Manuel Fernando Estévez Goytre
La primera mañana de enero fue fría y perezosa. De no ser por el tímido resplandor que coronaba la sierra se diría que el sol se había olvidado de salir tras la celebración de la última noche del año. La tapia del cementerio, como todos los días a esa hora, esperaba con resignación la llegada de un nuevo camión.
Aquel día me había tocado a mí. Otra ironía más del destino, porque esperaba la visita de mi mujer la tarde siguiente. Sin embargo, después de ocho despertares en aquella oscura celda parecía haber llegado mi mala hora, esa que me arrancaría de esta vida para transportarme a otra aún más incierta. La noche anterior, más tarde que temprano, me había echado al suelo helado, cubriéndome con la vieja manta que me había facilitado mi madre horas después de mi detención. Aunque estaba convencido de que llegaría de un momento a otro, aún no conocía la fecha exacta de la "buena nueva" que 1937 traería bajo el brazo.
El suboficial de guardia se apeó del camión y gritó:
-¡Bajad, malditos! –y nos colocó a empujones de espaldas a la tapia.
El pelotón, diez fusileros voluntarios adiestrados en una de las múltiples patrullas que por esos días operaban en los montes de Granada, se apostó a cinco metros de nuestros cuerpos, porque no éramos más que eso, cuerpos a punto de finiquitar su paso por este valle de lágrimas.
-¡Carguen! –gritó el sargento, y el latido de los corazones de los camaradas que tenía a izquierda y derecha se unió al mío sin contemplaciones.
«¡Dios mío, ¿por qué me has abandonado? –me escuché a mí mismo en un susurro afónico y entrecortado que apenas consiguió escapar de mi garganta. Pero Dios no respondió. Me dejó solo y abatido en el peor momento de mi vida-. Quiero despedirme de mi esposa, solo te pido un amanecer más».
Alcé la vista al cielo y observé, si es que algo podía observar en ese instante de ausencia vital, cómo el nubarrón que escondía la ciudad de la luz solar empezaba a batirse en retirada. El Mulhacén, por fin, se había decidido a abrir sus puertas al sol, que resplandecía tras el manto blanco del rey de las alturas. Escuché los primeros gorjeos y el rumor del arroyo que minutos atrás parecía haber sido absorbido por el silencio de la noche, pero me sentí muy desgraciado cuando pensé que ninguna de las delicias que me brindaba la naturaleza podría detener la siguiente voz del suboficial, que ya asomaba por sus labios de ave rapaz.
-¡Apunten! –volvió a gritar, tejiendo una tela de araña rojiza sobre el velo de sus ojos.
Los latidos de los cuatro restantes condenados se unieron a los nuestros, que previamente habían unido fuerzas para luchar contra el enemigo común. Noté cómo mi aliento iba perdiendo vigor, me asfixiaba, y todo parecía dar vueltas a mi alrededor.
Sin mover un sólo músculo, mi vista buscó la figura omnipotente del sargento, que mostraba cada vez un rostro más anguloso y un cuerpo más tenso. El suboficial cerró los ojos y gritó:
-¡Fuego!
Tras el estruendo de los disparos sentí un aguijón clavarse en mi pecho y un espasmo que me devolvió a la oscuridad de mi celda. Pese a la baja temperatura me sorprendí empapado en sudor.
Pero vería un nuevo amanecer…
Alicante, diciembre de 2017
Manuel Fernando Estévez Goytre es vocal
honorario de la Unión Nacional de Escritores de España.