Iniciamos el recorrido río abajo, abordo de un barco de pasajeros: Buda a estribor; Pest a babor. Danubio, fuente de inspiración de muchos artistas, dulcemente evocado como «azul» entre nostálgicas músicas de vals; sin embargo, tiñe sus aguas de tonos ocres y marrones. Ironías de adjetivos; nace y muere en lugares de lúgubre nombre: en la Selva Negra alemana tiene la partida, y en el Mar Negro la llegada.
El Danubio baña riberas de diez estados; es frontera y unión, obstáculo insalvable o medio de comunicación —con cerca de 2000 kilómetros navegables—. Su corriente acuosa ha sido escenario de cruentas luchas y de amores eternos, de vida y muerte. Los colores dependen de los corazones de quienes las miran. Dicen que sus aguas solo son azules para los enamorados… ¿Quién se atreve a negarlo?
Anoto datos, dejo correr la imaginación: profundidad media en Budapest de cuatro metros; anchura entre 300 y 500. Cuando las lluvias se desatan sin mesura, el nivel sube descontrolado. Los kilómetros de inundaciones son impredecibles en la ciudad, en la gran llanura húngara y en todas las tierras ribereñas.
Ceñida a babor; iniciamos el regreso. El grupo de excursionistas españoles se congrega en popa; saltan los flases, inmortalizando el encuentro. Nuestro barco remonta ya las aguas buscando refugio en el mismo embarcadero desde el que soltó amarras, frente a la Isla Margarita. Es buen momento para recordar, dejando volar los pensamientos.
El pasaje viene tranquilo, en silencio, sentado en su gran mayoría. Erguido y mirando a través de la popa, observo la estela que se dibuja en las aguas y los edificios que se asoman a las orillas del río. Todo queda grabado en la retina de los ojos y en el archivo del corazón, más que en la tarjeta de la cámara digital o del móvil, que todo lo guarda y casi nunca se encuentra.
Nos cruzamos con barcazas de transporte y con pequeñas naves que van y vienen por esta autopista acuosa. Ahora se ve a babor el Palacio Real, la Iglesia de San Matías y el Bastión de los Pescadores. A estribor aparece la cúpula de la Basílica de San Esteban y el gran Parlamento, muestra del esplendor ―y la vanidad― de la monarquía austrohúngara.
Suaves olas mecen nuestro barco de recreo, que a su vez deja huella y produce otras ondulaciones, cada vez más pequeñas en la distancia. De nuevo Paula, la joven vallisoletana, se ha desmarcado del conjunto hispano. Sentada en escorzo sobre la borda, su mirada se pierde primero en la ciudad, después en el río, extendiendo la mano para alcanzar las salpicaduras del agua. Su hermana mayor y la madre no reparan en la ausencia. En cambio dos hombres la seguimos con la mirada.
Los rayos del sol se cuelan entre los largos cabellos de su melena morena, caída a un lado, realzando los rasgos faciales de la chica, ahora convertida en ninfa. Envuelta en sus pensamientos, contempla serena, nostálgica, las suaves olas: busca su dios Neptuno de agua dulce. El padre sonríe; nos miramos y ambos, discretamente, disparamos nuestras cámaras. Está bellísima. Las salpicaduras le han devuelto la serenidad y el amor. Nos descubre y sonríe complacida, admitiendo que de nuevo está feliz. Se levanta, camina hacia su padre y lo abraza con ternura. Ahora sí; madre y hermana han visto la escena y separan sus posaderas haciendo un hueco en el banco de popa. Paula advierte el gesto, marcha con decisión hacia ellas y se acomoda en medio, fundiéndose las tres en un largo abrazo. Es la imagen del viaje, el embrujo de Budapest, el efecto del “Danubio azul”.
Manuel Fuentes González es vocal honorario de la Unión Nacional de Escritores de España.