Relato de Javier Holmes
“No me lleves por favor, no quiero
irme”, imploraba Susana a su madre mientras ésta cargaba el maletero del
todoterreno granate con todo lo que en él pudiera caber. El resto de enseres de
la casa ya estaban embalados y a la espera de que en unos días la empresa de
mudanzas contratada se hiciera cargo del traslado a la nueva residencia, a poco
más de cuatrocientos kilómetros de la actual ciudad que vio nacer a la única
hija de Elena Durán, hacía de ello nueve años.
“Por favor mamá, déjame llamar a papá
para despedirme de él”, continuaba suplicante con sus gimoteos. En su cara
resaltaban los dos churretes que surcaban inmisericordes las lágrimas. “Más
adelante cuando hayamos tomado la autopista, paro en una gasolinera y te dejo
el teléfono móvil”, contestó seca y cortante su madre tratando de aislarse de
la pena de su hija, que era también su pena.
Unos meses antes, Elena había tomado una
decisión difícil de tomar, divorciarse de David después de once años de
matrimonio. Las palabras que profirió de manera solemne el párroco de la
iglesia donde se habían casado, hacía ya una eternidad, resultaron demoledoras:
“Hasta que la muerte os separe”, pero no iba a ser así. La vida de Elena se
había teñido de gris al lado de su esposo y esa sonrisa de la que hacía gala y que
tanto embellecía su rostro durante la adolescencia, había desaparecido.
Permanecía oculta en el baúl del olvido, donde también reposaban su ilusión y
su esperanza.
“Quiero divorciarme David, no puedo
seguir así”. Él le suplicó, le dijo que cambiaría, que no podía vivir sin ella
y toda la retahíla de las palabras vacuas que nunca faltaban en esos momentos.
Pero Elena estaba segura que se le pasaría. Firmaron un convenio regulador
pactando una pensión alimenticia para Susana, repartieron los escasos bienes que
habían acumulado durante sus años de matrimonio y fijaron un régimen de
visitas. Y así, sin más vicisitudes, transcurrieron los primeros meses desde la
separación; en calma. Una calma que cada día abrasaba más el corazón de Elena.
Su familia vivía en la que fue su ciudad natal, que aunque no estaba separada
más que por cinco horas en coche, en esos momentos a Elena se le antojaba otro
país, otro mundo. Y aún más en esos días en los que la congoja le atrapaba
desde la mañana y se empeñaba en no separarse de ella durante todo el día. La
pena por lo que pudo ser y no fue, por la vida repleta de amor e ilusión con la
que soñaba y que en nada se parecía a la que ahora tenía, le impedía avanzar.
Necesitaba a sus padres cerca y necesitaba reencontrarse con la añorada etapa
en la que fue joven, anterior a su matrimonio ya fallido.
David todos los viernes que le
correspondía, de acuerdo al régimen de visitas acordado, acudía al colegio de
Susana para recogerla. No podía evitar el desenfrenado ritmo de su corazón
cuando la veía correr hacia él con los brazos abiertos y gritando “¡Papá!”. En ese instante comenzaba el ritual que se venía sucediendo
desde la separación. Primero los deberes del colegio en casa, luego una pizza
de cuatro quesos regada con un refresco de naranja. Y con el helado, la
planificación de lo que harían durante el fin de semana en el que no faltaría
la visita a alguna tienda de ropa infantil. A David la alegría de la pequeña le
colmaba de satisfacción y aunque su lacerado corazón aún conservaba evidentes
marcas, percibía que éstas acabarían por cicatrizar. Estaba seguro de ello.
“Mamá, por favor, me dijiste que podía
llamar a papá”, seguía Susana suplicante. “En la próxima gasolinera”, le
contestó su madre conteniendo las lágrimas, quizá por la pena de su hija, quizá
por la nostalgia de la vida que dejaba atrás. Un mes antes, ya tomada la
decisión de irse a vivir cerca de sus padres, solicitó el cambio de colegio de
su hija y se había procurado una pequeña casa en alquiler, todo ello de manera
furtiva. La mejor forma de empezar una nueva vida era romper con el pasado y
aconsejada por alguna de sus mejores amigas, y por Félix, su abogado, sus
planes deberían permanecer ocultos hasta que su marcha se hiciera evidente.
“Así todo será más sencillo y David no tendrá margen de maniobra”, le dijo
Violeta, su amiga con la que compartía todas las tardes un café acompañado de
todas las confidencias que celosa había guardado durante muchos años Elena. Su
amiga ya había pasado por dos divorcios y, creyéndose experta en la materia, se
mostraba pródiga en repartir consejos y doctrina al respecto. “Cuando quiera
reaccionar, su única alternativa será asumir tu marcha. Total, son unas horas
de camino para ver a su hija, ¡que coja el coche y asunto arreglado!”, no le
faltaba desparpajo a Violeta cuando adoctrinaba en calidad de especialista a su
amiga. “Si le anticipas tu decisión a tu ex marido, éste tratará de impedirlo.
Es mejor así, créeme”.
Ese viernes David recogió a Susana
puntual, como venía haciendo en los seis meses anteriores. En la cartera aguardaban
impacientes dos entradas para el Parque de Atracciones de Madrid, era su
sorpresa. Pero no se lo diría hasta después de haber finalizado la pizza. Sería
su sorpresa a entregar junto al helado de chocolate blanco que era el preferido
de su hija. La previsión meteorológica permitía aventurar un sábado más
benévolo de lo que correspondía al mes de enero en el que se encontraban y lo
iban a aprovechar. Abrazó a su hija y de nuevo afilados recuerdos se le
clavaron como dagas. “El tiempo será tu única cura”, le había dicho Luis, el
psicólogo al que había visitado en alguna ocasión cuando el dolor no le era
soportable.
Elena había dedicado todo el fin de
semana a embalar toda la ropa de los armarios además de los pequeños enseres.
Debía dejar la casa preparada para que la siguiente semana la empresa que había
contratado hiciera la mudanza. En una caja aparte colocó todos los álbumes de
fotos familiares, no los quería. Los dejaría allí para que David los retirase y
conservara si era su deseo. Tenía que romper con el pasado que le asfixiaba y
cuantos menos recuerdos, mejor. Sobre la cama de Susana reposaba un reno de
peluche, vestido de rojo, que su padre le había traído de uno de sus viajes de
trabajo en el norte de Europa. Lo acarició y lo metió en la caja con el resto
de juguetes de la pequeña. Estaba resultando más amargo de lo que esperaba el
romper las cadenas con el pasado; sus padres se habían ofrecido a ayudarla con
el traslado, pero era algo que debía hacer en solitario. El lunes Susana
comenzaría su enseñanza en el nuevo colegio.
Había sido un fin de semana agotador. El
sábado de manera ininterrumpida no habían parado de dar vueltas en torno a las
atracciones de la zona infantil del parque. El domingo apenas les quedaron
ganas de salir y lo dedicaron a ver películas, en casa, con la complicidad de
unos cubos de palomitas de maíz que fueron sacando del microondas durante toda
la tarde. Un fin de semana inolvidable, pensaba David mientras se despedía de
su hija en el coche. La fatídica hora que tanto detestaba se había presentado
sin ser invitada, el momento de entregar a su hija a los brazos de su madre. Le
dolía, pero era lo pactado. Esperaba que el tiempo también le ayudase a sufrir
menos cada vez que llegada ese momento. Había acordado con Susana que llamaría
a su madre para pedirle permiso para pasar la tarde juntos el próximo
miércoles, si los deberes se lo permitían, y llevarla a comer una hamburguesa.
Se abrazaron y la vio correr hasta la verja de la que fue la vivienda familiar
durante once años. Antes de entrar, la niña miró a su padre y le dedicó una
sonrisa que atenuó en el corazón de David la aflicción por la separación.
El padre llegó a casa, se descalzó y se
permitió el capricho de servirse un combinado de ron, lo necesitaba. Además
debía preparar la estrategia que seguiría al día siguiente para convencer al
director financiero de su empresa de que le autorizase la inversión que necesitaba
para un nuevo proyecto. Se sentó ante su portátil, bebió un largo trago del
vaso que tenía sobre la mesa y comenzó a escribir. Dudaba que aguantase mucho
tiempo sin que el tedio y el sueño se apoderasen de él. Desde su separación, el
trabajo había cobrado una importancia muy diferente. Las largas jornadas de
trabajo y los viajes de los últimos años, sólo le habían servido para
desatender a su familia y no pensaba duplicar el error. No era esa la única
razón para justificar el fracaso de su matrimonio, pero seguro que había
ayudado.
Seguía David sumido en sus reflexiones,
que en poco le ayudaban a la tarea que se había propuesto abordar, cuando sonó
su teléfono. “¡Papá!, ¡que me llevan, por favor haz algo!” El corazón latía
desbocado en su interior. “Mamá me lleva con los abuelos, ¡no quiero irme! Dice
que me cambia de colegio y no me he despedido de mis amigas. Haz algo Papá”.
Estaba nervioso, incapaz de pensar. “Pásame a tu madre Susana”. Unos segundos,
silencio, y la llamada se cortó.
David se preparó otra copa y con ella
ahogó su pena, acababa de entrar en casa después de haber acudido a presentar
una denuncia en la comisaría de policía. Sería infructuosa le habían dicho con profesional
frialdad. Era su madre y nada le impedía hacer lo que había hecho, cualquier
medida debería venir de la mano del juez y no de la policía. Las llamadas desde
su móvil seguían sin recibir contestación. Al día siguiente contactaría con su
abogado, pero algo dentro de él le indicaba que su vida acababa de dar un
brusco giro. El siempre cruel destino le había separado de su pequeña de manera
alevosa.
Faltaban pocos kilómetros para dejar la
autopista, llevaba cinco horas al volante y estaba cansada. Susana no hacía
tanto que se había dormido. Había permanecido horas en silencio, ni una sola
palabra le había dirigido a su madre. Sacudió su cabeza espantando a sus dudas
y se secó las lágrimas. Empezaría una nueva vida en unas horas, junto a sus
padres y junto a su hija, la cual en cuestión de días conseguiría integrarse en
su nuevo colegio con nuevas amigas por hacer. Lo que acababa de suceder no
sería más que un recuerdo al que sepultar bajo la arena del reloj. Ella haría
lo mismo. Y David, en fin, no quería pensar en eso. Aunque le doliese, no era su problema.
FIN