Aquel día de enero la vida se descolgaba. No era capaz de salir del sueño que me atrapó. Las piernas apenas sostenían un cuerpo que se presentó más frágil que el día anterior. Los planes de futuro se disolvieron en la mente de forma inmediata y pensar en el día siguiente suponía un esfuerzo tremendo. La incertidumbre se coló de lleno en la conciencia. No hubo tregua para decidir, ni elección para descansar. Su crueldad me había arrebatado un pedazo de la carne y lo primero era averiguar la extensión y la gravedad.
No comprendía qué estaba ocurriendo ¿Por qué la vida se apresuraba en querer alcanzar a la muerte sin mi permiso? Pasaron las horas entre una red tejida de nubes de lluvia.
Quería gritar con todas mis fuerzas: ¡No es justo! ¡A mí no! Pero las cuerdas vocales solo emitían sollozos amargos de impotencia.
En la noche se turnaban la vigilia enajenada de imágenes premonitorias y el sueño abstraído de complejas formas para no dejarme sola entre las sábanas frías, de un año que comenzaba con un invierno demasiado largo.
Se sucedieron días repletos de miradas duras; de sonrisas quebradas por el lamento; de pruebas cuyo nombre no había oído nunca. Se agolparon preguntas, preguntas y más preguntas para intentar aclarar a la mente la certeza del diagnóstico.
La cirugía eliminó la carne herida sin demasiada extensión, pero se llevó catorce ganglios axilares que dejaron inmovilizado el brazo derecho. El sentimiento de quedar inútil me agarró con fuerza a la cama del hospital. Atrapada entre los pensamientos oscuros derramé lágrimas de inseguridad ante la posibilidad de no recuperar la movilidad y la fuerza del brazo. Con la ayuda de profesionales le enseñé de nuevo el camino; paso a paso, sin prisa, pero con tesón. Le dediqué todos los mimos posibles y le canté las nanas de descanso. Él me lo agradeció avanzando en el itinerario que le proponía.
Y llegó el veneno. Meses de veneno consentido filtrándose por las venas y corriendo por todos los canales del cuerpo. Circulaba a su antojo dejando secuelas dolorosas. Resultaba necesario sobrevivir al conjunto de líquidos que se filtraban en las células para evitar que el cáncer volviera a ocupar una parte del cuerpo. La defensa quedó dañada y los músculos y huesos se fueron deteriorando. El pelo largo y rizado quedó esparcido en el suelo de una peluquería, junto al ánimo. Mi cabeza permaneció desnuda al amparo de la intemperie durante meses. Una calva perfecta que retraté y archivé en un álbum. Las uñas también quisieron huir de las manos. No las dejé escapar, aunque su insistencia en hacerlo las tornara frágiles y quebradizas provocando punzadas de dolor persistente. El cuerpo cansado sumaba peso a cada ciclo y se arrastraba, día a día, mientras perdía el tono que lo había caracterizado. La mente agotada buscaba resquicios de luz.
El espejo no reconocía mi imagen hinchada, ni el rostro sin la expresión de las cejas, a pesar del maquillaje. Decidí guardarla en un rincón de la memoria para no perderla y así poder regresar a ella tras conseguir llegar al final del proceso.
En un papel derramé los lamentos que me desbordaban y solicité el auxilio con lágrimas de tinta azul. Doblé las esquinas y construí un avión ligero para elevarme en él por encima de mi imagen. Inicié el vuelo entre las nubes tormentosa que lo pusieron boca abajo y entre los relámpagos de lluvia que rozaron su armadura. Aguanté los envites crueles hasta que la tormenta se apagó y solo quedaron gotas que apenas traspasaban la piel tras ocho ciclos de arrastrar cuerpo y alma.
Los puntos tatuados guiaron la máquina de rayos para eliminar cualquier posibilidad de suciedad escondida. También quemaron la piel y los músculos en las treinta sesiones que me aplicaron en el interior de una habitación fría y metálica.
Ella me ayudó, la fuerza que reposaba en la estancia interior. Asomó la cabeza y acudió a la llamada. Se sentó a dialogar conmigo y me cogió de la mano. Me sostuvo en las ocasiones en que tropezaba y caía en el fangal. Susurraba al oído y si no le hacía caso aumentaba el tono hasta que los chillidos me hacían reaccionar. Entonces elevaba un pie, lo sacudía del barro y daba un paso manteniendo el equilibrio hasta conseguir desprender el barro del otro. Me daba una ducha templada de estima y seguía el camino.
Fui recobrando el aliento robado con la lentitud del que abraza la paciencia para respirar aire nuevo. Los días se tornaron algo más ágiles al ir eliminando del cuerpo los deshechos que no le correspondía retener. Me alentaron los brazos abiertos y las manos unidas me cobijaron. Las sonrisas guiaron la mía hasta que se volvió de carmín rojo.
Poco a poco, comenzó a salir el sol. Mi avión aterrizó en una tierra nueva, limpia de hierbas malignas. Rescaté la imagen del espejo, pero antes de llevarla conmigo, me desprendí de lo inservible y pesado que la arañaba. La vestí con una luz renacida y la coloqué en un lugar privilegiado. Junto a mi alma.
Val Marchante es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.