Prosa poética dedicada a Antonio Machado y su amada
¡Oh, tú, la más dulce de las criaturas, tras los visillos tu sonrisa de lirio me huele a luna llena, esa luna que zimbrea en el reflejo del Duero. Tan latente, tan verdad, tan fiel, tan buena.
Tu voz de azahar se enreda en mi gallardía, quince años bastaron en tu inocente mirada, para arrojar por la alfombra de la alameda —aquella tarde de estaciones— los caballos de mi noche interior, espuma perpetua que corría mi ser, cada vez que clavabas tus ojos negros sobre mí, audaz y soñador no imaginé que incendiases con tu saliva mi alma.
No tenías rivales, ni sombras, ni espadas, me vencían los laureles de tu negro pelo, aún me sobrecojo. Sangre inocente que devora mis mieses.
Remembranzas; paseos en la tarde bajo las zarzas maduras, te hacía collares rojos y negros con las moras, que ensartaba una a una en un junco, dulcísimas todas, de tu boca a mi boca, vertiendo en mí tu deseo con la frescura de la aurora de junio. ¡Qué suerte la mía!
Como amo el recuerdo de ese olor a pan recién hecho, así me seducía tu cuerpo temprano. Más allá de ríos y caminos, cada flor era un gramo de tesoro a tu lado. No necesitaba ni un verbo que llevarme a la boca. Todo era música en mi oído.
Y aquella mañana, mi ventana abría los ojos a la cuesta del Mirón, los ruiseñores cantaban esperando tu risa, pero solo el silencio acudía a mi llamada. Me he convertido en un vigía confuso que no sabe si su mente —bañada ya, con las primeras nieves de la edad—, desespera por la ausencia, en acecho constante, pensativo, silencioso, desesperado, inundado de melancolía, no dejo de nombrarte.
Me afligen los campos y el insomne murmullo de tu nombre en mi lengua, ni el perpetuo recuerdo de la prosa de Azorín logra distraer mi alma; Leonor, oh! mi Leonor.
Esta falta de amor me conduce como una sombra por las tierras de Castilla, ligero, etéreo, casi invisible. ¿Quién soy sin ti? La Soria solitaria impregnada de tus gráciles perfumes, me asfixia. Las encinas —tan solitarias como yo— extienden sus brazos para atraparme. No encuentro a la esperanza entre sus ramas, y la he buscado amor, la he buscado para allanar el camino de vuelta a mi morada.
La plata dormida en la trinchera me hacía perder todas las batallas en tus virginales labios, mi casa, tu lugar de juegos favoritos, rincones negros poblados de penumbra dónde jugar al escondite, hoy son luto para mi desolado corazón, preludio de mi muerte en vida.
Ocho días bastaron para dar rienda a mi locura, desterrarme a cualquier parte, te fuiste… grité amargamente camino a Baeza…
Un blanco ataúd clavado en mi alma y el jazmín azul perdió todas las flores, en cada esquina me asaltaba un racimo de crisantemos. La tierra que te abraza me quema los pies y el alma. Tu cabellera de noche se ha convertido en la sombra de mi dolor… fantasmas de un corazón, antaño luminoso. ¡Perdóname, amada mía!
La vida decidió robar nuestro futuro y todas las promesas de un amor inmortal se volvieron un mañana oscuro, una aurora apagada, un silencio de pozo. Sigo siendo aquel amante que cela en el pecho tu amor al viento. De pronto, todas las odas que poblaron mi corazón se han tornado elegías de lágrimas, que abrasan mi alma. Y sigo siendo, a pesar de los años, solamente Antonio Machado, tu Antonio, tu esposo.
Marijose Muñoz Rubio, miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.