Catarsis de una tragedia

Artículo de José María Fernández Núñez

Lucia, solía pasar temporadas en la casa de la presa, aquella que tenía junto al rio Guadiana donde aún anidaban los bellos recuerdos de su niñez y su juventud. Ese había sido siempre su refugio, cuando algo le atribulaba. Ahora estaba acompañada de sus nietos, dos estupendos mozalbetes que hacían sus delicias, desde aquél trágico día en que fue golpeada por la traición y abandonada a su suerte. Deseaba borrar esos nefastos recuerdos, pero estaba marcada por el infortunio que parecía gozar con su sufrimiento. Precisamente la presencia de aquellos niños era el origen de sus tribulaciones.

Cuestiones familiares los dejaban desamparados, habían venido las autoridades para llevárselos y darlos a la adopción, si nadie se hacía cargo de ellos. Sin pensarlo dos veces asumió con valentía el gran sacrificio que suponía aquello. No podía dejarlos solos en manos de una administración de la que no se fiaba, así que, se los tenía que quedar ella, criarlos hacer de madre y de padre, de abuelo y de abuela, de amiga y amigo, tenía que volver a recoger un testigo que no le correspondía... porque ella, ya tuvo su oportunidad, sostenerlos, mantenerlos dentro de su paupérrima economía, aquello sí era un reto imposible de eludir. De ahí que de nuevo había vuelto aquellos muros para preguntarles si hacia bien con la asunción de esa responsabilidad, siempre había obtenido respuestas a sus problemas, era su sacrosanto lugar.

Ese día, como en otras ocasiones, habían ido a pasear por los caminos de la finca familiar, imbuida en sus pensamientos, asaltados por terribles dudas, trataba con poco éxito de recomponer ese rompecabezas que la burlesca vida una vez más, ponía de nuevo en su camino. En tanto los chicos disfrutaban de lo que veían y hacían, ajenos a la tragedia que se les avecinaba. Después de una gratificante jornada de juegos, risas «descubrimientos» al lado del hermoso Guadiana, regresaron a casa, les había preparado una suculenta cena. Tras el ágape, se fueron a la cama totalmente felices, no se veían afectados por su triste situación provocada por unos desalmados progenitores, dado que el amor de su abuela les obsequiaba sobradamente.

Antes de irse ella misma a su habitación, como era su costumbre, se acercó sin hacer ruido, hasta la cama de sus nietos. Dormían. Se lo habían pasado muy bien, estaban exhaustos. Desde que les regaló las bicicletas nuevas, no paraban de ir de un lado para otro. Por suerte pasarían el verano en el campo. Los chicos, habían vivido allí, con los abuelos, a temporadas, coincidiendo con el periodo estival, cuando se podía vivir sin miedo.

Era una mujer valiente, de carácter, segura de sí misma, la vida le había enseñado a defenderse sola, su exmarido la había abandonado dejándola en la paupérrima situación, un triste y mediocre personajillo, triunfaba a su sombra, su impotencia le llevaba al maltrato psíquico que ella estoicamente soportaba por mor de no destruir la familia. No paraba de peguntarse ¿Dónde está ahora esa familia que necesito tanto, ¿Dónde? Se sentó en el porche con la ensalada de fruta que se había preparado, su perro Yako, reposaba junto a ella, atento a todos los sonidos. Le gustaba escuchar el croar de las ranas, oler la humedad del rio.

Esa noche prometía tormenta y eso le asustaba, no le gustaba en el campo, por sus nietos había accedido a quedarse, decisión de la que esperaba no arrepentirse. El miedo es una emoción, no una realidad y como tal, no debía inculcárselo a ninguno de sus nietos, pero ella...lo sentía…tenía un sexto sentido para detectar el peligro, no en vano se había criado en el campo, precisamente en esa casa.

Estaba cansada, se levantó para irse a dormir, cerró todo y como siempre dejó colgada tras la puerta del dormitorio la escopeta de su padre era un acto reflejo, siempre lo había hecho así, tenía la certeza de que nunca la utilizaría, pero le daba seguridad, era como un talismán o así lo creía. Siempre había visto en casa de sus abuelos las armas tras la puerta de la habitación, formaba parte de la decoración del hogar. Abrió el cajón donde tenía los cartuchos y respiró tranquila, todo estaba en orden. Todas las noches que se quedaba a dormir en la casa del campo hacia lo mismo, era un ritual. Por la mañana lo guardaba todo otra vez.

Acostada en su viejo catre, no cesaba de darle vueltas al problema. El perro la sacó de sus pensamientos. Todas las noches ladraba, un zorrillo solía acercarse temerariamente a los umbrales de la vivienda, en busca de comida, pero esta vez no lo hacía de forma mecánica, sino más estentórea. Oyó el motor de un coche. No sabía por qué, pero no le gustaba. Aquello le puso los pelos de punta.

 A lo lejos se empezaban a oír los truenos, a verse los relámpagos, cada vez más intensos por su proximidad, iluminaban fugazmente, la zona del solar donde se asentaba la casa, como si fuese de día. Se levantó muy despacio, poniendo atención en escuchar, asomándose por lo agujeros de las persianas, distinguiendo tres figuras, con la complicidad del relámpago… ahora sí estaba asustada. Fue hasta otra ventana y oyó como movían la puerta.

El perro ladraba como un loco, parecía un poseso, fue un sonido sordo y seco (pac) el perro dejó de ladrar. Le habían disparado. Seguramente estaba muerto. Tenía que pensar rápido, lo primero era proteger a los niños, luego la defensa. Se dirigió a la habitación de sus nietos, despertó al mayor, le puso la mano en la boca y le susurró al oído. Lo había realizado alguna vez, era un juego, ahora era verdad. Despertó al pequeño de la misma forma.

El tiempo jugaba en su contra, no sabía dónde esconderlos, los ladrones buscarían por todas partes, pensó ¡ya está!, en la cocina, allí no buscarán nada de valor. Los baja a la estancia de los fogones donde había un hueco de obra, antes había muebles y la oquedad todavía estaba, la utilizaba para dejar garrafas de agua y botellas de refrescos. Los colocó como mejor pudo, le susurró al oído que no hiciesen ningún ruido. El nieto mayor abrazó a su hermano protegiéndolo, al tiempo que corría una tosca cortina que cubría el espacio, poniendo delante de ella elementos de limpieza para disimular el lugar.

Cogió la escopeta y unos cartuchos, no sabía si eran de postas o de perdices, no tuvo tiempo a mirarlos, los nervios y el miedo hicieron su papel. Se acercó muy lentamente hasta la puerta, los ruidos provenían de allí. Esperó para saber que pasaba antes de moverse, fueron minutos, quizás segundos, terriblemente angustiosos, el estado de excitación hacía que perdiera la noción del tiempo. Pensó con extrema rapidez, tenía que sacar a los niños de allí, no podía permitir que les hiciesen daño. El corazón le latía tan fuerte, que casi le dolía, las manos le sudaban, las piernas apenas le sostenían, estaba aterrada.

La tormenta, compadeciéndose de aquella situación, iluminaba con sus destellos los movimientos de aquellos que intentaban lo peor. Los oyó hablar en un idioma distinto al suyo, con un fuerte acento eslavo, eran de algún país del este de Europa. Esto acrecentó aún más su miedo, había oído cosas terribles de esa gente que, superaban a los inquisidores. Le obligó a pensar con frialdad, no podría con los tres, así que, dispararía al aire, lo más seguro es que se fuesen asustados. Seguían forzando la puerta, hasta que oyó un ¡clac!, esta se abrió despacio, el trasluz del interior con la tenue claridad de la noche que se señoreaba en la calle, le permitió ver una figura corpulenta, seguido de otras dos a los que daba instrucciones en aquella forma de expresión...sucedió todo tan rápido…apuntó con los ojos cerrados y disparó. Tal fue la violencia del mismo que, ella retrocedió unos pasos, al tiempo que veía por la luz emulsiva del relámpago, como aquel enorme cuerpo era despedido violentamente hacia la calle, arrastrando con él a sus compinches, momento que aprovecha para volver a trancar la puerta, un gran trueno estalló en la noche. No oyó nada, ni un grito de sorpresa, ni un gemido, nada, dedujo que eran profesionales. Pensó «solo los que han participado en batallas actúan así».

Guardó silencio, no se movía para no delatar su posición, una voz grave y de palabras arrastradas, le indicaba que depusiera el arma, no contestó, no quería que supieran que era una mujer. Sabía que no tenía ninguna posibilidad, debía disparar en cuanto los tuviese a tiro. Se acurrucó contra la pared justo tras la puerta, había un ventanuco que su padre construyó, para saber quién llamaba, los relámpagos en su complicidad estaban ofreciendo todo su ionizado resplandor, los truenos eran atronadores, vio venir una figura corriendo hacia la puerta, disparó nuevamente desde la improvisada tronera, los gritos de dolor le encogieron el corazón, nunca había hecho daño a nadie, pero sus vidas solo seguirían, si continuaba disparando y aquellos alaridos le informaba que dos de los tres atacantes estaban fuera de combate, lo que le alegró interiormente y le daba algo de paz, aunque no podía distraerse un segundo, sería fatal para ella y los niños.

Esta vez el cartucho no tenía fuerza, pero le dio en la cara, lo vio cuando aquel relámpago iluminó el cuerpo retorcido, con las manos en la cara gritando como un poseso. Siguió callada y vigilando, de nuevo la misma voz, le volvía a exigir que dejase el arma, se quería llevar a sus amigos al hospital, estuvo a punto de ceder, algo le impidió que abriese la boca. «Debo matarlo, es mi única salida», se decía constantemente, era como una letanía.

Se dio cuenta que el miedo había desaparecido, que sus pensamientos volaban con la misma rapidez que aquellos relámpagos que tanto le estaban ayudando, actuaba como si fuese una persona conocedora de estrategias de defensa, ignorando que se le había despertado el instinto de supervivencia, mil veces más poderoso. Volvió a prestar toda la atención posible, la otra figura se arrodilló junto al que estaba en el suelo, llevaba un arma, como si se tratase de una metralleta pequeña, no tenía otra opción, debía disparar en cuanto pudiese, así que se preparó los cartuchos, los colocó en la recámara de la escopeta y esperó a tenerlo otra vez a tiro. El hombre que estaba arrodillado se confió, posiblemente pensó que había creído en sus palabras, con un movimiento rápido y mortal, el hombre disparó contra la puerta de la casa. Aquello provocó la desesperación en Lucía que cerró su escopeta, disparó los dos tiros sin saber si había hecho blanco o errado. No se oyó nada más, repitió la carga del arma y esperó para saber qué movimiento debía hacer, no se oía más que el retumbar de los truenos. El relámpago tardó más en llegar, la tormenta estaba pasando, comprobó que el tercer hombre estaba boca arriba, en una posición imposible, para un cuerpo vivo.

Pasaron las horas y no se movió, no sabía si había más personas, debía tomar precauciones, ahora lo que más le preocupaba seguía siendo los nietos, no podían ver esa carnicería que se agolpaba en el entorno de la casa. Los minutos le parecían horas, ponía atención en todos los ruidos, pero solo llegaban los normales de los truenos, cada vez más lejanos. Debía ir a ver a los niños, aunque no quería dejar de controlar la puerta, empero, había algo que le impedía moverse, se decía «debo permanecer aquí hasta saber lo que necesito».

Después de la tormenta, viene la calma y el tiempo no se puede detener. Se empezaba a vislumbrar el alba, no se oía nada, salvo los lejanos ruidos de la tormenta que se marchaba rápidamente. Poco a poco, la luz fue ocupando su espacio, desplazando a la oscuridad de la noche, el hombre seguía gimiendo, cada vez más lastimoso. Ahora se enfrentaba, a la diatriba de ¿qué hacer con ellos?, tenía que pensar con mucha rapidez. Salió poco a poco, se apretó contra la pared, como si aquello la fuese a salvar, su sentido de supervivencia le decía que no había nadie. Solo oía su corazón, casi se olvidaba de respirar, siguió un poco más, ya veía el interior del coche de aquellos desgraciados, que ya no volverían a sembrar el miedo nunca más.

No había nadie, así que volvió a la puerta de casa, cerró como pudo, se acercó al hombre herido y vio que le faltaba un ojo, las heridas eran graves, no lo asistiría, esperaba que muriese solo. Su estimado Yako estaba muerto, las lágrimas se agolparon en sus ojos, le quería mucho, le había criado a biberón, como si de un bebé se tratase, ahora ¿Qué les diría a los niños?  

Salió al camino donde estaba el coche, las llaves estaban puestas, fue a subir en él, se contuvo, debía ponerse unos guantes para que no la pudieran identificar a través de las huellas dactilares, lo había visto in numerables veces en el cine. Se preguntó ¿y donde encuentro ahora yo, unos guantes? Mira a su alrededor y vio una pila de fregar, que había tras el porche, donde lavaba los platos después de la barbacoa, rápidamente se acercó a ella, hallándolos en el sifón del desagüe, eran de goma, se los colocó y subió al coche, lo dejó a unos metros de casa, no quería que los niños viesen nada.

Volvió corriendo, sacó el tractor con la pala y se acercó a la casa, intentó aproximar los cuerpos, pero eran muy pesados, así que abrió la valla y entró con el vehículo. Los fue cargando, con mucho esfuerzo, miró a su perro y decidió que lo enterraría con ellos, le habían disparado, no podía dejar ningún cabo suelto, además, estaba el tema del chip, lo solucionaría. Una vez con los cuerpos en la pala, sacó el tractor al camino nuevamente, lo dejó en marcha y volvió a regresar al porche, cogió la manguera y limpió toda la sangre derramada por los delincuentes, vertió las botellas de lejía para desinfectar y borrar cualquier huella.

Entró en la casa, sacó a los niños del escondite. Les dijo que los hombres malos se habían ido, que los había asustado con los disparos, ahora tocaba acostarse y dormir tranquilamente, nadie más volvería a molestarlos. Les dijo que debía ir hasta el rio, puesto que la tormenta había hecho destrozos en un riego, y podía verse afectado el cultivo de alfalfa, volvería en unos minutos. El mayor la miró, y asintió con la cabeza.

Cerró la puerta con llave y subió al tractor, antes de ir a la mejana del rio, entró en el granero, había cal, varios sacos, iban a servir para pintar los corrales, había decidido, poner animales, la crisis le hacía agudizar el ingenio y tenía sitio. Cogió tres sacos, los cargó en la pala con los cuerpos y se dirigió hasta el rio. Las riadas habían hecho pozos, en la gravera, alguno tenía más de 10 metros, los arrojaría allí, debía hacerlo rápido, el sol estaba a punto de asomarse, no quería que nadie la viese.

Les quitó los móviles, las carteras y todo metálico que llevasen encima. Arrojó un cuerpo al agujero, abrió un saco de cal y cubrió el primer cadáver, después, se acercó a recoger otro cuerpo, repitiendo el proceso, aun le quedaba un tercero, el herido todavía seguía vivo ¿Qué hacer?, no se atrevía a matarlo a cuchillo, tampoco quería disparar, ahora no había truenos para amortiguar el ruido, decidió atropellarlo con el tractor. Se preguntó en qué se diferenciaba de ellos, el remordimiento empezaba hacer mella, pero se lo quitó de la cabeza con tanta rapidez como frialdad.

 Notó como crujían los huesos del desgraciado entre gritos de dolor, dio marcha atrás y recogió el cuerpo, los arrojó junto a sus compañeros, hizo lo mismo con los otros sacos de cal, los enterró con las piedras tierra y troncos que encontró, varias veces fue pasando la pala por el suelo, arrastrando todo aquello que le sirviera para ocultarlos. Se acercó a su perro y las lágrimas surcaron su cara, debía cortarle la oreja para extraerle el chip, después enterrarlo, con mucha más dignidad que lo hizo con aquellos asesinos. Una vez comprobado que no quedaba nada que delatara lo que allí yacía, cogió una piedra y golpeó el chip de su perro. Abrió las carteras, uno llevaba una foto de una niña, la bilis le subió a la boca, aquella niña no volvería a ver a su padre, aunque quizás fuese lo mejor.

 Miró al cielo, volvería la tormenta a lo largo del día, las rodadas que dejaba, se borrarían sin dejar rastro. Volvió a casa, cogió el coche de los ladrones y lo llevó hasta la presa, donde los pescadores aparcaban, le daría tiempo a pensar que hacer con él. Los niños estaban despiertos, los abrazó y les dijo que Yako estaba muerto, aquellos hombres lo habían matado, lo había enterrado en el lugar que más le gustaba…en la mejana, les decía que ese había sido otro motivo de su ausencia, no deseaba que lo vieran, así guardarían de él su mejor recuerdo. Se abrazaron los tres. El mayor le preguntó si llamaría a la Guardia Civil, le dijo que no, esos no volverían nunca más, no debían contar a nadie lo que allí ocurrió esa noche, así lo entendieron los chicos y nunca saldría de su boca una sola palabra.

Se fueron todos a desayunar a un restaurante de carretera, muy cerca de allí, colocaría las tarjetas de los teléfonos en distintos camiones, buscaría matrículas extranjeras y si llevaban localizador…nunca la relacionarían con ella. El coche lo llevó hasta la ciudad, en un lugar libre de pago por aparcamiento, con toda seguridad era robado.

El remordimiento afloraba en su corazón, había matado. Una voz interior le decía que, de no hacerlo, los muertos serían ellos. Miraba a sus nietos y comprendió que hizo lo que debía, proteger a los suyos. Solo el tiempo podía apaciguar aquel sentimiento que la embargaba por lo sucedido, aunque en defensa propia y de sus indefensos nietos.

Zaragoza a 7 de enero de 2024

José María Fernández Núñez está galardonado con el escudo de oro de la Unión Nacional de Escritores de España.