Artículo de Ricardo González Alfonso
La historia posee fronteras minadas. Crecer en esos límites es la aventura mayor. Mis recuerdos más viejos son los de una república agónica y el nacimiento de una revolución. Mi testimonio, el de un niño que transitó entre explosiones sociales y de las otras, por un laberinto que lo condujo del colegio de La Salle a una escuela con nombre emblemático: Cuba Socialista.
Los adultos son los dioses del Olimpo infantil. Siempre hay una ración de azoro ante las primeras vivencias, pero también un Prometeo con pantalones cortos y la ilusión de conquistar el fuego prohibido.
Lo lícito fueron dos privilegios que tuve poco después de nacer. Me bautizó Ángel Gaztelu, un sacerdote poeta, el 20 de mayo de 1950. La República cumplía 48 años de yerros y aciertos; yo, tres meses y dos días de esperanza.
Un lustro después mis padres me matricularon en el Childrengarden De La Salle. Sucursal donde se estudiaba hasta segundo grado. Después pasaría a la de Miramar, algo así como una Sorbona caribeña y de primaria.
La compulsión del país tocó en dos ocasiones a la puerta del Children, como le decíamos cariñosamente a la escuela. Los hermanos Caqui y Carlos Tabernilla, hijos y nietos del jefe de aviación y del ejército del dictador Fulgencio Batista, así como Luisito del Pozo, nieto del Alcalde de La Habana, eran condiscípulos míos.
A dos cuadras del colegio estaba la embajada de la República de Haití. Un grupo de revolucionarios se asilaron en esa sede diplomática. El Gobierno decidió tomar por asalto el lugar, y el tiroteo resultó mucho más intenso que en las películas de vaqueros. Después supe que hubo muchos muertos, incluido el general Rafael Salas Cañizares —jefe de la policía— y todos los revolucionarios.
Recuerdo las sirenas de los autos patrulleros acercándose. A los militares que entraron en el aula en busca de Caqui, Carlos y Luisito, como si se tratara de la caballería de un filme del oeste que llegaba para rescatar a tres prisioneros de los apaches.
Lo mismo ocurrió el 13 de marzo del 57 cuando el Directorio Revolucionario asaltó el Palacio Presidencial. Fueron dos ocasiones en que el dios Marte nos visitó.
Mis hermanas, Chile y Coqui, 11 y 12 años mayores que yo, estudiaban en la Escuela Normal de Kindergarden. Tenían que hacer una práctica docente, y eligieron el Children para organizar un concurso de pintura.
Cada niño lleva dentro un Rembrandt o un Picasso, y todos sentíamos que era la posibilidad del éxito más anhelado: la aprobación de los dioses del Olimpo. En esa ocasión se trataba de algo muy importante para mí, pues las musas eran mis hermanas.
No me acuerdo bien si dibujé un barco. En cambio, recuerdo la obra de quien se llevó las palmas. Pintó una montaña. Por una de las laderas ascendía una tropa del ejército con sus uniformes amarillos; y, por la otra, subía un grupo de rebeldes con sus vestimentas verde oliva. Ambos bandos se hallaban próximos a la cima. El encuentro era inevitable. Ese día aprendí una palabra: expectativa.
Además, supe que un dibujo puede desconcertar a los dioses del Olimpo. Algunos adultos estaban asustados, otros sonreían con un nerviosismo políticamente cómplice.
Por aquellos días Caqui y Carlos llevaron la fotografía de una escuadra de aviones B-26. Estaban alineados en la pista del aeropuerto militar de Columbia. Nos contaron, sin alardes, que su papá los dejó conducir por la pista uno de aquellos bombarderos. Fueron los Prometeo de la jornada.
En dos ocasiones yo también fui un héroe, pero debí ocultarlo. Una de las veces por no poseer el testimonio gráfico que avalara mi audacia de Ícaro afortunado. La otra, porque mi familia me pidió que guardara el secreto, tal vez porque actué más rápido que el mismísimo Búffalo Bill.
Mi padre tenía un negocio en Santiago de Cuba, y en las vacaciones íbamos allá. A veces en los ómnibus de la Santiago-Habana; otras, en los Viscounts de Cubana de Aviación. Como él viajaba con frecuencia por esta línea aérea conocía a todas las tripulaciones. Una noche, cuando en pleno vuelo le conté que los hijos de Tabernilla pilotaron por la pista un B-26, me dijo: «Pues tú lo harás por los aires».
Poco después estaba en el asiento del capitán moviendo un timón de medialuna. A la derecha habían tres palanquitas; a mi alrededor, decenas de relojes iluminados. A través de los cristales una oscuridad infinita que de pronto se rompió allá abajo con algo que parecía un puñado de diamantes. «Aquella es la ciudad de Manzanillo», dijo el piloto.
Cuando regresé al asiento le conté la hazaña a mi madre. Ella sonrió incrédula. Mi padre confirmó mis palabras y le comentó por lo bajo «estaba puesto el piloto automático». Entonces no sabía que significaba aquella frase. Lo cierto es que como ignoraba quien era Ícaro, me sentí Flash Gordon conduciendo su nave espacial.
La segunda anécdota fue un secreto hasta el triunfo de la Revolución. En Ciego de Ávila había una cafetería llamada Santiago-Habana, donde comían los pasajeros de los ómnibus. Cuando entramos el mobiliario eran mesas con un sofá a cada lado. Quedaba desocupada una. Me senté frente a mi madre y hermana Coqui, para ocupar un puesto casi vacío, pues lo usurpaba un sombrero tejano, el cual coloqué en una esquina del respaldar.
No comprendí porque mi familia se sintió nerviosa. Intuí que existía alguna relación entre la actitud de ellas y el sombrero. Claro, desconocía que Rolando Masferrer era representante en el Congreso, y sobre todo el jefe de un grupo paramilitar y sanguinario conocido como «Los Tigres».
Me levanté un par de veces. Al regresar, el tejano estaba en mi puesto. Mis familiares permanecían en un temblor. Para acabar con todo aquello tiré el sombrero al suelo, le di dos pisotones y me senté. Masferrer, quien había terminado de almorzar, me dio dos palmaditas en la cabeza y exclamó: «¡Este muchachito, este muchachito!»
Al retirarse el jefe de «Los Tigres» mi madre me dijo quién era el del sombrero. Ellas perdieron el apetito. Pero yo me sentí tan valiente como Roy Roger; claro, tampoco sabía quien era Ulises.
La valentía y el miedo son el levante y el poniente de todo aprendiz de humano. Recuerdo que fuimos en taxi al cementerio de Santa Efigenia, en Santiago de Cuba, a visitar el Mausoleo de José Martí. Me sentí emocionado. En eso se escuchó un estampido. La expresión del taxista y de mi madre me aterraron. Mi lógica infantil no asoció aquel pánico repentino con una bomba, sino con un muerto. Durante una semana tuve pesadillas.
En cambio, a veces los adultos infunden valor. Me encontraba con mis padres en el comedor del hotel santiaguero Casa Granda, cuando comenzó un tiroteo con más balas que cualquier episodio de la televisión. Mi papá, sin inmutarse, echó una ojeada alrededor, y exclamó: «Este lugar es seguro».
La frase fue un conjuro contra todos los temores. Bueno, al menos para nosotros, pues el resto de los comensales desaparecieron. El camarero se acercó caminando semiagachado, y preguntó tembloroso: «Ustedes ya terminaron, ¿verdad?». Mi padre pidió el postre y el café.
En esa ocasión me sentí valiente otra vez, tanto, que ahuyenté el terror por el muerto desconocido. El recuerdo de aquella escena de combate urbano me acompaña aún, sobre todo cuando el miedo se acerca agazapando y me pregunta «¿Ya terminaste?».
El Movimiento 26 de Julio convocó a un paro nacional para el 9 de abril de 1958. Ese día conocí la palabra huelga. Mi madre fue a Santiago de Cuba para acompañar a mi padre, pues se temía que en aquella ciudad la represión fuera mayor, y me mandaron con mis hermanos a la casa de nuestras tías paternas en San Antonio de los Baños, al suroeste de la capital.
En esos días me encapriché de un revólver de fulminante y me lo compraron. Mi primo, cuatro años mayor que yo, y que fue criado con una sobreprotección de espanto, comentó: «A Ricardito lo van a enseñar a fidelista». El tiempo demostró lo errado de aquel vaticinio. Y no solo porque ahora detesto las armas.
Luisito del Pozo era diferente a Caqui y a Carlos. Recuerdo que invitó a todos los del aula a su cumpleaños. Llevar un regalo era parte del protocolo infantil. Fui con mi madre a la tienda El Encanto, el Corte Inglés habanero de los cincuenta, para comprar un jugete digno del nieto de un alcalde capitalino. Me decidí por un juego de médico. A mi familia le pareció lo suficiente caro.
En la fiesta lo pasé bien. Mas el primer lunes después del cumpleaños, Luisito comentó entre nosotros: «Me gustaron los regalos, menos uno» y agregó con desdén: «el del juego de médico». Aunque omitió mi nombre, me sentí humillado.
Desde entonces detesto a los pedantes. Sin embargo, como el tiempo nos hace benévolos (hace varias décadas que no nos vemos) compadezco a aquel niño —y a cualquier otro— que cambie la sencillez por ciertas tácticas sociales —o asociales— de los dioses del Olimpo.
Una noche paseábamos en auto por el Laguito, un lugar apartado y rodeado de árboles. En eso Chile gritó «¡Ricardo, no mires!». Tengo el recuerdo borroso de dos piernas colgando. Después supe que algunos revolucionarios eran ahorcados, o los mataban a balazos en cualquier calle. Esto último también le ocurrió a más de un agente de la Policía Nacional.
A las seis de la mañana del primero de enero de 1959, una vecina —ahora en el exilio— tocó fuertemente en la puerta de nuestra casa. Estaba muy contenta y gritaba: «¡Se fue el tirano, cayó Batista!».
Mi familia al instante se sintió feliz, al igual que más del 95% de la ciudadanía. Se respiraba la esperanza. Quién iba a imaginar que la República, que había comenzado su agonía siete años antes, estaba al borde de la muerte.
«Revolución, sí: Golpe de Estado, no» fue la consigna que lanzó Fidel Castro desde la provincia de Oriente para convocar a una huelga general. Mi hermano Tony, de 17 años, me explicó lo que debía decir, y nos montamos en un ómnibus de la ruta 30. Como no había cumplido los 9, me robé el «show».
Mi actitud de «agitador político» contrastaba con los músicos de «las guaguas», los que después de entonar o desentonar una canción acompañándose con guitarra, claves o maracas, pasaban el sombrero diciendo «Coopere con el artista cubano».
Por bromear, mi familia mostró a unos vecinos la fotografía de una fiesta de disfraces: «¡Miren a Ricardo con los Tabernilla y con el nieto de Justo Luis del Pozo». Me defendí: «Sí, pero ellos están vestidos de cowboy, y yo soy el único indio».
Unos meses después, el 9 de mayo, hice la primera comunión con mis condiscípulos de La Salle de Miramar. (Naturalmente, ya no estaban con nosotros ni Caqui, ni Carlos, ni Luisito). Fue una Eucaristía con tanto fervor como lujos. La misa la ofició el nuncio apostólico Luis Centoz en San Antonio de Padua, un templo que entonces tenía aire acondicionado.
El desayuno fue en el Habana Yacht Club (rebautizado por la Revolución como Círculo Social Obrero Julio Antonio Mella). Según cuentan, años atrás allí no dejaron entrar a Batista por ser mulato. No le valió ni ser el presidente.
Que Fidel Castro estuvo en el colegio de Belén, donde estudiaban los hijos de la más alta burguesía criolla, no es noticia. Pero la mayoría ignora que hizo su primera comunión en La Salle de Santiago de Cuba. Y que en 1959, en La Salle de Miramar se organizó una colecta entre el alumnado para comprar el tractor que se donó a la Reforma Agraria (que muchos calificarían de agria).
Toda revolución trae consigo un clima de rebeldía —justificada o no— que influye en la población, incluida la infantil. Y si la fidelista convocó a huelgas y manifestaciones, y no fue de terciopelo, sino de plomo, se puede llegar a ser subversivo —con causa o no.
Esta atmósfera se entremezcló con mi «madurez» de nueve años. Una tarde el ómnibus de la escuela se rompió a mitad de itinerario. El chofer, así como el profesor que debía velar por la disciplina, se bajaron para reparar el motor. Entonces tuve la infeliz ocurrencia de convocar a una fuga masiva.
Muchos me siguieron. Llegamos a nuestras casas a deshora y por cuenta propia. Me dejaron seguir en el colegio porque no era un mal alumno, pero me expulsaron de su sistema de transporte escolar.
Mi reacción fue pasar a una fase violenta. Días después esperé que aquel ómnibus verde y adverso cruzara por la esquina de mi casa. Con una escopeta tipo Winchester de aire comprimido que lanzaba pequeñas municiones de cobre disparé contra la cabina. El chofer cambió la ruta; y mi familia decidió matricularme en La Salle de Marianao.
En esta escuela la clase social más alta era la media. Pronto hice nuevos y buenos amigos. En octubre me sorprendió la presunta aparición del comandante Camilo Cienfuegos. Sentimos una alegría semejante a cuando triunfó la Revolución; pero con los meses el júbilo pro gubernamental se transformó en rechazo. Los decretos, como un péndulo inexorable, se movían de la justicia a la injusticia, de la sonrisa a la mueca, del aplauso al llanto, de la esperanza al paredón.
En el colegio, en el barrio y en mi hogar comenzaban a presentir que la República moría. Tony, entonces con 19 años, se enroló en el Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP), una agrupación que hizo lo posible por derrocar al gobierno con tiros, proclamas y bombas. El dios Marte andaba otra vez en las calles.
Los máximos dirigentes del nuevo régimen aseguraron que la Revolución era «humanista». Pocos dudaban que era comunista; y varios sectores de la población consideraban que se traicionó a la genuina. Surgió un chiste: «Fidel es como un melón de agua: verde por fuera y rojo por dentro». Algunos niños comentábamos: «Le va a crecer la nariz como a Pinocho»..
Coqui, su novio y yo fuimos una tarde al cine Riviera. Proyectaban Las Nieves de Kilimanjaro. Le precedía un film soviético. Después del Koniec, apareció en pantalla el león de la Metro Goodwin Mayer.
Algunos aplaudieron. Prendieron las luces. En un acto de surrealismo patriótico se escuchó por las bocinas el Himno Nacional. Nos pusimos de pie. De nuevo la oscuridad y el rugido hollywoodense. «¡Abajo Fidel!», gritó alguien. «¡Que viva!», exclamó otro. Aquella discusión la finalizó una llamarada. Era «fósforo vivo». Los espectadores huimos por unanimidad.
El 15 de abril de 1961 fue bombardeado el aeropuerto de Columbia, que desde hacía meses era conocido como las FAR (Fuerza Aérea Revolucionaria). Era el mismo de la fotografía de Caqui y Carlos. Mi domicilio queda tan cerca, que algunos fragmentos de metralleta cayeron en el jardín. El ruido era más intenso que el de todas las películas de guerra juntas.
En esa circunstancia me acordé de Pluto, y me guarecí debajo de la cama tan rápido que mi familia no sabía donde estaba. Comenzaron a llamarme desesperadamente. Desde mi refugio respondí con la voz del ratón Mikito: «Aquí estoy».
Unas semanas después, por imitar a mi hermano y a escondidas de él, organicé un grupito de niños conspiradores. Escribimos a máquina en unos papeles engomados: «¡Abajo Fidel!, ¡Abajo el comunismo!» Para dar el ejemplo pegué varias proclamas en los cocoteros que habían en el Círculo Patricio Lubumba (poco antes se llamaba Miramar Yacht Club).
Al día siguiente volví al lugar. Me habían descubierto y me cayeron atrás. Corrí y corrí, pero me atraparon en la tercera base del campo de pelota, justo cuando anhelaba ser Superman para salir de aquel lío. Me trasladaron en auto al Departamento Técnico de Investigaciones (DTI). Allí se atendía por lo general casos de delitos comunes, pero también algunos políticos.
Durante horas me sometieron a fuertes interrogatorios. Me dejaron un rato en una celda donde dos hombres yacían en el piso. Uno de ellos tenía sangre en la frente, y como venda un pedazo de papel de periódico. Me aseguraron que al día siguiente lo llevarían al paredón porque habían puesto una bomba. Sentí todo el miedo que cabe en once años; pero no confesé quiénes escribimos aquellas consignas, ni las actividades clandestinas de mi hermano. (A él lo hubieran fusilado).
Por la noche vino a verme un oficial vestido de civil. Era un hombre mayor. Me invitó con mucha amabilidad a comer en otro cuartel. Una vez allí me preguntó mi dirección para llevarme a la casa, asegurándome que no tendría ningún problema, pues yo era un niño. Desconfié, y respondí: «Déjeme donde me atraparon».
En la esquina de la 5ª Avenida y 84, a unas cuadras de mi domicilio, no pude más y propuse que me dejaran allí. Tenía un plan audaz. Me internaría en el Monte Barreto, un matorral inmenso, para evitar que me siguieran. Yo había sido Lobato —rama infantil de los Boy Scout que se inspira en el Libro de la Selva de Rudyard Kipling—, y por tanto me sentí Mowgli.
La muerte no puede ser más oscura que aquella noche. Sin embargo avancé por la maleza. La osadía me alcanzó para unos pocos metros, y regresé. (Hay que comprender que esa vez Mowgli no contaba con la compañía de la loba Akela ni la del oso Baloo).
Ese mismo año se organizó la Campaña de Alfabetización. Era como si la diosa Minerva anduviera con un farol chino por los campos de Cuba. Boby, quien era muy amigo mío, se incorporó a las Brigadas Conrado Benítez. La muchachada lo consideró un traidor. Meses después aquel maestro improvisado y adolescente emigró a Estados Unidos.
El Norte era —y es— el punto cardinal más frecuente en las brújulas criollas. Poco faltó para que me sacaran del país por la operación Peter Pan. Mi padre se negó: «No vale la pena, la Revolución cae en cualquier momento».
Durante un par de años no me mandaron a la escuela para evitar que los comunistas me adoctrinaran. Era un Tom González Sawyer en una isla del Mississippi, digo, de Las Antillas. Sólo que cada vez contaba con menos Huckleberry Finn; y hasta mi Becky Thatcher de aquellos días — Lara — se fue a vivir a la patria de Mark Twain.
Me sentí como Robinson Crusoe, pero sin Viernes. Por eso me alegró que mi padre comprendiera que falló su oráculo político, y me matricularon en el colegio Cuba Socialista. Allí hice amistades rápidamente. Pocos provenían de la burguesía; y algunos, incluso, eran huérfanos criados en la antigua Casa Cuna de la Beneficencia o habían vivido en barrios marginales como Las Yaguas, Romerillo y Llega y Pon.
Pronto descubrí que en cualquier clase social hay gente tan agradable como Caqui y Carlos Tabernilla, hasta tan pedante como Luisito del Pozo.
Me convertí en un líder de Cuba Socialista; es decir, del colegio con ese nombre. Cuando quisieron expulsar injustamente a nuestra profesora, convocaron a una reunión donde fungiría como jurado el Consejo de la Escuela, y los alumnos seríamos el publico—contraparte. Pronuncié un discurso que ni Perry Mason. La maestra conservó su puesto y a la directora la trasladaron a otro centro.
Me sentí muy útil gestionando, junto con otros condiscípulos, que colocaran una señal de Zona Escolar en las inmediaciones de Cuba Socialista; o localizando y erradicando un foco generador de mosquitos próximo a la escuela. Era una especie de Robin Hood contemporáneo y urbano.
Poco después, con trece años, reencarné en Don Juan Tenorio; no porque fuera un mujeriego precoz, sino por representar a este personaje en una incursión del protagonista más famoso de Zorrilla en la época inicial de la Revolución Cubana. Mi actuación recibió muchos aplausos exteriores y una rechifla interior. La obra concluía con este bocadillo:
Adiós, hermano, nos vemos
y recuerda muy
bien esto:
¡Patria o Muerte, Venceremos!»
Fue mi debut en la doble (in)moral. Me adentré en la mentira mucho menos que otros, es cierto; pero me avergüenzo aún de haber dicho por primera vez lo que no sentía; no por las palabras que integran la consigna, sino por el eslogan de un gobierno del que casi siempre he disentido. Esa fue mi crucifixión personal de la República. Como escribió Miguel Ángel de Quevedo: «Todos somos culpables».
Transcurrieron los años y la Revolución tornó la Historia en mito. Hizo de la República una tira de comic, y le puso como apellido «Mediatizada», en donde no hubo más héroes que los comunistas del patio. Los éxitos de la Nación se multiplicaron por cero, y los errores por mil; como si la verdadera República hubiera nacido 57 años después.
Mi hijo David, que cursa el noveno grado, partirá con sus condiscípulos a realizar labores agrícolas durante tres semanas, sin comprender, quizás, que su generación y la mía derribarán a Goliat.
Mientras Daniel, mi otro hijo, de ocho, quien ignora que se halla en un foso rodeado de leones, se ajusta la pañoleta; y esta mañana gritará la consigna de su organización escolar, donde no hay cabida para Mowgli: «¡Pioneros por el comunismo, seremos como el Che!».
No tiene opción. Se halla ante un pelotón de simuladores. No podrá invocar otro nombre de ficción o histórico, profano o divino, antiguo o contemporáneo. O exclamar simplemente: ¡Seré!
La Habana,
febrero del 2002
Ricardo González Alfonso es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.