Clarice, la chica del estanco

 

"El silencio ante el maltrato es cómplice de la violencia" 

Virginia Woolf




Introducción

Sonó el tintineo de la puerta.

—Buenos días, Clarice.

—Hola, Paco.

—Dame un paquete, por favor, aquí en el mostrador te dejo el dinero.

—Qué rapideces… ¿Y las vueltas?

—Guárdamelas para mañana, que voy muy pillado de hora.

—Pues anda ve, y no te preocupes por los cambios, que mañana aquí los tendrás.

—Gracias Clarice.

La despedida de Paco fue ya a puerta cerrada. A media mañana hizo su aparición, Denisse, una asidua del estanco y amiga incondicional, que tenían en común un pasado obscuro y de engaños, aparte de ser francesas.

          —Hola pequeña —y sin darle tiempo a que le saludara, le espetó—. Vengo encabronada. ¿A qué no sabes qué noticia acabo de oír en el telediario de esta mañana? —Denisse, venía con ganas de dejarse oír—. Pues resulta que ayer, un tipo se encontró en la calle una cartera con 800 euros. Te lo puedes imaginar, 800 euros. Inmediatamente fue a la comisaría más cercana y la devolvió. La poli se puso en contacto con el dueño, y éste, tras recuperar la cartera y el dinero, ¿sabes cuál fue la recompensa que le dio?

          —Pues no sé, tengo entendido que por lo menos, es un diez por ciento, ¿no?

          —Eso dice la ley, pero ¡Ja!... El jeta de él, tan solo lo invitó a tomar un café. ¡Un miserable café!

          —¡No me digas!… No me lo puedo creer… Será posible, después de recuperar la cartera con todo el dinero…Pues sabes que te digo, que se le está muy bien empleado, por ir de honrado por la vida. Para rato devuelvo yo nada. Ya sabes mi forma de pensar, el dinero no tiene dueño, con lo cual… Se siente…

          —Eso mismo pienso, yo. En fin… Anda échame una primitiva de un euro para jueves y sábado, que me pica la mano y eso es buena señal. Además, esta noche, he soñado con una playa paradisiaca, de esas de anuncio de portada de revista de vacaciones. Me encontraba tumbada en una hamaca, mirando el mar, con un mojito en la mano. Malditos sueños, que te hacen vivir una realidad que no te corresponde.

          —Pero mientras has sido feliz, de mentirijillas, pero feliz.

          —Eso sí.

          —Pues prométeme, amiga mía, que, si te toca, me llevarás contigo.

—Eso está hecho, cuenta con ello.

Ante su momentáneo silencio, Clarice miró al techo, y luego a su amiga.

—¡Se avecina, tormenta! —exclamó—. Denisse… Denisse… Que te conozco mejor que la madre que te parió, ¿qué estás pensando? ¿Por qué me miras así?

La amiga meneó la cabeza, y en un gesto muy femenino, se ahuecó el cabello con las dos manos.

          —Eres muy guapa, Clarice —la piropeó.

          —Gracias. Tú también —le devolvió el cumplido.

          El comentario siguiente, desarmó a Clarice:

          —No te mereces a la garrapata, al puerco ese, que estás engordando en casa día tras día.

          —Por qué… dices eso…

          —Ni con un kilo de maquillaje lo puedes ocultar. Te ha vuelto a poner la mano encima ¿verdad? ¿Te ha vuelto a pegar esa mala bestia?

          —No… yo… —titubeó.

          —No Clarice, no, no sigas por ahí. No pretendas hacer de abogada del diablo, que no te va —la señaló con el dedo—. No hay defensa posible para esa cucaracha, que tan solo merece ser pisoteada. Escúchame bien, esta noche, esperas a que esté dormido, y reviéntale la cabeza de un sartenazo. Yo testificaré a tu favor, defensa propia por miedo a tu integridad física. Recupera tu libertad, Clarice, hazme caso… Recupera tu libertad. Nadie en este mundo ha nacido siendo esclavo de nadie, y tú —y la volvió a señalar—, no eres esclava de nadie. La Edad Media ya pasó. No dejes que te vuelva a poner la mano encima. No te lo mereces. Ninguna mujer, nos lo merecemos —concluyó.

          Los ojos de Clarice, ante la disertación de su amiga, se iluminaron. Las aletas de su nariz palpitaron. Sus manos temblaron, sin poder hacer nada para evitarlo.

Nudo

Clarice sufría malos tratos, tanto físicos como psíquicos,  desde la misma noche de su boda. Ricardo no tardó en dejárselo bien claro. Tras la cena, llegó al dormitorio totalmente embriagado y no pudo consumar el acto sexual. El entendió que la culpable era ella, y de un bofetón la arrojó de la cama. Clarice, su primera noche de matrimonio, la pasó durmiendo en el suelo. Y, aun así, le estaba agradecida, pues al que la quería escuchar, siempre repetía la misma cantinela, que la había sacado de un local de alterne para casarse con ella. El síndrome de Estocolmo en estado puro. Aunque tampoco eso era cierto del todo, pues en varias ocasiones había llevado amigos a casa para que se acostasen con ella, incluso su propio cuñado, y su suegro.

A Ricardo no se le conocía ni oficio ni beneficio. Se pasaba el día en el bar, bebiendo y jugando a las cartas con sus amigos. Ricardo vivía de sus trapicheos y de la nómina que les proporcionaba el trabajo de Clarice en el Estanco.  Trabajo, que, por cierto, se lo consiguió un conocido del bar, al que había desplumado jugando al póker. No obstante, a cambio, negociaron Ricardo y dueño del Estanco, que éste se acostaría con Clarice, una vez por semana. Puro mercantilismo. Clarice convertida en carne de trueque.

          Un Estanco. Un Estanco en una barriada de trabajadores, desempleados,  tráfico de drogas, bandas callejeras, y robos un día sí y otro también. Una colmena humana, que formaban una gran familia, según aseveró un cliente en su día, en el que todos se conocían.

          Al mediodía, cuando echó la persiana, pasó por la panadería que le pillaba de camino a casa. Cuando estaba recogiendo la barra de pan, se escucharon unos disparos y sirenas de la policía. Junto con Manolo, el dueño, salieron a la calle. Ambrosio, recogedor de chatarra, venía a la carrera.

          —¡Están atracando el banco! ¡Están atracando el banco! —les gritó.

          En ese momento, cuando los tres volvían al resguardo que les proporcionaba el establecimiento, el pensamiento de Clarice fue para Paco y los cambios que le guardaba.

…/…

Clarice tenía un perro, un Yorkshire Terrier, al que llamaba Cooper, como el actor americano, porque le gustaba mucho. Todos los días, cuando salía por la tarde de trabajar, lo primero que hacía cuando llegaba a casa era ponerle la correa y bajarlo a la calle para que hiciera sus necesidades. Al lado de casa había un parque, y en su mochila roja, siempre llevaba un botellín de agua, bolsas para recoger las defecaciones, las llaves de casa, gafas de sol y una pelota de tenis,  o lo que quedaba de ella, que le arrojaba al perro para desfogarlo.

          Anochecía. Y en esa tarea andaba, cuando de repente Cooper apareció, pero no con la pelota de tenis en la boca, si no con un billete de 50 euros. Clarice, totalmente sorprendida, le arrebató el billete y se lo pasó por el pantalón del chándal para limpiar las babas.

          —Cooper, ¿dónde has encontrado esto?... ¿Dónde?

          El perro meneó el rabo y dio media vuelta. Clarice lo siguió y a escasos metros, entre una papelera y un árbol, tapado con cartones que Cooper se había encargado de mordisquear y apartar, había una bolsa negra llena de billetes.

          Clarice miró a izquierda y derecha. Todos los sentidos en alerta. Al principio pensó si aquello podría tratarse de una broma, de un programa de esos de cámara oculta. El silencio era total. Podía escuchar perfectamente los latidos de su corazón. La oscuridad ayudaba a ocultar su anonimato. Se acomodó en la hierba apoyando su espalda en el tronco del árbol. Sumamente nerviosa empezó a contar los billetes. Aproximadamente noventa mil euros. Se santiguó. Cantidad más que suficiente para empezar una nueva vida lejos de aquel barrio de miseria. Recordó la conversación que había mantenido con Denisse por la mañana: el dinero no tiene nombre y pertenece al que se lo encuentra. Sin poder remediarlo, sollozó en silencio. Después de tantos años y debido al azar, había encontrado el pasaporte para recuperar su libertad. Se restregó los ojos con el exterior de las manos y comenzó a guardar el dinero. Tuvo que tirar el botellín de agua a la papelera, para que le entrase la bolsa del dinero en la mochila. Al principio pensó en guardar los billetes directamente y deshacerse de la bolsa, pero luego, pensándolo mejor, decidió llevárselo todo porque si alguien encontraba la bolsa vacía, se despertarían todas las alarmas. Antes de subir a casa, se pasó por el bar de la esquina para comprobar si su maltratador continuaba dentro. Sí. Allí estaba, en la mesa del fondo, jugando a la baraja. A paso ligero, subió las escaleras, entró al piso y escondió la bolsa del dinero debajo del colchón. A los pies de su cama. Luego dejó la mochila colgada en la entrada de su casa, con la correa del perro.

Aquella noche no pudo dormir. ¡Aunque cuantas noches llevaba de insomnio permanente! Muchas. Ahogando en la almohada sus lágrimas de impotencia, con los puños prietos, mientras en la nuca sentía los resoplidos de su marido. Cuando al final le venció el sueño, estaba en una playa paradisiaca, con su amiga Denisse, tumbadas en una hamaca, mirando al mar y tomando un mojito.

…/…

          A media mañana se abrió la puerta del Estanco. Era Denisse.

          —Vaya movida que tuvimos ayer en el barrio. Esto ya parece Chicago —dijo a modo de saludo.

          —Pues sí… —respondió parca en palabras.

          —Ahora mismo hay dos coches de policía enfrente de la sucursal bancaria, que permanece cerrada.

          —¿Se sabe algo de Paco? —se interesó por el director de la Oficina.

          —No. De Paco no sé nada.

          —Fíjate, aquí tengo las vueltas que se dejó ayer… Tantas prisas que tenía el hombre en abrir, para que luego le roben.

          —Lo que sí se comenta es que anoche la policía detuvo a dos de los atracadores, pero el dinero no lo pudieron recuperar. Por lo visto, se habían deshecho de él, o había más personas en el atraco y se lo llevaron —empezó a divagar, mientras Clarice pensaba, así que abandonaron la saca, antes de que los detuvieran.

          —¿Y de qué cantidad estaríamos hablando?

          —No ha trascendido, pero bastante, acababan de ingresar los de los Transportes. Buen chivatazo tenían. ¿Te imaginas que lo encontrásemos nosotras? Podríamos abandonar este puto barrio y rehacer nuestras vidas en algún lugar maravilloso.

          —Sí… No lo quiero ni pensar Denisse.

…/…

Cuando llegó a casa, el mundo entero se le desmoronó. Ricardo se encontraba sentado en la cama, con el dinero desparramado encima de la cubierta.

          —¡Maldita zorra, y este dinero! ¿Cuándo pensabas decírmelo?

          —Ahora… Ahora mismo, amor… Lo encontré ayer por la tarde en el parque, cuando paseaba con Cooper…

          —¿Ahora? —Ricardo le tiró un fajo de billetes a la cara, mientras se levantaba hecho un basilisco—. Ahora me lo pensabas decir, maldita embustera. Y no me llames amor.

          Clarice, presa del pánico, se resguardó el rostro con los brazos.

          —No me pegues por favor, no me pegues… —le suplicó, atemorizada—. No sabía si devolverlo a la policía o qué… Por eso te lo pensaba decir ahora, para ver que hacemos.

          —¿Qué no sabías si devolverlo a la policía? —repitió—. Serás imbécil… Si hubieses llevado esa intención, ya lo hubieses devuelto ayer. Y cómo que qué hacemos, será que qué hago. ¿Sabes lo que pienso? Que pensabas quedártelo todo para ti, sin decirme nada, y largarte con él, pero por suerte lo he encontrado, así que ya se te pueden ir todas esas ideas de la cabeza. Este dinero es ahora totalmente mío, y tú no vas a ver un euro.

Desenlace

Era su último tren. Y su marido le había robado el billete del mismo. De nuevo tenía por delante un futuro de miseria, malos tratos y desesperación.

Su estancia por la tarde en el Estanco fue un infierno. Pasos que no llevan a ninguna parte. Sollozos incontrolados. Pecho agitado. Pulsaciones desbocadas. Y la mente trabajando a destajo. Llegó incluso a considerar lo del sartenazo, tal y como le había aconsejado su amiga, pero cambiándola por la plancha. Más efectiva, se dijo. Pero entonces la policía la perseguiría por asesinato, y nunca podría descansar en paz. Tenía que pensar en otra cosa. Te veo muy nerviosa, Clarice, le dijo una paisana, que había entrado a comprar un número de lotería. Entonces recordó que en el bolso llevaba una caja de Orfidal. Cuando se marchó la clienta, se echó un comprimido a la boca con un vaso de agua. Sin saber por qué leyó el prospecto. Orfidal es un tranquilizante-ansiolítico (evita el nerviosismo y la ansiedad) que actúa sin influenciar en las actividades normales del individuo. Ella lo usaba sobre todo para poder descansar cuando sufría de insomnio. Siguió leyendo: Este medicamento se le ha recetado a usted y no debe dárselo a otras personas, aunque tengan los mismos síntomas que usted, ya que puede perjudicarles. Los síntomas más frecuentes de intoxicación son: somnolencia excesiva, confusión o coma. Ya tenía la solución. Aquella noche, en la cena, le daría cuatro pastillas machacadas en la sopa. No con intención de acabar con su vida, no, si no para que durmiera veinticuatro horas seguidas. Eso le facilitaría tiempo más que suficiente para poder poner tierra por medio. Estaba más que segura, que Ricardo no la denunciaría. No por huir con la saca del dinero robado al Banco. A ver qué explicaciones le iba a dar a la policía. Preparemos la huida, se dijo. Tan solo se llevaría su mochila roja con el dinero. Necesitaba libertad de movimientos, y una pesada maleta no ayudaba mucho. Aparte pensaba llevarse el trasportín. No estaba dispuesta a dejar a Cooper con la mala bestia de su marido. Locomoción.  Avión no podía usar. El scanner detectaría el dinero. Tendría que moverse con el Autobús. El Sur de Portugal contaba también con playas paradisiacas. De momento era un buen destino. Luego ya se vería, si abría una cuenta corriente e ingresaba el dinero en un Banco Luso.

…/…

Dicho y hecho. Aquella noche, esperó a que los ronquidos de su marido estuviesen en su punto más álgido para deslizarse por las sábanas. Sin hacer el menor ruido se vistió, cogió la mochila con el dinero y el trasportín con Cooper. A continuación, cerró la puerta y con sigilo, bajó las escaleras saliendo a la calle. Tras unos minutos en la acera, distinguió la luz verde de un taxi. Salió a la calzada con la mano levantada.

          —A la estación de autobuses —le indicó al taxista—… Aunque, pensándolo bien… un momento por favor.

          Marcó el teléfono de Denisse,

          —Es la una menos diez de la madrugada —le contestó su amiga con voz pastosa—. Espero que tengas una buena razón para llamarme a estas horas.

          —La tengo. No hagas preguntas. No hay tiempo que perder. Voy en un taxi. Coge una mochila con algo de ropa, lo justo, que voy a buscarte.

Tomás Bernal Benito, vocal honorario de la Unión Nacional de Escritores de España.