Aventura en Navidad

 

Lola Gutiérrez

Recuerdo mi primera aventura navideña con la abuela. Yo era solo un niño y había atravesado la ciudad con mi bicicleta el día que mi hermano mayor dejó caer la bomba: «No hay Reyes Magos» se burló de mí. « ¡Incluso los maniquíes de los escaparates lo saben!»

Huí hacia la casa de la abuela porque sabía que ella sería sincera conmigo; siempre decía la verdad. Y esa verdad siempre era más llevadera y dulce si la tratábamos con uno de sus mantecados de azúcar mundialmente famosos. Mi madre también lo aseguraba, tenía que ser cierto. Afortunadamente estaba en casa, sus mantecados de azúcar recién horneados estaban demasiado calientes, me alzó con amor sobre la mesa de la cocina. Entre bocado y bocado le conté todo:

 — ¿Qué los Reyes magos no existen? —resopló la abuela—. Eso es ridículo. Ese estúpido rumor lleva circulando años en este pueblo. Ponte el abrigo y vámonos —ordenó.

— ¿A dónde, abuela? —pregunté.

Martos resultó ser la tienda elegida, la única del pueblo que tenía un poco de casi todo. Lo mismo comprabas una cesta de fruta, pan, unos zapatos, una manguera o un tornillo. Mientras caminábamos hacía su entrada, la abuela me entregó dos billetes de 100 pesetas.

—Toma este dinero —dijo—. Compra algo para alguien que lo necesite. Te esperaré en el coche.

Luego se dio la vuelta y salió del establecimiento.

Yo tenía nueve años. A menudo había ido de compras con mi madre, pero nunca había comprado nada por mi cuenta.

La tienda me parecía grande y llena de gente, personas luchando para terminar sus compras navideñas. Por un momento me quedé confundido, agarrando esos billetes sin saber qué hacer, preguntándome qué comprar y para quién. Pensé en todos los que conocía: mi familia, mis amigos, mis vecinos, los niños de la escuela. De repente pensé en Teban. Su verdadero nombre era Esteban Cegarra, un niño tímido y de cabello desordenado. Siempre se sentaba detrás de mí en la clase de don Juan Almansa. Ese niño no tenía un abrigo; lo sabía porque nunca salía al recreo durante el invierno. Su madre siempre escribía una nota, diciéndole al maestro que tenía tos para excusarlo del patio. Pero todos sabíamos que el tímido de la clase no tenía tos; estaba falto de ropa.

 Apreté los billetes en mi mano con creciente emoción. ¡Le compraría un abrigo a Teban!

Me probé una trenca de pana azul que tenía una capucha. Éramos similares en peso y estatura. La prenda parecía cálida. Estoy seguro que le gustaría.

— ¿Esto es un regalo para alguien especial? —me preguntó amablemente la señora que estaba detrás del mostrador.

Deposité los billetes en su mano.

—Sí, señora —respondí—. Es para mi amigo Teban.

Nada más decirlo, me dio un vuelco el estómago. Nunca le había prestado verdadera atención, no sabía qué le gustaba. Nunca le había invitado a jugar. Era el clásico blanco de burlas, el niño más visible, y a su vez el más invisible del colegio.

La señora me sonrió, metió el abrigo en una bolsa y me deseó una Feliz Navidad. Fuera de la tienda, ni la abuela me preguntó ni yo le conté. No hablamos durante el trayecto de regreso. Fue un momento muy cálido y apacible, muy nuestro. Siempre he pensado que los abuelos deberían ser eternos, hoy más que nunca.

La abuela me ayudó a envolver el regalo con papel y cintas muy vistosas. Se desprendió del abrigo una pequeña etiqueta, que ella metió en su libro favorito a toda prisa. También escribió una nota: «A Teban, de Melchor, Gaspar y Baltasar. No sigas pasando frío»

La abuela me aseguró que los pajes de los reyes magos siempre insistían en el secreto. A partir de ese momento, ya era uno de los miembros del club de pajes reales.  Caminamos felices hasta la casa de Teban. Nos escondimos detrás de unos arbustos del jardín para no ser vistos.

De repente, la abuela me dio un codazo.

—Ponte en marcha —susurró.

Respiré hondo, corrí hacia la casa, dejé el regalo con cuidado sobre el felpudo, golpeé la puerta y volé a la seguridad de los arbustos y de la abuela. Juntos esperamos sin aliento en la oscuridad a que alguien acudiera a la llamada. Finalmente se abrió la puerta, y allí estaba Teban, contemplando el paquete con los ojos enormes por la sorpresa.

Cincuenta años no han atenuado la emoción de esos momentos pasados. Recuerdo esa víspera de reyes con especial cariño, escondido entre los arbustos de Esteban Cegarra. La gran lección que recibí ese día. Guardo con todo el amor del mundo el libro favorito de mi abuela. Aún conservo entre sus hojas, la etiqueta  de aquél  abrigo que costó 200 pesetas.

Lola Gutiérrez es miembro de honor de la Unión Nacional de Escritores de España.