Cosas de gorriones

Ricardo Taboada Velasco

Común —eso dicen los eruditos en la materia— quiere decir: similar, corriente, público, general, vulgar y… ¡Qué vamos a hacer, si lo dicen los humanos juiciosos! También podemos ser «comunes» porque actuamos con habilidad. No vamos a ser quisquillosos a estas alturas. Somos, posiblemente, bastante desconocidos, aunque esté mal que lo diga. A pesar de vivir no próximos, sino con el hombre desde siempre, en dicha convivencia de todo hubo y hay, aunque, a pesar de los pesares, lo cierto es que no nos va del todo mal. Los ornitólogos afirman que somos aves paseriformes  por tener tres dedos dirigidos hacia delante y uno hacia atrás, carente de buche y provistos de un potente órgano fonador y que abundamos en todo el mundo.

Yo, que vivo en el medio urbano, soy un gorrión común. Los que lo hacen en otros ambientes les llaman: morunos, molineros y chillones. Somos cerca de 5000 especies. En Italia y en el sur de Asia moramos una subespecie que la llaman gorrión casero, aunque seamos del  mismo tipo.

Nos alimentamos de granos, insectos, —por ello, hemos sido perseguidos por los campesinos— y de todos los desechos humanoides, como el menda. Nuestros nidos ambientados con lana, pajitas y plumas se pueden encontrar en cualquier agujero o debajo de tejas, permitiéndonos conocer las intimidades de los moradores —las personas—, aunque nuestros apuntes genéticos de cómo es el ser humano, son muy amplios, últimamente no cuadran. Ustedes —perdón por generalizar— les dan excesiva importancia a hechos o fenómenos triviales de la vida cotidiana, crean dioses o mitos fungibles como un suspiro, están ensimismados por un aparato que lo enchufan nada más entrar en el hogar y huyen de la intimidad, llegando a tener temor al sosiego, a dar tiempo al tiempo, a meditar, a escuchar, a dialogar a ser libres. A nosotros los gorriones, nos inculcan desde pequeños que la libertad  se ha de ganar día  a día,  que es un bien que nunca se puede perder.

Desde nuestro observatorio percibimos que cada vez les es menos necesario la experiencia personal: niños y adultos se aferran a imágenes simuladas de pura ficción, haciéndolas verídicas, perdiendo opinión propia y capacidad crítica. Es como si alguien pretendiera o estuviera interesado en masificar y globalizar el pensamiento. Ahora, desde el tragaluz de la jubilación, contemplo el  «neoavasallamiento» de las llamadas redes sociales, aupadas por la gran cantidad de los medios de difusión, que ejercen su función informativa, inversamente proporcional: dan mucha información pero de baja calidad. Esta tendencia envuelve a todos los extractos sociales, internándose y socavando los cimientos de la sociedad como un nuevo virus, con aguijón anestesiado, que inyecta mediocridad a raudales, y para colmo de males es muy contagioso y no disponemos de antídoto. Busca el confort y lleva como lema: «Que me lo den todo hecho».  Lo más peligroso es que  ha llegado a la escuela, al mismo cogollo de la sociedad. Los niños, criados a la sombra de la urbe, huyen de la singularidad, visten de modas impuestas por las marcas y usan un lenguaje prefabricado, global: espeso en barbarismos anglicanos.

También pertenecemos a la familia de los fringílidos, distribuyéndonos por todo el mundo, algunos de nuestros primos son: el pinzón, el jilguero, el canario, el verderón, etc., vistiendo un plumaje abigarrado, muy colorista. El nuestro se encasilla en diversos tonos castaños más o menos pardos. La mayoría emiten trinos y gorjeos que os fascinan, nosotros no pasamos de un vulgar balbuceo: pío y chip. Por ser gregarios —vivimos en comunidades— llegamos a retransmitir apasionantes algarabías en la temporada hibernal, que es cuando llevamos a cabo la defensa territorial y los rituales nupciales: son alegorías de nuestros antepasados que actualizan nuestro rango en la comunidad. La mencionada actividad, en ustedes, ha quedado en manos de minorías románticas, la mayoría adoptáis fórmulas dictadas por intereses difíciles de entender por nosotros.

En las alboradas primaverales, cuando todavía descansan los efluvios contaminantes de los motores y la rosa emana las esencias aromáticas, los horizontales destellos nos estimulan pregonando el nacimiento del nuevo día, ocasión propicia para ir enseñándoles a nuestras polladas a disfrutar de los pequeños placeres terrenales. La estación estival, cuando ustedes se van de vacaciones, es el momento más crítico, porque vivimos pendientes de las imprudencias de nuestros jovenzuelos, del despiadado sol y de la escasez de agua potable. En las dispersas tonalidades de las ocres otoñadas, de las agónicas urbes que compartimos, nos favorecen los momentos de reflexión, alivio y recuperación. Es un final y el principio del origen.

¡Les digo la verdad!: todavía no entendemos si lo de gorronear; comer o vivir a costa de otros, viene de nosotros. Tampoco el vocablo de gorrionera, como refugio de gente viciosa, de mal vivir. Aceptamos mejor la expresión  ¡ay gorrión!, como pícaro, pero más, no.

Como decía un poeta gorrionero: «Saltador no hay salto, se hace salto al saltar».

Ricardo Taboada Velasco es delegado en Asturias de la Unión Nacional de Escritores de España.