Poema de Francisco Espada
con la campanada de la UNEE,
antes de las uvas y con preaviso
inocente que dormía cuarentena
esperando materialidad u olvido.
Ahora que es visible,
fehaciente y notorio,
se me despeina la memoria
hacia el soplo de la infancia,
cuando mi padre ─muy
ufano él─
me hacía declamar a sus amigos:
“la procesión se movía
con honda calma doliente…”
Y empalagaba la voz tímida
a los versos de Gabriel y Galán.
En el postre de la vida,
cuando las dulzuras alimentan más
que proteínas y carbohidratos,
mi nombre en los atrios del Olimpo,
como flor natural, cortada,
muy, pero muy cortado;
mientras el reloj, de espaldas
al bullir de los ecos de fiesta,
sigue su afónico tránsito
poniendo acento agudo
en aquello que fue llana monotonía,
normalidad y anonimato.