¡Baila, Martín, baila!

 

Jorge Moya Olcina

A Martín, como le suele pasar a todo niño de su edad, le encanta la música. Y bailar. Su hermana Ester bien que lo sabe. Porque lo ha visto contonear graciosamente todo el cuerpo en perfecto compás, como si no hubiera un mañana, cuando ella ensaya en casa con la guitarra acústica. Pero lo que no tiene desperdicio es la cara de alucine de Martín cuando Ester, a la que acompaña de vez en cuando al garaje de su amiga Rosa, le da por rasguear la cuerdas de la eléctrica. Ester y Rosa han formado un grupo musical junto a otras dos amigas más del barrio, Alba y María, y con el vecino del segundo izquierda, el guasón de Carrillo, con el que Ester se ríe a carcajadas.

Martín admira a su hermana, y cuando sea mayor le gustaría parecerse a ella. En cuanto a lo que la música se refiere, claro está. Porque Ester toca de maravilla la guitarra; sin embargo, en su segundo curso de bachiller, al que ha llegado con sobresalientes y matrículas de honor, ya sueña con ser cirujana. Y Martín, que cursa sexto de primaria, tiene claro desde el verano pasado que lo suyo es el aire. O sea, surcar el cielo. En un avión o “a pelo”, como él dice. Le daría igual. El caso es volar.

La cosa le viene porque en una ocasión que viajó en bus con sus padres desde Lorca a Murcia —el coche familiar se encontraba en el taller—, quedó prendado al contemplar, en la lejanía de las alturas, las siluetas de un grupo de paracaidistas, descendiendo lentamente como plumas. En calma total. Y otro día, a pesar de estar construyendo distraídamente con sus primos castillos de arena en la orilla del mar en una playa de Águilas, su padre le tocó el hombro para que se percatara de cómo surcaba el firmamento aquella perfecta formación plateada de aviones con llamativos trazos rojos. Sería su hermana, que también estaba allí, la que le diría utilizando las manos, en el lenguaje con el que ambos se comunicaban, que a esa armonía de siete alucinantes pájaros de acero la llamaban “La patrulla Águila”.

Sin embargo, en aquel preciso instante, sobre la ilusión de Martín de soñar con ser piloto músico o músico paracaidista, qué más daba, se posó cierta nube gris al pensar que quizá, cuando fuera mayor, en la academia militar también se reirían disimuladamente de él si alguna vez utilizaba la lengua de signos para hablar con su hermana.

Como lo ocurrido una tarde con unos niños en un parque, cuando se lo llevó Ester a tocar la guitarra sentados en un banco, al aire libre. Recuerda que fue entonces su hermana la que acudió para separarlo de aquellos tres zagales contra los que se lanzó sin pensárselo dos veces, esgrimiendo los puños a diestra y siniestra. Y es que Martín los había sorprendido, hasta en tres ocasiones, cuchicheando, entre risitas, mientras imitaban exagerada y torpemente los gestos que empleaban Ester y él para decirse sus cosas en silencio. ¿Qué derecho tenían aquellos tontos de burlarse, si se encontraba disfrutando tranquilamente de cómo su hermana acariciaba las cuerdas de la nueva guitarra española que los padres le habían regalado a ella por su cumpleaños? Fue al acabar la melodía del Concierto de Aranjuez cuando Ester le preguntó en el lenguaje de signos si le había gustado. Y es que Martín había aprendido a sentir la música de otra manera que el resto de las personas “normales”. Fue Ester, cómo no, quien le enseñó, siendo él bien pequeñito, a posar la mano sobre el cuerpo de la guitarra y dejarse llevar, con los ojos cerrados, por aquellas vibraciones que le mecían el alma en unas ocasiones, o le incitaban, en otras, a ponerse en pie y pegar saltos meneando la cadera, con el otro puño en alto, sin separarse de las curvas de madera de aquel instrumento que, según le apetecía a Ester, transmitía ondas endiabladas o maravillosamente angelicales. En una de esas se dio cuenta de que aquellos tres mozalbetes, algo mayores que él, volvían a mofarse. Su paciencia llegó al límite. Y pasó lo que pasó. Que llevó las de perder. Uno contra tres. El resultado, un ojo morado y un corte en el labio, hasta que su hermana lo liberó de aquella melé, poniendo a los tres graciosillos pies en polvorosa. Porque su hermana, la futura cirujana y música extraordinaria, era de armas tomar si veía que alguien se metía con su hermano pequeño, y más si éste entraba al trapo. Porque, como ella le dijo en más de una ocasión, «nunca vale la pena prestar la más mínima atención a los miserables».

Su hermana Ester le enseñó a sentir la música de otra manera. Especial. Feliz. Y la música ayudaba a Martín a disipar dudas, a enfrentar las contrariedades con ánimo renovado.

Regresaron al banco, donde dos minutos antes eran los hermanos más felices del mundo, a recoger la guitarra del suelo. A pesar de sus doce años, Martín se dejó coger de la cálida mano de su hermana hasta llegar al portal de su casa. Coincidió en ese momento que el divertido de Carrillo, el vecino del segundo izquierda, salía a la calle. Su cara fue de auténtica sorpresa al ver el estado lamentable de la de Martín; pero, después de preguntarle a Ester qué había pasado, atusó el pelo del chaval, dedicándole una cariñosa sonrisa. Para animar la cosa —ya se sabe que el que canta su mal espanta—, les dijo que el grupo había quedado a las siete donde siempre, en el garaje de Rosa, en su casa de las afueras de la ciudad, ese refugio particular en el que podían crear todo el buen sonido del mundo con sus instrumentos, sin molestar a los vecinos. Por la hora que era, les propuso ir en su coche —Carrillo ya había cumplido los dieciocho y tenía carnet—, en lugar de que ellos dos cogieran el autobús urbano. Martín se sorprendió de estar incluido en la ecuación de la quedada, porque no se le escapaba que el amable vecino y amigo del segundo estaba colado por su hermana. Le brillaban los ojillos cuando la veía. Y a Martín le gustaba la idea. Se sorprendió también porque, aunque había sido uno más en los últimos ensayos, su única aportación era bailar aferrado a los altavoces. Agradeció que les hubiera dicho todo eso empleando la lengua de signos, que el vecino se había esforzado por aprender. Era un gran muchacho este Carrillo.

Ester le preguntó si podía esperarlos el tiempo de subir a casa y curarle las heridas a Martín. Por suerte, a esa hora sus padres se encontraban trabajando y ya pensaría ella cómo endulzarles a la noche lo de la pelea del hermano.

En su recuerdo de aquella tarde, ya en el local de ensayo, Martín se sienta en su taburete de siempre para observar embelesado cómo aquella banda de gente joven y querida por él afina sus instrumentos: Carrillo da leves toques con los palillos a los tambores y platos de la batería; Alba se prepara tanteando el teclado eléctrico; y María los trastes del bajo; Rosa, la vocalista, tararea frente al micrófono las notas de una canción, intercalándolas con los imprescindibles «sí, sí, no, no, sí». Muy pronto, todo ese aparente desorden de ondas, se encauzará magistralmente hasta conformar una obra sublime. Pero Martín, a quien dedica realmente casi toda su atención es a su hermana Ester, concentrada en la guitarra eléctrica. Piensa una vez más que cuando sea tan mayor —a su edad, cinco años de diferencia le parecen una eternidad—, querrá tocar tan bien como ella. Y tener toda su fuerza de voluntad. Le viene a la mente cómo su hermana, que tenía entonces la misma edad que él en ese momento, contrajo aquella infección de oídos que con el tiempo se complicó, hasta sumirla en una sordera crónica. Para siempre. Recuerda cómo el drama silencioso se cernió sobre la familia y cómo fue la propia Ester, su hermana, su heroína, la que decidió, después de pasar unos meses muy difíciles, no abandonar sus estudios del Conservatorio para —con la inmensa ayuda y apoyo de sus padres, que siempre se han desvivido por ellos, que se informaron, estudiaron y buscaron los medios para su niña— poder expresarse, además de con el movimiento vertiginoso de sus manos transformándose en palabras, con ese otro lenguaje universal que no entiende de idiomas ni de fronteras: la música.

Martín se prepara colocando la palma de su mano sobre el altavoz, como le enseñó su hermana cuando ella tuvo que comenzar de nuevo a aprender la música de otra manera. Él puede percibir nítidamente por sus oídos las voces y los sonidos que surcan el aire, pero le embriaga sentir, sacudiéndole por dentro, el estremecimiento generado por ese grupo de amigos artistas.

Y ahora sí. Cesa el maremágnum preparatorio. Todos observan sus instrumentos, a la par que se lanzan miradas furtivas y cómplices. Se produce un momento de silencio, apenas unos segundos… Carrillo golpea tres veces, una contra otra, las baquetas y… ¡Comienza la magia!

Martín cierra los ojos. Ya no se acuerda de lo que ha pasado esa tarde en el parque. Se siente exultante. Y más aún cuando al poco escucha a Ester gritarle, desde lo más profundo del alma, con esa voz tan suya y especial, a su manera, por encima del rock magnético y vibrante de cuerda y percusión: «¡Baila, Martín, baila!».

Jorge Moya Olcina es delegado en Alicante de la Unión Nacional de Escritores de España.