Relato de Beatriz Belinchón
Sangre rugiente,
ríos de coches.
La ciudad no
duerme.
La ciudad
oscila,
de clamores
viva,
de claxons y
gente.
Se esconde el
sol
y la ciudad no
duerme.
Duerme la
amapola
y el galán
despierta
y en las veredas
de ricas mansiones
su olor ofrece.
Pero en esta
ciudad
sólo hay
edificios
altos y de
oficio,
no hay tanta
hermandad.
Ni riqueza ni
beneficio
compran la
igualdad.
Allende en las
villas,
en la casas
solariegas,
la fresca
buganvilla
de rosas y rojos
riega
y de amarilla
la pared que
brilla.
La gente pasea
desenfadadamente
y ríe la gente,
andando a la
orilla
de un mar
benevolente.
Pasea y murmura,
de chismes
cobardes,
la cara oscura
de vidas
infames.
Famosos perduran
los más
honorables.
Hay tarde,
paseo,
y mala compaña
hipócrita.
Hay velada
exótica,
de bañador y
pareo.
Hay mucho
compadreo
y frases
anecdóticas.
Pero, en la
ciudad,
que rancio me
halla
la valla que
calla
de olor
ofrendando
la otra
buganvilla
también
asomando.
Que rujan los
coches,
y no un mar
amable,
el de los cobardes
de chismes
ansiosos.
Y yo, no
alevoso,
me rindo a la
sangre.
A la sangre de
ciudad,
al bullicio y al
gentío,
a la rutinaria
realidad,
a la normalidad,
a no decir ni
pío
contra el vecino
y sin piedad.
Sangre de
ciudad,
comprensiva y
elegante.
Anonimato
causante
de discreción.
Que, cuanto más
amplia orfandad,
más tolerancia y
aguante.
¿Que el vecino
te molesta?
Tienes dónde
escoger.
¿Qué su vida te
violenta?
Tienes en qué
ocupar.
En mar, cielo y
pareo,
o en rugidos de
ciudad.