Relato corto de Mariana Feride
A mi padre nunca, nadie, le dijo la amarga verdad sobre ese día. Pregunto por su empleado Niculichi y nadie sabía por dónde había desaparecido; le dijeron que a Balan, el fiel perro de la casa, alguien le atacó y se había llevado un palo en la cabeza, por tonto, pero Balan nunca protestó por ser tratado como un tonto cuando había sido realmente un héroe. La siguiente primavera yo empecé el colegio pero nunca pude olvidar lo sucedido ese verano.
En aquellos tiempos, los hombres eran ríos límpidos y tranquilos y yo, viento y tormenta creando remolinos con hondas raíces. Mi padre me llamaba desde los campos regañándome, pero casi siempre me defendían los maizales, besándome la frente y cubriéndome con sus perfumes.
Uno de aquellos días, dejaba el sol su larga corona sobre los campos, en una mañana fría e inquieta; todo se hizo púrpura y el campo se abría como un rey en plena juventud. El redil estaba situado en la otra parte del arroyo, a unos cuantos kilómetros. Llegar allí, para mi cuerpo suave y débil, con casi seis años, suponía un esfuerzo grande. Entre mis manos casi siempre bailaba un palo gordo con dibujos tallados por mi abuelo y, al lado, andando a mí paso, ágil y siempre contento, Balan, mi perro, un pastor rumano de los antiguos.
Dejando a mi derecha los trigales, todavía verdes, avanzaba hacia el siguiente redil mirando los horizontes. Tengo que llegar antes de que regresen los trabajadores, pensaba, y aceleraba mi marcha un paso tras otro. Hube de hacer un pequeño recorrido para evitar encontrarme con los perros guardianes que no nos reconocen y podían atacarnos.
Ya hemos pasado el peligro y el redil se sitúa detrás de nosotros. Balan se acerca ofreciéndome su fuerte espalda llena de rizos blancos como la nieve, para que me apoye en ella. Entre los maizales había huecos que mi padre dejaba para arrojar semillas de sandía; vienen fenomenal unas sandias en los veranos secos y ásperos, para refrescarse. Queda tiempo para localizar algunas y asegurar el postre para los trabajadores. Buscamos el sitio que me enseñó mi padre y, Balan y yo nos adentramos más, entre el denso verde.
Poco tiempo después, apareció delante de nosotros, Niculichi, un hombre que trabajaba para mi padre y mirándome con unos ojos miel turbio, me pregunta qué a dónde voy si la senda está al otro lado.
¡Jaaa!, te has perdido, no pasa nada, por eso estoy yo aquí. Para rescatarte nena y ponerte boca arriba con mucho, mucho arte y terminó de hablar con una risa convulsiva, en su boca hecha armónica. Se plantó delante de mí, casi llevándose todo mo aire en sus pulmones y me pidió que cerrase los ojos y abriera la boca.
Lo hice temblando, creyendo que era un juego; luego, una voz de otro mundo ordenó: ¡Saca la lengua! ¡sácala más! Una serpiente amarga y fuerte penetro mi boca asustándome de muerte.
Empecé a gritar mientras el lobo ordenaba ¡Quítate las bragas!, ¡ahora!, ¡rápido! Si no lo haces, te meteré mi cuchillo y aquí te quedarás pudriéndote.
Me quedé como las piedras de las altas montañas y un grito desesperado salió de mi garganta.
Balan volaba encima de ese lobo desequilibrándole con sus patas, pero el monstruo se deshizo de él, cogió el palo y pegó al perro en la cabeza con todas sus fuerzas. Un grito agudo cortó los cielos y Balan aterrizó como un trapo entre las hierbas.
Fueron segundos eternos los que pasamos él y yo mirándonos en un silencio de hielo. Vi mi muerte en sus ojos e intuí mi total destrucción.
Me cogió en sus brazos, y sus dedos frotaron mi vientre con violencia, buscando alimento para su locura. Segundos terribles, alucinantes e interminables. Luego hubo un bendito momento en el que el monstruo aflojó las caderas y cayó igual que antes mi perro, perplejo y casi sin vida.
Detrás de él estaba otro hombre con un palo ardiendo todavía entre las manos; escupió fuerte sobre aquel montón de carne que rodeaba sus pies y dijo sólo una palabra ¡Animal! Era el pastor que cuidaba las ovejas de mi padre y ahora, como algo natural, cuidaba a su hija. Cogió a Balan en sus brazos y pronunció la segunda palabra:¡Ven!
Hasta el invierno, oí otras pocas palabras de su boca y, hasta que se murió, fue el mejor amigo de mi vida. Juntos, recorrimos las alquerías, con las ovejas delante, sin hablar. De vez en cuando, nos quedamos callados, escuchando las grullas pasando entre las nubes, por encima de las fronteras.
Este suceso terrible, que recuerdo con todo detalle, se llevó consigo mi inocencia para siempre, La convalecencia de mi perro fue muy larga pero un día se puso de pie y comenzó su trabajo, siempre al lado del buen pastor y siempre mirándome con esa mirada fiel con que solo los perros saben mirar.
A mi padre nunca, nadie le dijo la amarga verdad sobre ese día. Le dijeron que al perro Balan alguien le ataco y se llevó un palo en la cabeza por tonto, no por héroe. Pregunto por Niculichi y nadie supo decirle por qué ni por dónde había desaparecido.
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