“Hay una fuerza motriz más
poderosa que el vapor,
la electricidad y la energía
atómica: la voluntad”.
Albert Einstein
“Me moriré de viejo y no
acabaré de comprender al animal bípedo que llaman
hombre. Cada individuo es una variedad de su
especie.”
Miguel de Cervantes
Cuando nací, en aquella España
de Franco pronta a sucumbir, ya se hablaba de igualdad de oportunidades, pero
sólo referida a hombres pobres sumisos, superdotados y apolíticos. El resto del
universo, incluidas las mujeres, ni siquiera existía fuera de su cocina. Asistí
a clase en un grupo escolar, en el que las aulas de los niños estaban separadas
por una considerable distancia de las aulas de las niñas, y también donde
profesores y profesoras daban exclusivamente clase a criaturas del mismo sexo.
Durante el Bachillerato tuve
problemas para aprobar la asignatura de Hogar, que por supuesto no era materia
a estudiar por varones. Muy poco después, pedí información de nuevas
profesiones a una flamante academia.
Esta me ofreció los horarios de
las clases de secretariado. Le reclamé entonces los del curso de director
gerente. El desconcierto del comercial fue histórico cuando me preguntó si yo
era de ésas que querían la igualdad, en un tono despectivo y cruel, y yo contesté
inmisericorde:
—No, yo quiero el privilegio,
como usted.
Entonces se hablaba en esos
términos: supremacía, hegemonía, sojuzgamiento. La temida censura no toleraba
que se hablara de poder. Estudié la carrera de Farmacia con mucho entusiasmo.
Salía de excursión al campo con amigas, amigos, con amigos de mis amigas, y
empecé a fumar, que era el mejor signo de modernidad en una chica de mi
generación, hasta el punto de que ninguna ligaba si no era con la consabida
frase y fórmula:
—¿Estudias o trabajas? ¿quieres
un cigarro?
Los ojos te hacían chiribitas
oliendo la colonia de ese muchacho moreno, que pretendía bailar contigo en
aquella discoteca sofocante. Mi madre me aleccionaba sobre los chicos cada vez
que salía de casa. Cuidado con ellos. Ojo con sus roces, con sus insinuaciones,
con sus miradas. Nunca hablaba nadie de respeto. Como no fuera el que una mujer
debiera imponer a su novio para no acostarse con él. Lo llamaban de esa forma,
pero aquella represión, la distancia entre los cuerpos, no garantizaba la paz
entre las almas de los novios.
En una excursión a la sierra de
Madrid, un domingo luminoso de primavera, conocí a Ernesto. Trabajaba en una
buena compañía, era tremendamente gracioso y versátil. Me hizo tilín en el
corazón ya en el trayecto de vuelta a casa, en tren, con la oscuridad reinando
fuera de las ventanillas, y los viajeros apiñados en torno a una guitarra.
Cantábamos canciones de canta autores españoles y latinos mientras él me miraba
risueño.
He estudiado biología y me ha
sorprendido alguna teoría sobre el comportamiento de las hembras de los
mamíferos, que parece que algo puede tener que ver conmigo. En el sentido de
que desde el primer segundo en que encuentran un macho, uno que sus células
hayan aceptado como compatible, ya están atrayéndoselo para su nido. Es una
teoría tan animalista como impúdica.
Yo jamás pensé en formar mi
nido. Ni siquiera me reconocía poseer un comportamiento animal. Y además no me
convenía ningún novio en aquel momento, por mucho que a mi madre sí le pareciera
que yo ya iba teniendo una edad. Se me daban mal las citas de un día, y me
asustaba un noviazgo largo como el de mis padres. Estaba convencida de que no
me casaría nunca, y de que si alguna vez lo hacía, antes tendría que abrir mi
propia farmacia, arriesgarme a sacar un doctorado y viajar. Transitaría por el
mundo entero, especialmente por Europa y África recorriendo la huella de
antiguas civilizaciones, bañándome en cada una de sus playas, subiendo sus
cordilleras, coleccionando todas las hierbas autóctonas de cada comarca.
Verdaderamente, la botánica me
entretenía demasiado, me hacía vivir ensimismada en mi mundo de tallos
machacados, de hojas secas entre cartulinas y pócimas prohibidas. Devoré libros
antiguos, muchos con origen medieval, de cuantas bibliotecas pude obtener el
carné. Se me pasaban las horas consultando recetas o vertiendo líquidos en
probetas y matraces.
No sentía la llamada de la
naturaleza. No reparé en que el comunismo se estaba cayendo de la mitad de
Europa. No me di cuenta de que mis padres envejecían, ni de que mi país se
levantaba a tientas, despertando de un sueño de siglos, quitándose una mortaja
maloliente de miedo y atraso endémicos. O tal vez lo advertí, pero preferí
pensar que nuestra nación y yo aún teníamos tiempo de sobra para todo. No he
tenido hermanos ni hermanas, así que no cuento con experiencia sobre celos
familiares, ni sobre la agradable sensación de compartir casa y comida con
seres de mi misma sangre y edad. De cualquier manera, mi madre me enseñó a
limpiar nuestro piso a trancas y barrancas, a peinarme y a tener paciencia con
la vida, algo que me ha resultado muy útil a lo largo de los años.
Mi padre traía plantas a casa,
me preguntaba los temas de los exámenes, y me esperaba a la salida del cine,
del teatro o del baile, a los que alguna vez se me ocurría asistir.
Curiosamente, mi padre confiaba más en mi futuro profesional que mi madre. Si
alguna vez deseó tener un hijo en vez de hija, jamás pude sospecharlo. Él ha
sido autodidacta toda su vida, pero me daba lecciones sobre ciencias, sobre
trigonometría y sobre historia cada vez que consultábamos la enciclopedia en el
salón. Explicaba ardorosamente el sistema solar con manzanas, melocotones y
albaricoques en la mesa de la cocina. Planetas,
satélites y asteroides. Yo veía a las frutas orbitar y él también,
creedme. Mi padre es un catedrático que jamás fue a clase, un campesino sabio,
emigrado a la ciudad, donde trabajaba como electricista. Es un hombre humilde
donde los haya, curioso hasta decir basta, amante de la tierra y la
agricultura, inquieto por conocer las leyes de la técnica. Optimista en nuestra
civilización, estudioso.
Mi madre veía la televisión
mientras nosotros admirábamos láminas de tallos y raíces. Alguna vez nos
acompañaba ella al museo de ciencias o al zoo, más que nada por seguirnos un
poco la pista y no quedarse sola, aislada del mundo de naturaleza encorsetada.
Papá se apasionaba hablando de los descubrimientos del siglo XX, toda una
sucesión de inventos que habían reconducido a la humanidad hasta un bienestar
insospechado. El avión y el dirigible, la penicilina, la radio, el cine...
¿Cómo se puede ser tan
idealista, tan metódico, tan informado? Gracias a él yo sabía que existía el
mundo exterior, que había huelgas en el transporte, que los obreros se
encerraban en las iglesias, que el Papa había editado una nueva encíclica.
También que las naves espaciales americanas ya no tenían como objetivo
conquistar la luna, sino dar vueltas por el espacio sideral fotografiando el
cosmos. Porque yo vivía encerrada en laboratorios, con mis insectos en tarros.
Mi cabeza se esforzaba clasificando cada árbol que me encontraba en la ciudad y
en el campo. Me gustaban y me gustan los estudios sobre fauna y flora, los
experimentos químicos, pero también la magnitud del horizonte, donde la
naturaleza sorprende con tal variedad de especies como presenta, así como con
su absoluta capacidad de adaptación.
Apenas he visto la televisión
desde que ingresé en la facultad, aunque ese aparato incansable se enciende en
casa de mis padres, en cada bar, en cada hogar, y no he sabido nunca resistirme
nunca a su fascinación, ya fuera antes en blanco y negro, ya sea ahora, en
color, cuando lo contemplo por casualidad. De siempre me ha sorprendido su
publicidad estúpida y fuera del mundo racional, representando mujeres
obsesionadas con la ropa sucia, como si ése fuera el problema más urgente de su
existencia. Nuestro objetivo es sobrevivir día a día, con nuestra formación,
limitada, si observamos todas las edades, con nuestro empleo, precario siempre,
con nuestras obligaciones familiares, desbordadas hasta el límite. Nunca ha
sido mi caso, por suerte o por desgracia, pero mis amigas, mi madre, o mis
mismas compañeras se debaten en una trama pegajosa de tareas impuestas o
asumidas, que les consumen las ansias y el tiempo. Hijos, padres ancianos y
marido poco colaborador son los compañeros habituales de sus jornadas rutinarias,
alargadas artificialmente con enfermos que se quejan a media noche o con partos
que se presentan al amanecer.
He escapado de puro milagro de
todo eso o de casi todo. Me salvó la carrera de farmacia, que me atrapó con
sus pasillos, sus aulas y sus vitrinas, donde un proyecto lleva a otro, y un
compromiso te envuelve encadenándote a diez más. La universidad es ese lugar
donde una persona puede perder la noción del tiempo y del presente, buscando la
senda del conocimiento. Ella templa las ansias de poder y espolea las de saber.
Consigue hacerte olvidar por un cierto período, mientras te atrapa con sus
metas establecidas, las miserias y necesidades más comunes: amor, fortuna,
diversión.
Perdí el contacto con Ernesto
muy poco después de conocerle. Tenía puesta la mirada en los exámenes parciales
de la carrera, y en extender mi tiempo entre las clases prácticas y teóricas de
los primeros cursos. Un novio precisaba y merecía mucha dedicación. No seré yo
quien reste importancia a lo que un hombre aporta a la existencia: compañía,
bienes materiales, cariño, distinta perspectiva... pero la universidad me
deslumbraba más. Así de sencillo.
Él me había gustado de una
forma inexplicable, dado nuestro escaso contacto y nuestros mundos divergentes,
como un accidente fisiológico, como un cuadro magnífico que me había encantado
mirar, pero que no podía comprar en absoluto. De alguna forma sutil, Ernesto
representaba la nevera, el fregadero y la cuna que me ofrecían los anuncios de
la televisión, y yo no quería caer en ese pozo nunca, o quizá, al menos,
todavía. Sentía verdadero pavor de entretenerme mirando el brocal de ese mundo
paralizante de matrimonio y casa, por mucho que el agua del pozo, sólo mostrara
salidas con chicos o encuentros esporádicos con ellos en alguna conferencia,
butaca con butaca.
Viví la época de la
legalización de los anticonceptivos, después la del aborto, y finalmente el
esplendor de la fecundación in vitro, como verdaderos órdagos de la sociedad a
la ciencia. España parecía despertar de su atonía científica y se desempolvaba
las telarañas.
Apoyé las reivindicaciones
políticas de las mujeres, al menos eso. En la calle nos manifestábamos
demandando una serie de derechos, que los señores diputados tenían a bien
entrar a discutir. No era difícil desde la universidad, aunque también podía
haber optado por no dar la nota y obviar cualquier reivindicación. A los
veintidós años, en el último curso de Farmacia, conseguí una beca para estudiar
en Ámsterdam, y meses después, una segunda para prolongar el mismo proyecto de
investigación en Oxford.
Estuve mucho tiempo en el
extranjero, para horror de mi madre, que me quería tener cerca y me lo
recordaba en las cartas y en todas las llamadas telefónicas. Me perdí las bodas
de mis amigas, las noticias nacionales, y también la entrada de nuestro país en
la democracia. Inicié una marcha lenta y extraña, dulce, inexorable, increíble
vista desde fuera y desde dentro. Trabajé sin descanso, olvidando el salario
minúsculo que pagaba el decanato. Sueldo que, sin embargo no consumía por
completo. Olvidé también las horas de las comidas y de apertura y cierre de las
tiendas, lo que me hacía tragar cualquier cosa y guisar sin constancia, sólo
cuando mi cuerpo reclamaba algo caliente, distinto de un té con leche dejado enfriar.
Como mi familia sospechaba, y
para corroborar el tópico de los becarios locos y las becarias abnegadas,
limpiaba mi estrecho apartamento in extremis, aún conociendo de primera mano
cómo la falta de higiene ocasionaba duras infecciones.
Salía los sábados por la noche
con algún compañero suizo u holandés, practicando un inglés académico y mínimo,
suficiente para escapar del frío viento de las avenidas y aterrizar,
helados, en algún restaurante chino, que
tuviera piedad de nosotros.
Visité Londres varias veces, en
especial para recorrer el Science Museum, tan maravilloso, y el Británico, que
mi padre insistía que le describiera vitrina por vitrina, pero el
descubrimiento que nadie citó, el que no esperaba y me maravilló, fue la
contemplación del Támesis, meciéndose entre árboles, serpenteando verde al sol
de julio, muriendo de luz en cada meandro. Me llevaba los libros a su ribera,
por variar el marco de estudio: siempre salas cerradas. A veces allí, en la
soledad vespertina, perezosa como nunca, alguna idea interesante sobre
determinada variedad vegetal llegaba a mi mente, tal vez la que perseguía por
la mañana entre bocetos y fichas de hojas dibujadas al detalle.
Mis padres vinieron a verme dos
veces y yo fui a Madrid unas cuantas más. En cada ocasión en que me acercaba a
casa me preguntaba dónde se esconderían mis paseos de adolescente, o las
siestas interminables que debía hacer y no hice, jugando al teatro, en cambio,
durante mi niñez. Ernesto me telefoneaba como un penitente. Sabía que no
vivíamos en la misma ciudad, que los viajes y la farmacopea no tenían caminos
que compartir, y que cada vez nos separábamos más, si en alguna ocasión
estuvimos cerca. No nos tratábamos, como no fuera en una llamada, prendida por
algún duende travieso, que como las velas trucadas, se apagaba y encendía de
año en año.
En Oxford y la capital danesa
la lucha por los derechos civiles de las mujeres llevaba ya un camino
centenario e imparable, basándose, en la práctica, en la moda de una
indumentaria cómoda y en la obtención de un empleo remunerado. En teoría,
feministas francesas y norteamericanas escribían sobre el derecho al placer y
la libertad insospechada de vivir sin hombres. Demasiado intelectual y utópico.
Existió la corriente, en Europa y en España de querer ser mujer liberada, que
consistía en perseguir un engendro de sensaciones ácratas, donde se prescindía
del sujetador y de la familia, del maquillaje y del matrimonio. El amor libre
inspiraba a la gente. Después de miles de años de fidelidad y sumisión, a quien
iba a parecerle extraño un efecto rebote que destrozaba la paz interior. He
visto llorar a compañeras, a vecinas de cuarto y residencia, que no podían
soportar una sucesión de parejas semejante. No querían a ninguno, no
necesitaban a nadie, pero la soledad las quemaba, como si la mente se vengara
del cuerpo, como si el individuo pudiera escapar de las modas sociales, o lo
quisiera.
De cualquier forma, mi mundo
intelectual de bruja moderna, de universitaria a caballo entre Oxford y Madrid,
de jovencita sin prejuicios, como se decía entonces, no podía comprender la
asunción del compromiso familiar de las mujeres menos afortunadas. El reto de
las que nunca podrían liberarse de nada, de las que no tenían tiempo para
teorizar sobre las relaciones perversas entre hombres y mujeres, sino sólo
horas libres para limpiar, y horas ocupadas pasarlas en la cadena de la
fábrica, con una mascarilla en la boca.
Tiré las medias de nylon porque
se me rompían a pares y no ganaba para ir decente. Adopté el pantalón, me pasé a
la bisutería y compré un coche pequeño cuando volví a Madrid para leer el
doctorado y quedarme de forma definitiva. Noté el cambio de mentalidad en las
personas cuando me sumergí de nuevo en mi ciudad. Las chicas no tenían prisa
por tener hijos, sino por encontrar trabajo. Las aulas se llenaban de mujeres,
aunque seguía habiendo muchos más profesores que profesoras, apenas alguna
catedrática y ninguna decana o rectora. Aprendí a escuchar, a encontrar la
sabiduría de mi madre en su conversación sobre vecinas, enfermedades y asuntos
cotidianos. Ya no era mi padre el único autodidacta de la familia. Curioso cómo
cada mujer se va pareciendo a su madre a lo largo de su vida. La imita en cada
gesto y pensamiento, por muy grande que parezca el abismo de la edad.
Mi padre es mi fuente de
conocimiento, pero mi madre es mi referencia soterrada. No lo sabía, pero
descubrí que colocaba los vasos como ella, me vestía como ella y protestaba
igual. Me asemejo más cada día que pasa, y para mi tortura sé que mi madre ha resuelto
mejor que yo los quehaceres de la vida. No tiene pereza de llamar a nadie por
teléfono para felicitarle el cumpleaños, dar un pésame o interesarse por su
estado de salud. Sabe ahorrar. Sabe gastar. Comparte la existencia con mi padre
desde su primera juventud, así que ignora la soledad, la depresión o el hastío.
Nunca ha tenido una vida propia, única, particular, pero por eso tampoco la
salpica, ni de lejos, el egoísmo o la soberbia. Es valiente. Durante mucho
tiempo creí que sencillamente mi madre había tenido más suerte que yo en el
amor y en el reparto de posibilidades, pero hoy sé que no es el afortunado
azar, sino la entrega diaria a los otros lo que le garantiza esa sonrisa
satisfecha que exhibe en su vejez, como una marquesa en su castillo. Es digna
porque sabe afrontar cualquier situación y las conoce todas. Se ha amoldado a
mi padre y lejos de restarle mérito, ese gesto de disposición constante le ha
devuelto una fidelidad absoluta por parte de él, un cariño de los que hacen
época. Porque mi padre, que siempre fue moderno, por supuesto, ha sabido correr
con la historia y cambiar de estrategia.
Cuando se jubiló de
electricista, se matriculó de chico de los recados y pinche de cocina. Enseñó a
mi madre a manejar el ordenador y ella a él a barrer detrás y debajo de los
muebles. Llegan a un acuerdo para ver el mismo canal de televisión. Comen el
plato que deciden en común. Se acompañan al médico. Viven atentos entre ellos y
a mí. Al mismo tiempo me dejan vivir, con mis contradicciones y mis rutinas,
adoptadas o aprendidas. Mis padres han levantado una nación. Los dos. Con su
trabajo diario, le han dado la vuelta como a un calcetín. Han cambiado por
completo la leyenda, los tópicos y el destino español de tragedia y mal fario.
Nuestro pueblo no es el último del mapa, y a mi me consta que no es sólo por el
esfuerzo de hombres como mi padre, sino también por el sacrificio silencioso de
mujeres como mi madre. Nuestro desarrollo es el que es, porque admite la
aportación de las chicas en todos los campos. A duras penas, peleándose en la
publicidad y sufriendo por los horarios de las guarderías, pero nos admite. La
Historia nos admite.
Mi madre no paraba de decir que
se me pasaría el arroz, cuando comprobó que seguía dedicada a la microbiología
a todas horas, con ojos solo para corolas y estambres, para filminas de raíces,
para viajes hacia cualquier pueblo buscando una flor autóctona. Pero yo hacía
oídos sordos. Vivía por completo entretenida dejando fermentar mis variados
cultivos.
Sin embargo, inesperadamente,
un día al terminar una conferencia en la facultad, Ernesto se acercó a
saludarme, tras años sin vernos y meses sin saber nada el uno de la otra. De
siempre me ha impresionado el tesón de los hombres. No se dejan llevar tanto de
la desilusión ni del qué dirán como nosotras. Tienen mucha práctica en su
independencia y determinación para hacer algo. No se amilanó por mi desapego
hacia él. Lo saludé con la
campana de mi corazón tañendo sobre praderas y avenidas. Su voz me llamaba
desde el fondo de los caminos inexplicablemente, y me hizo parar el ritmo hasta
casi perder el equilibrio. Empecé a salir con él porque me gustaba más que
encerrarme en mi despacho a escribir modestas apreciaciones sobre nueva
farmacología, o sobre cualquier especie floral recogida de excursión.
Ernesto tiraba por tierra todas
mis elaboradas teorías sobre atrasadas relaciones de pareja y me hacía reír,
cosa cada vez más difícil en nuestro complicado y serio mundo. Era mi
asignatura pendiente y me dejé llevar por el paso de los días y los
acontecimientos para aprobarla. Salíamos a cenar solos y con amigos. Viajamos a
París como los enamorados pudientes.
Intimé con su familia y
comprobé que la mía respiraba por fin. Es reconfortante comportarse como la
sociedad espera de ti. Es más sencillo que andar luchando contra ella a brazo
partido. Relaja. Ernesto ya era entonces coordinador de una empresa energética.
Buscaba una compañera de vida con toda claridad.
Paseábamos por los chalés de
sus conocidos, que nos invitaban a fiestas y cumpleaños, exhibiendo a sus
preciosos críos de meses. Los niños nos conmovían a los dos. Sin duda la sangre
ya nos reclamaba hijos de forma desesperada, aunque a mi me asustaba la idea
mucho más que a él, presagiando un abandono parcial al menos de mis
investigaciones y mi trabajo a tiempo completo, si me dejaba llevar por el
instinto.
—Podemos casarnos esta
primavera—me comentó con ojos escrutadores.
Le hice caso y así entramos en
la espiral ineludible. Es reconfortante vivir acompañada, pero yo no estaba tan
preocupada entonces por aprender a cocinar, como por ganar las difíciles
oposiciones a cátedra en mi facultad. No me han gustado nunca los cuentos de
hadas y mi príncipe azul ya estaba exigiendo que le preparase la cena desde el
primer día, tras nuestro viaje de novios. Eso me despertó del sueño de la boda
y me convenció más de que la soledad era el único camino para triunfar en la
vida. El precio de la libertad y la eficiencia profesional. Sin embargo, lo
reconozco, Ernesto ha sido siempre el ser más paciente con que me he topado. Ni
siquiera sé cómo me soporta.
No he puesto tanta pasión en mi
matrimonio como en los proyectos de investigación en los que he participado. Lo
reconozco. No soy una heroína, no soy una mártir, no soy una mujer extraordinaria.
Mi día tiene veinticuatro horas y la facultad exige casi todas.
Ernesto ha sido capaz de
aceptarme y aportar más de la mitad de su tiempo a nuestra casa y a nuestra
vida en común, pero no puede o no quiere seguirme en la carrera contra reloj
que es mi vida. Se va cansando. Es el sexo fuerte, el rey de la creación, pero
lo estoy perdiendo.
Las mujeres hemos acelerado
nuestro conocimiento del mundo, pero los hombres no quieren seguir ese ritmo
frenético. Estamos desajustados. Ya no puedo seguir pidiendo una entrega
incondicional. Mi compañero no lo resiste. Pesan demasiado los prejuicios y la
tradición. Creo que le importan demasiado los comentarios de sus amigos, las
risitas de sus compañeros si dice que sale de la oficina a las seis en punto para
correr a tender la ropa. Le afecta el desprecio de su familia por no obligarme
a faltar a los congresos científicos internacionales. No tiene fuerzas para
luchar contra tanto pensamiento establecido, ni
contra lo que debe ser la vida en común. Así es que espero que cualquier
día me pida el divorcio, a pesar de lo que nos queremos y nos necesitamos, e
intuyo desesperada también que cada uno de los dos acabaremos solos,
descuidando las labores domésticas incluso mucho más que ahora.
Se marchará de casa, como casi
todos nuestros varones conocidos, y será libre para hacer lo que le dé la gana.
Aunque no era eso lo que pretendíamos. No envejeceremos en compañía, como mis
padres y los suyos, y yo no podré seguir agradeciéndole su paciencia diaria con
mis horarios y mi mal genio. No puede seguir tirando de la cuerda. Se está
cansando de luchar y de esforzarse. Yo lo comprendo. Ernesto no es un heroico
personaje de leyenda.
Puede comerse el mundo en su
empleo, pero no va a seguir tragando nuestra dura relación, en la que él tiene
que hacerse cargo del frigorífico, del control de las cuentas bancarias, de los
recados...
Se enfrenta a la guerra diaria
de los contratos cumplidos e incumplidos en su empresa de gas, pero sospecho
que va a dejar de pelearse con los platos sucios y la cantidad de frentes
abiertos que trae consigo la vida en pareja. No puedo seguir pidiendo peras al
olmo. A él no le educaron en la entrega absoluta al cónyuge ni en la limpieza
del piso como valor prioritario. Sé lo que me juego, pero apenas puedo parar mi
ritmo.
Mañana viajo de nuevo a
Holanda. Se lo he dicho esta mañana, y creo que me va a dar un ultimátum en
esta nota que me encuentro escrita en la mesa de la cocina. Yo también estoy
cansada de llorar por nosotros. Lo hago mientras conduzco y preparo las
maletas, siempre que tengo un minuto libre. Ernesto es mi única tabla de
salvación para no perder la esencia de la vida, pero pido demasiado a un
hombre.
Leo la nota con miedo y
estupor. Esto sí que es una sorpresa y un punto de inflexión. Tal vez esté
confundida con respecto a la capacidad de evolución y desarrollo de la especie
humana. La nota es grande, con buena letra, escrita en rojo por Ernesto.
Dice, con naturalidad,
simplemente: «Viajaré contigo mañana. Siempre viajaré contigo».
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