Permitidme que os hable de Sombrío —dice Gruell Ojoblanco—. Así llamamos a nuestro mundo. —Mientras habla, con una copa de vino en una mano, pasea la ebria mirada azul por el local—. ¡Todo es Sombrío! Y corre por mis venas, por las vuestras y por las de cada ser latente.
En la yascahospedaje de su propiedad, llamada Mirada de Olsarenna y enclavada a las afueras del pueblo de Dunas, la noche que narramos hay apenas una decena de clientes.
—Ahora… —continúa una vez más el cuentador, tras darle un sorbito a la copa y paladear el vino por un instante— os voy a hablar de un capitán llamado Patamadera, cuyo barco se hundió, durante la «mayor tormenta que no recuerdan ni los más ancianos del lugar», en las peligrosas aguas del mar de Idelán.
Cerca del escenario de cajas de madera, sentados a una tablacomer y acompañados por un adulto de feroz mirada, dos niños de unas nueve edades cenan muy atentos a las palabras de Ojoblanco.
El crío de la izquierda se llama Olffer de la Sangre: pequeño, delgado, guapo y de cabello y ojos marrones claros; el otro es su amigo Gueitán Pelinegro, más robusto, alto y de rasgos menos favorecidos; el pelo y los ojos también marrones, aunque oscuros y de aire melancólico.
El adulto de mirada fiera, que se sienta entre uno y otro niño, se llama Haras: treinta edades, grande, corpulento, de rasgos duros y barba negra larga que roza el abultado vientre. Se parece mucho a Gueitán, sobre todo en la forma de la nariz, lo cual es normal pues se trata de su padre.
Inclinado sobre la tabla, Haras Pelinegro bebe cerveza a grandes sorbos y pesca con los dedos del plato de su hijo. La mirada fija en el vacío, como si observase la nada que flota junto a la tabla.
Su hijo está tan pendiente de lo que dice Ojoblanco que el tenedor, donde pincha un trozo de carne, queda suspendido en el aire, a medio camino entre el plato y la boca abierta de sorpresa.
—Come, por el coño de aquella —gruñe su padre. Y por si la frase no fuera suficiente acicate, le sacude al hijo una sonora colleja—, que pareces idiota.
Los ojos del amigo de Olffer se humedecen.
Olffer sabe que le ha hecho daño a su amigo. Haras ha sacudido fuerte y en los enormes dedos lleva varios anillos. Lo mira Olffer con gesto enfadado. El otro mantiene su mirada, semblante serio, hasta que él fija su atención de nuevo en Gruell Ojoblanco.
—No es para tanto, niño —le oye decir a Haras—. Golpes más fuertes sacude la vida. Es mejor que estéis preparados para ellos.
«Malditos padres», piensa Olffer, y se pregunta qué hace el suyo que no se sienta de una vez con ellos. Cuando su padre dijo que iban a viajar hasta la yasca de Gruell Ojoblanco, a Olffer le dio mucha alegría. Pero ya no está tan contento.
Yllmer de la Sangre permanece acodado. Bebe una jarra de cerveza mientras habla entre sonrisas con un hombre bajito, de piel oscura, que no deja de reír.
—El capitán Patamadera se dio cuenta de que en la isla de Alcontrario —dice mientras Ojoblanco, atrayendo por un momento la atención de Olffer. Le fastidia no estar prestando la debida atención a la historia—, todos sus habitantes caminaban de espaldas y hablaban un lenguaje tan extraño que para saludar decían «aloh» y para despedirse «sóida».
Olffer nota que alguien lo mira. Es una sensación extraña e incómoda.
El observador, situado a varias ornas, viste un sobretodo rojo. A Olffer lo sorprende el color. Parece una mujer bastante joven. Lo sabe él porque, aunque la capucha del abrigo le oculta la cabeza, las formas de su pecho no dejan lugar a dudas. Es menuda y delgada. Está sentada en un rincón, sin ninguna compañía. Olffer ve los ojos de la joven
—azules como el río agitado—, pues destacan entre los pliegues de la capucha que le cubre la cabeza, mientras los demás rasgos permanecen en sombra.
En la tablacomer de ella no han servido nada, y sus manos reposan, pequeñas y muy pálidas, en la madera.
—Tengo que hacer pis, señor —dice Gueitán con voz temerosa, atrayendo de nuevo la atención de Olffer.
Haras fulmina a su hijo con su habitual mirada, una capaz de quebrar piedras, espantar perros y hacer que niños como ellos se orinen encima antes de poder llegar a pronunciar la primera sílaba de cuartoaseo.
—Y qué quieres de mí, niño —gruñe el padre de su amigo, despectivo—, ¿eh?,
¿que te la saque y te la sostenga?
Gueitán niega con la cabeza, la mirada clavada en la tabla.
—Ve, maldita sea —añade Haras, golpeando la tabla con la mano abierta—. Y no pidas permiso para todo.
Olffer contempla con tristeza a su amigo mientras este se levanta.
La puerta del local se abre en ese preciso instante, dejando pasar el sonido del viento.
Y a dos hombres.
Visten ambos sobretodos negros, de viaje, arrugados y cubiertos de polvo. Ambos los sacuden sobre la tarima, sin miramientos. Un par de clientes cercanos los miran con enojo, aunque no llegan a quejarse en voz alta.
Son los recién llegados hombres fornidos —uno mucho más alto que el otro—, de rostros barbudos y miradas duras. El más alto también dobla en edad al otro.
Caminan a la par hacia el mostrador —cruzándose a medio camino con Gueitán, que se para en seco para dejarlos pasar—. Los clientes que están allí les hacen hueco con rapidez sin que ellos tengan que pedirlo. Los dos hombres se acodan, entre pocas disimuladas miradas de desprecio.
Sus sobretodos se han abierto y permiten ver a Olffer la camisa y los pantalones amarillos —otro color poco usual en el vestir—, aunque lo que le llama su atención son los revólveres que uno y otro llevan al cinto. Relucen las armas a la luz de los faroles. Olffer imagina que son hombres de la autoridad, porque no todo el mundo puede portar armas en Albor.
El más joven de los otros lo mira a su vez. Los ojos le parecen verdes, pero tan furibundos que el niño aparta la mirada.
Olffer ve con sorpresa cómo su padre, tras despedirse del hombre con el que hablaba, se acerca muy sonriente a los recién llegados. Hay un breve intercambio de palabras entre ellos que él no es capaz de escuchar.
—¿Ves a esos colorina que están con tu padre, Olf? —dice Haras, inclinado hacia él. El aliento le apesta a cerveza.
Olffer asiente, sin apartar la mirada de su padre y de esos dos hombres.
—Son camisamarillas —continúa Haras—. Malditos saldadeudas para Banco Olmoviejo. Aunque no están aquí por eso. Tu padre tiene un asunto con esa gentuza y me ha pedido que venga por si acaso. —Haras se gira y los observa también por un momento—. El orina es un color extraño para vestirlo —añade al rato, como si pensase en voz alta, y después le da otro sorbo furioso a su jarra de cerveza.
«Tanto como lo es el rojo para que cualquiera lo vista, a no ser que se esté de luto», piensa Olffer. Ha vuelto a mirar a la mujer embozada al notar de nuevo que ella lo observaba.
—¿Por qué no vas a ver si Gueitán se la encuentra solo? —le dice Haras. Olffer no se mueve. No puede dejar de mirar a aquella misteriosa mujer.
—¿No me has oído? —insiste Haras. Los ojos del padre de su amigo son dos bolas, tan frías como le ha oído decir a su abuela que son las tierras de Pesarlento—. ¡Ve, vamos!
Olffer se pone en pie y camina hacia el cuartoaseo. Al pasar cerca del mostrador oye hablar a su padre y a los extraños que lo acompañan.
—¿Has traído el mapa contigo? —le oye decir al hombre de más edad.
—¿Y vosotros el dinero? —replica su padre, con una sonrisa en los labios.
—No tratarás de engañarnos, ¿verdad? —dice el más joven, encarándose a su padre.
—Tranquilo, hijo —le dice el hombre de más edad al otro, mientras le pone una mano en el hombro—. Parece que el amigo Yllmer cree que somos dos yemahuevos a los que se puede timar.
Olffer mira a Haras. Lo ve levantarse de la tabla y mirar hacia el mostrador. Sonríe el niño. El gigantón de casi dos ornas de altura y aspecto fiero, el mismo que tanto miedo le da siempre, está allí para ayudar a su padre.
—Os juro que no os engaño —dice su padre, enseñando las palmas desnudas de ambas manos—. Pero lo tengo afuera, en el establo, en la bolsa de mi caballo. Venga, amigo, dile a tu chico que me suelte; bebamos una copa y salgamos por el mapa.
Olffer da un respingo cuando alguien le apoya una mano en el hombro.
—Calma, Olf —le dice una voz familiar. Es Gruell Ojoblanco. Le habla, inclinado hacia él. El aliento le apesta a vino y los ojos color mar brillan en exceso—. Mientras otros dos miembros del Clan del Árbol Torcido estemos aquí, nada malo va a pasarle a tu papá.
Olffer, aún nervioso por la escena que ha presenciado y que no termina de entender, intenta orinar. Le cuesta. Tampoco ayuda que Gueitán camine todo el rato a su espalda, de un lado a otro, como un animalillo atrapado.
Olffer oye abrirse la puerta. Mira hacia atrás por encima del hombro. Una mano arrugada empuja la puerta para volver a cerrarla.
Está a punto de mearse encima.
—Es el aseo de hombres —dice Gueitán con voz trémula, mientras hace frente a la recién entrada.
—¿Y qué hacéis vosotros aquí? —replica una voz anciana. Viste un sobretodo marrón. El pelo es gris y los ojos castaños—. Porque yo no veo hombres; solo a dos niñitos asustados.
Olffer siente la fuerza de sus ojos. Es una sensación extraña, como si la mirada de ella fuera capaz de adivinar sus más inescrutables pensamientos, los más ocultos. Se le eriza el vello de la nuca y de los brazos flacos. Se vuelve, avergonzado, mientras trata de abrocharse de nuevo.
—Estoy aquí por ti, Olffer —dice la anciana, dando dos pasos hacia él, encorvada y apoyándose sobre un bastón negro—. Lo siento. Lo que va a pasar será muy doloroso. Pero esto es algo que no puedo cambiar, que ya está escrito.
—¿Qué me pasa, Olf? —dice Gueitán.
Olffer mira a su amigo. Parece una estatua, los ojos muy fijos en él, paralizados.
—Siento lo de tu padre —continúa la anciana, atrayendo de golpe su atención—.
Pero ha de suceder. Tiene que morir.
Al oír aquello, alarmado, Olffer da un par de pasos hacia la mujer.
Nota como si dos manos invisibles, contra el pecho, lo parasen en seco con una fuerza increíble.
La voz de la vieja suena ahora dentro de su cabeza, al decirle:
«No quieres moverte».
Las piernas de Olffer son dos pesadas columnas de piedra insertadas en el suelo.
—¿Qué me pasa? —balbucea, confundido. Ella le habla de nuevo dentro de su cabeza.
«Olvidarás que me viste esta noche, Olffer de la Sangre. Creerás que todo fue un malsueño. Hasta que una noche, en la duodécima, al final conozcas la verdad».
Una detonación en la calle. Olffer está seguro de que ha sido un disparo. Pero sigue sin poder moverse.
Se da cuenta de algo que ha dicho antes la vieja: «Tiene que morir».
«¡Papá!», piensa con lágrimas en los ojos.
«Olvida, Olffer. Olvida».
Lo que él contempla es como un destello del Tosco en plena cara. Los ojos, muy abiertos, se le inundan de lágrimas. Nota cómo caen por la mejilla como cera caliente.
Un niño abre los ojos, gimotea aterrado.
El techo pintado de blanco de un cuartodormir. Su respiración apurada. El rostro de una mujer de pelo cano y ojos marrones asoma mirándolo y le sonríe como si el calor de ese gesto fuera capaz de calmar cualquier temor.
—Tranquilo, mi Olf —dice ella mientras acaricia su rostro con una mano rugosa—
, solo ha sido un malsueño y tu abuelita está contigo.
Javier López Campillo es delegado en Guadalajara de la Unión Nacional de Escritores de España.