Cajón de tinta

 

Manuel Fernando Estévez Goytre

Andrés es un adolescente que vive aislado, bloqueado por un universo de cuento y fantasía que no habita ni comprende nadie más que él. Una fábrica de sueños. Un retiro espiritual muy a su manera. Lleva años encerrado en un cajón que ha adaptado a sus necesidades y entre otras cosas le permite soltar hilo de la cometa de sus ilusiones y las proyecciones de su mente. Tiene los dedos arrugados y teñidos de un azul oscuro y espeso y las órbitas de sus ojos gigantescas, bañadas en destellos dorados, oblicuos y esquivos, como una tela de araña consciente de su necesidad de estallar. Es feliz. Su mente crepita, navega entre imágenes incompletas incapaces de detener su paso y sonidos insólitos que no consiguen encontrar una forma adecuada; fotogramas escuálidos que no alcanzan el do de pecho y esperan su punto de madurez en el purgatorio de cuentos.

Andrés trata de crear.

Sin embargo, después de respirar el aliento de la soledad y últimamente de saborear cierta incomprensión y rechazo entre sus semejantes, de vivir envuelto en un exceso de pensamiento y reflexión, cree que la solución a su apatía social pasa por darse un respiro, salir al exterior para compartir sus creaciones y disfrutar de sus propias alucinaciones y delirios; convertirse en maquinista de una locomotora cuya chimenea desprende magia, placer y felicidad para quienes salen a su encuentro en estaciones tan diferentes como extrañas. Trata, por así decirlo, de repartir sus vivencias; regalar todo lo creado. Bosques. Castillos. Minotauros. Princesas. Héroes que ganan batallas para sus señores. Piratas perversos que las pierden. Soldados. Mendigos andrajosos que hacen noche en el subconsciente de Andrés y brujas que a bordo de su escoba sobrevuelan el compartimento estanco que sus cerebros crueles e impúdicos dedican al peyote y el estramonio. Hechiceros. Borrachos que pelean y cantan de madrugada y de día se entretienen robando y molestando a las doncellas. Muñecas de porcelana que al filo de la medianoche escapan de la cuna para acuchillar mayordomos y amas de llaves de grandes mansiones. Alfombras voladoras, lámparas maravillosas y genios sarcásticos y caprichosos que crispan los nervios y hacen temblar a los mercaderes del desierto.

Tras un largo duelo interior, Andrés decide tomarse un año sabático.

Pero sus músculos están entumecidos. No reaccionan. No obedecen, ni siquiera captan las órdenes que les envía su cerebro aturdido. ¿Cómo hacerlo, si ha “creado” un cálido y delicioso hogar, si la costumbre lo ha acomodado en su cajón de tinta? «¿Acaso habito en un sueño, en una pesadilla? ¿No puedo regresar a la realidad de la vida cotidiana?» Pero el chaval está completamente despierto. Tiene los ojos como las brótolas. Para comprobarlo pellizca la piel de su antebrazo hasta hacerse daño. Grita y se indigna consigo mismo. «¡No, no es un sueño, no estoy dormido, y sin embargo no consigo salir de aquí! Ya no controlo lo que escribo, mis personajes se rebelan, me persiguen, me agreden. ¡No soy nadie! Pero… ¡me reviento en Judas!, ¿qué estoy pensando? ¿A qué estoy esperando? ¡Virgen Santísima, estoy enloqueciendo! ¿Acaso ya no soy el que era? No puedo abandonar a mis criaturas. No quiero salir al exterior y perder los estribos. Tengo que plasmar todo en el papel antes de que caiga en el olvido. ¡Crear! ¡Necesito crear!»

Manuel Fernando Estévez Goytre es vocal honorario de la Unión Nacional de Escritores de España.