaja. Él, Ozmín, está abriendo los ojos de repente, dándose cuenta de los
peligros y las frases a medio pronunciar, de los murmullos susurrados y
cortados a su paso, y también de otros expresados sin temor.
-Dicen
que son crueles y altivos, y de piel clara como la leche, que no creen en Alá,
que comen carne de cerdo salada, y se emborrachan con vino hasta caer al suelo,
sin sentido.
Hassan
considera que su hermano está enterado de demasiadas cosas, quizá por su
carácter juguetón y curioso. Suele Ozmín olvidarse del tiempo corriendo por
toda la ciudad, metiéndose entre las callejuelas y los toldos de la tiendas,
escondiéndose. Su madre los regaña a ambos cuando tardan demasiado, pues no hay
semana en que Hassan no tenga que buscar a Ozmín por vericuetos empinados, casi a las afueras o cerca
de la mezquita. Alguna vez ha tenido que acompañarle su padre a encontrar a su hermano menor,
saltando entre las piedras de la entrada fortificada de la ciudad. Su padre se
enfada menos que su madre, pero castiga más y mira con ojos severos, pues no consiente
que le desobedezcan. Nuh, enseña el Corán, escritura y filosofía en la madrasa
si no está de viaje, comerciando. Por su profesión y aptitudes habla varios
dialectos árabes, beréber y hasta puede traducir directamente textos griegos y latinos, por no mencionar,
dado que prácticamente lo hace en secreto, que se expresa en lengua romance
cuando vende sus platos y vasijas en la
tierra de nadie del oeste y en el noreste, donde pagan muy bien las salazones y
se mueren por sus telas de algodón. Se desliza como pez en el agua por las
tierras fronterizas, pues parece un cristiano tostado por el sol, un vendedor
nato, en los pueblos castellanos, y un musulmán culto en el entorno de su ciudad
.Basta cambiar la indumentaria para parecer una cosa o la otra. Calzas en
tierra de cristianos, y chilaba en la suya. Sombrero ladeado, de fieltro, para
los primeros y tocado musulmán para los segundos. No desprecia a los castellanos,
incluso se esfuerza por transmitir a sus hijos y alumnos, también a sus
clientes, que la convivencia entre extraños no sólo es posible, sino
beneficiosa y obligada, para el progreso de los pueblos. Nuh disfruta siendo
comerciante, pero es también filósofo y profesor. Intenta encontrar la verdad
en los libros y en la educación de los chiquillos de Al Hamah. También es buen
organizador de festejos, no mal juez y un experto en el arte de llevar el agua
a campos y zonas donde ésta escasea. La cisterna y las letrinas construidas
junto a la fortificación de la medina son obra de su ingenio. Encontró los
dibujos del diseño en viejos tratados de agricultura, comprados a un peregrino,
que viajaba a La Meca
y quería deshacerse de su biblioteca personal para sacar algún dinero con el
que afrontar el largo viaje. Eran libros
escritos en hebreo, que mostraban distintas técnicas para aprovechar cultivos,
recoger la lluvia en aljibes, y alejar
las aguas sucias de las viviendas. Sólo tuvo que traducirlo y dedicarse pacientemente a aplicarlo. Hassan y Ozmín
adoran a sus padres. Han nacido en una familia donde el trabajo y los servicios
a la comunidad son la moneda corriente de cada día. Cuando su madre atiende los
partos, para los que reclaman su asistencia en todas las casas, ellos despachan
en la tienda, colocan la mercancía y toman los recados pertinentes. Traen y llevan
avisos de una parte a otra de la ciudad, sacan a pastar diariamente a cabras y
ovejas, y acompañan en la venta por las aldeas, a su padre, cuando éste lo
permite, en trayectos cortos de menos de una jornada. Últimamente, el gobernador
de la medina se reúne mucho con su padre. Es un hombre rico y autoritario, poderoso,
que necesita la mente rápida de Nuh y su don de gentes; su punto de vista, su
sentido común, su visión de comerciante y también la de hombre letrado.
Hassan
también siente temor muchas veces. Ha sorprendido a su padre, a su tío y a
otros hombres hablar bajo en el porche
del emparrado, en el jardín común de sus cuatro viviendas. También les ha oído
confabular en la casa de baños, a donde
su padre le está llevando desde hace unos meses, mientras el vapor nubla el
aire de calor denso y suave, llevándose las sugerencias y las disensiones a
media voz.
Hablan
de guerreros, de escaramuzas cruzadas, de negociaciones con alguna gente de
detrás de la sierra. Siempre cuentan
que los cristianos amenazan y faltan
a su palabra, que odian la higiene, el estudio y las actitudes moderadas. Explican
que los extranjeros continuamente echan
mano a la espada e imponen su cruz idólatra. Hassan no ha visto ningún guerrero cristiano, pero,
como Ozmín , escucha por las calles, a pesar de que su padre los ha educado en
el respeto al extranjero, aduciendo que todo hombre tiene siempre algo bueno,
aunque pueda ser original , en su corazón.
El
primogénito, ahora que la adolescencia le ha cambiado la voz y le hace sufrir
por las incontrolables y nuevas reacciones de su cuerpo, cavila sobre sus
antecedentes familiares, sobre la conducta de sus vecinos y sobre su futura
profesión, si es que es sólo una la que habrá de abrazar para sobrevivir. Lo
que más le gusta a Hassan es aprender los libros sagrados, memorizar y repetir párrafos enteros del Corán, leer y leer hasta
que la noche entra trayendo las sombras.
Si va a heredar el negocio de telas, alimentos y vasijas, preferirá que su
hermano se haga cargo de la mayor parte de los cobros y pagos, con sus cuentas, explicaciones y conversación atendiendo a
los clientes.
-El
sid recibe a cristianos en su palacio, Hassan.
-Ozmín,
no sabes lo que dices.
-Lo
sé perfectamente. Vi una delegación de guerreros, con cota de malla y atuendo
extranjero, entrar con sigilo en su mansión el día después del viernes, cuando
terminó el mes del ayuno.
-Quizá
quieran comprar fruta o alcachofas. De cualquier forma, hermano, deja de espiar
a los adultos, es peligroso. Debió ser el día que volviste a escaparte, cuando
fuimos a acompañar a madre al zoco. Aprovechaste la algarabía de la gente por
haber terminado el Ramadán.
-Sí,
suspiró Ozmín, madre me hizo barrer toda
la casa y el establo al día siguiente.
-Estábamos
realmente preocupados por ti. Desapareciste en un instante, y apenas pudimos
comprar todos los encargos, con la preocupación de que te hubiera ocurrido algo
grave.
-Fue
grave. Al cabo de una hora larga, de casualidad divisé a padre, saliendo de la misma mansión enfadado y pálido. Amenazaba al sid .Y no entró en casa
hasta la noche.
-Iría
a concertar alguna venta.
-No
lo sé Hassan. Después se reunió con otros hombres en la mezquita. Me dí cuenta de que entraba él y
luego los demás, todos mirando a izquierda y derecha. No era hora del rezo.
Su
hermano quiso decir algo, pero, instintivamente, abandonó su sempiterna
costumbre de regañar al chiquillo que
tenía delante. Le cansaban las posturas repetidas. El aire de la medina estaba
empezando a oler a otra cosa que a tomillo y a aceite. Las madres se
preocupaban más que nunca de los hijos y los padres se reunían misteriosamente,
también él lo había notado con claridad. Como si el miedo se oliera en el aire.
Los
otros instructores de la madrasa ya no hablaban abiertamente con Nuh. Su hijo
lo apreciaba y lo echaba de menos. Quizá
estuvieran envidiosos de la alegría contagiosa de ese hombre religioso y
trabajador, con aptitudes excepcionales para dominar lenguas, a la vez que para
abordar trabajos de ingeniería demasiado innovadores. Hassan no había
necesitado salir de casa para sentir el peligro. En la última semana no
conseguía dormir tan profundamente como acostumbraba. La noche anterior había
escuchado a su madre implorar. No había sido el sonido de otras noches, donde
quizá sus padres se besaran en el silencio, sino la voz susurrada y profunda de
su madre la que había escuchado.
-Nuh,
no puedes oponerte al gobernador. Te encarcelará o te hará la vida imposible.
Sírvele como hasta ahora. Qué te importa que utilice tu inteligencia. Todos nos
necesitamos. No puedes rebelarte contra la autoridad, sino aceptarla como buen
siervo de Alah.
-¿Y
tú me lo dices, hija descendiente del
califa de Córdoba? .Jamás podré permitir que el sid se venda a los
cristianos, y entregue la ciudad por una
bolsa de oro o cualquier otro botín infame.
-Pero
Nuh, siempre has trabajado por la paz. Vendes ollas y collares a los
extranjeros, tú mismo dices que cruzas los valles una vez y otra, que comes en
sus casas y te tratan como a un amigo, Además está Dunya, la mujer de tu
hermano. Ha sido una de los nuestros desde el momento en que llegó con él a Al Hamah.
-Ghada,
yo no soy enemigo de los cristianos, lo
sabes bien. Pero hace más de trescientos años que tu familia, los Omeya, perdió
el poder. La dinastía Hammudí tampoco pudo remontar ni restaurar la gloria de
Córdoba. Los manuscritos escritos, los
sabios que enseñaron, las obras arquitectónicas religiosas y las de ingeniería
civil ,que fueron asombro del mundo, nunca más volverán a brillar ni a
repetirse. Y sabes muy bien, por qué. Porque ya no queda oro para sufragar las
campañas bélicas contra los rebeldes del norte , porque ya nadie de los
desiertos del otro lado del Mediterráneo nos ayuda ,y porque nuestra desunión
nos inutiliza.¿Crees que yo no querría seguir viviendo en tranquilidad, como
hasta ahora, viendo crecer a nuestros hijos?.Soy un hombre de ciudad y de
ciencia. Mi cabeza me pide pasar el tiempo estudiando, enseñando, consultando
legajos y pergaminos, y mi sangre
solicita, a su vez recorrer el mundo que me rodea, por si pudiera llegar
a entenderlo algún día. Me gusta respirar el olor de la jara en libertad,
escuchar el silencio en la soledad de la noche estrellada, oler la sal que trae
la brisa del mar y que tú desconoces….pero el enemigo que amenaza en la sierra
no viene a comerciar con nosotros. No quiere ser nuestro huésped, sino entrar a
saco en la ciudad y apoderarse de ella, desalojarnos, en una palabra. Imponer
su religión, sus costumbres, su idioma, incluso sus leyes.
-Quizá
estés equivocado. Yo no siento el peligro. La gente está tranquila. No faltan
alimentos en el zoco Las mujeres seguimos conversando y cantando mientras
cocemos el pan en el horno.
Ninguna
cuenta nada sobre la movilización militar de sus maridos.
-Todos
callan, Ghada. No podemos seguir dando la espalda a la realidad .El gobernador
nos ha vendido ya al conde cristiano. Nadie odia la guerra más que yo. Nunca será mi vocación ni es siquiera el
primer precepto de un musulmán. Jamás practiqué la guerra santa. Quien quiera
que me rodee y quiera convertirse al Islam, que lo haga porque le agrade mi
ejemplo de vida. Bueno, no quiero ser tan soberbio. Jamás dejaré de convencer a
jóvenes y viejos, paganos o no, de que nuestra religión es el faro que nos conduce
por la existencia. Pero el sid es un traidor a su pueblo, Ghada. Tiene miedo de
perder su dominio o incluso su cabeza. Mantiene informadores en la raya
fronteriza. Sabes que muchas veces me ha pedido opinión. Me convoca para hablar
de la conducción de aguas, pero quiere
saber si estaría de su parte hasta la muerte.
-¿Y
lo estás? su mujer inquiría con angustia.
-Sólo
estoy de parte de mi pueblo. Los pacíficos tenemos sentido de la dignidad y de
la vergüenza. El gobernador no puede comprarme con nada, pues no me atraen sus
lujos, ni sus promesas de un puesto importante en la administración de la
medina. Nunca estaré con los traidores,
por no mencionar lo ciega que es la incultura de los poderosos. Desconocen la
historia. Los castellanos llevan siglos arrinconándonos. Tienen tierra de sobra,
pero no les basta. Nos la van quitando a los musulmanes para ofrecérsela a sus
monarcas, y éstos se la donan en prenda.
Sólo la unidad de los musulmanes de la península podrá hacerles frente. Nuestro
gobernador no es un hombre íntegro ni un buen jefe .Ni siquiera intenta
defender Al Hamah, y yo no quiero ser esclavo de nadie. No voy a someterme como
un cordero al conde cristiano.
-Pero
tú, esposo, nosotros, somos tan poca cosa…Ghada se mordía los labios intentando
asimilar los cambios drásticos que se avecinaban como trueno mortal. Ser la
compañera del rebelde jamás saldría gratis. Las mujeres no se educaban en la
madrasa, pero ella leía todos los libros de su vivienda. Debemos pedir ayuda a
las otras medinas, e incluso al rey Yusuf, siguió. En la casucha junto al
promontorio de la primera sierra se aloja un pastor que recorre otros reinos árabes próximos. Quizá podamos
rogar auxilio a nuestros hermanos del otro lado del mar, como hemos hecho siempre los musulmanes, para defender la tierra.
-Que
seguirá siendo nuestra. Se me ocurre una idea. Mandaré a nuestros hijos al
promontorio. Dos chicos solos no sembrarán dudas. Creo que el sid me tiene
vigilado. Me observan. No deseo venderme
a los cristianos, pero tampoco que me
degüelle mi cobarde gobernador.
Hassan
apenas escuchó más conversación. Ahora, en la parada del almuerzo, en la ladera
de la sierra, ha recordado todos los términos. No es miedo lo que siente. Su
padre los salvará de todos los peligros .Es sólo que él no se considerará nunca guerrero. Tampoco comerciante. Y su familia no
tiene tierras que cultivar, ni siquiera en la lejana y escarpada campiña que
divisa emocionado, para pensar en volverse campesino. Querría ser instructor de
la madrasa, en realidad. Dedicarse a la ciencia por completo. Pero no acierta a
calibrar si la vida le dejará hacerlo. Necesita paz para aprender, estudiar y
repasar los libros sagrados y cualquier tratado sobre filosofía, matemáticas o
construcción. Y sospecha que preparar las espadas no es el camino mejor para
ello. Quizá los hombres sepan lo que hacen y Alah y el rey acaben con los
susurros siniestros en Al hamah. .Será preciso, piensa, mirando con dureza la
sierra.