Diario de Blas el taxista (I)

Relato de Pedro Almansa García
(La Navidad, luz y sombra)

Estamos en vísperas de Navidad y hago lo posible porque el espíritu de estas fiestas tan felizmente vividas en mi niñez me vuelva a hacer sentir bien, aunque mucho me temo que no va a ser nada fácil.

La madurez es un filtro de lo más exigente consigo mismo, según voy comprobando. Para alguien como yo, de trato fácil, pero poco dado a las confidencias, llenar un diario personal con pensamientos o vivencias que jamás me atrevería a contarle a otra persona, resulta de gran alivio.

Puede resultar extraño teniendo en cuenta mis 25 años cumplidos, pero así están las cosas. Siento que cada palabra escrita, cada párrafo meditado, aligera el peso existencial de mi vida y trato inconscientemente de minimizar alguna situación que por alguna razón ha sembrado la frustración en mi ánimo.

Es como un manual mediante el cual voy aprendiendo sobre mí mismo y me condiciona a reflexionar sobre algo o alguien que por alguna razón me ha hecho sentir incómodo, y más tarde a solas con este diario, idiota, incluso por no haber sabido encontrar en ese momento las palabras adecuadas para salir airoso.

La cuestión está en que, cuando alguien de forma gratuita me ataca verbalmente, en cierta manera me quedo bloqueado, sin saber qué responder. Sospecho que debe ser la educación que he recibido. En el fondo admiro a ese tipo de personas que tienen el ingenio, la capacidad innata de reaccionar rápidamente y con lúcida agudeza ante cualquier ataque verbal. Y lo que es mejor, sin perder la calma. Incluso con humor. Es un arte o una disciplina por la que tengo el propósito de aprender a dominar. Al igual que aprender a ligar, algo que cada día, por mi trabajo, se me antoja más difícil.

Tomás, el amigo de mi padre y el dueño del taxi, por el momento no parece tener intención de cambiar mis turnos de noche, lo que ocasiona que al contrario de la gente de mi edad vivo la vida nocturna y el ocio desde el otro lado del volante. Durante el día, cuando no estoy durmiendo, parezco un maldito zombi, mientras el personal está en sus respectivos trabajos o van a lo suyo.

La madrugada del sábado, sin ir más lejos, recogí a una joven pareja en la puerta de un conocido local de la ciudad. La chica, realmente preciosa, parecía serena o al menos con poco alcohol en su cuerpo. La pareja, un tipo con aspecto de machacarse en el gimnasio, me causó la misma impresión. Eso me tranquilizó. No me gusta que vomiten en los asientos traseros. Aunque no sería la primera vez ni tampoco la última. Una vez acomodados en el interior del taxi, la joven, con voz clara, rápidamente me indicó la dirección.

—¡No!, espere —intervino el joven tajante y se puso a hablar con ella recordándole algún tipo de acuerdo previo al que quizá la chica en el último momento había cambiado de opinión.

—Estoy cansada y me apetece llegar a casa. Prometí a mis padres que llegaría sobre esta hora —se disculpó ella con firmeza.

—¡Venga!, ¡no seas tonta!. Vayamos a mi casa.

—¡No insistas!— replicó ella impaciente. No pude evitar echar una ojeada preventiva por el retrovisor. Ya he vivido experiencias similares que acaban de mala forma. El tipo le cogió la cara con las dos manos e intentó besarla. Ella ladeó la cabeza y lo miró con severidad. Por su parte, el chico no se dio por vencido y volvió a insistir.

—¡He dicho que no!. Por favor bájate del coche. No es necesario que me acompañes.

El cachas, claramente frustrado, la miró con cara de pocos amigos. Resultaba obvio que no había alcohol en exceso por parte de él, pero sí de un gran deseo sexual acumulado. Descubrió que les estaba vigilando por el retrovisor y torció el gesto.

—¡Eh, tú! Esto no es de tu incumbencia —refunfuñó disgustado dirigiéndose a mí. Me incomodó su tono agresivo y que me tutease sin más. No respondí. Me limité a girar la cabeza para mirar a la chica.

—¿Me repite la dirección, por favor? Ella lo hizo, pero antes obligó al joven a bajar del taxi. El fuerte y airado portazo me incitó a increparle, Pero lo dejé correr. Mientras conducía en silencio tuve el impulso de volver a hablarle. Intuía que ella también se sentía muy incómoda por lo sucedido.

La joven había demostrado tener carácter y sabía emplearlo cuando era necesario. Le dediqué un rápido vistazo por el rabillo del ojo. No parecía especialmente incomodada por lo sucedido. Contuve como pude un suspiro producido por la admiración. Era la primera vez que la veía y me precio de tener buena memoria para recordar las caras. Especialmente de las chicas.

—Siento que se haya peleado con su chico —dije sin pensar.

—No es mi chico —respondió con rapidez. Por el retrovisor observé cómo sus labios marcaban una bonita sonrisa no exenta de ironía.

—Lo he conocido esta noche —añadió con desenfado.

—Disculpe, no pretendía ser indiscreto.

—Disculpado. No se preocupe. Estoy acostumbrada a que estas cosas me ocurran.

Por un segundo pensé que se burlaba de mí. Calculé que no tendría más de 20 años. El resto del viaje lo hice en silencio cavilando qué tipo de pregunta podría hacerle sin parecer estúpido.

—Me llamo Blas —anuncié finalmente.

—Candela —replicó ella con voz átona.

—Bonito nombre —respondí con sinceridad.

—Gracias.

Tuve la impresión de que no le importaba continuar la conversación. Por la dirección a la que nos dirigíamos, bastante alejada del Centro, no podía arriesgarme y parecer vulgar con el farol de decirle que tenía la impresión de conocerla. «El taxista no debe iniciar o persistir en una conversación con su cliente, si este no da pie».

—No recuerdo haber atendido antes una llamada de usted —dije, en cambio, dejando a un lado las recomendaciones de mi jefe—, estoy seguro de que la recordaría —añadí, decidido.

Aún no sé de dónde obtuve el valor para pronunciar lo que pretendía ser una galantería. Almería es una ciudad relativamente pequeña, pero con muchos referentes a los que recurrir, si ella correspondía.

—¿Me estás tirando los tejos, Blas?

El tuteo y la pregunta por directa me dejó sin palabras. Por supuesto que se los estaba tirando, pero no era procedente ni ético admitirlo, tratándose de una cliente. No la conocía, incluso podía enfrentarme a una denuncia por acoso. Admito que me asusté.

—Disculpe, otra vez. Solo quería ser amable. Lo siento.

Candela rio por lo bajo. Pero se abstuvo de hacer un nuevo comentario. El resto del viaje ninguno de los dos abrimos la boca. Solo los mensajes del radioteléfono consiguió romper  el forzado silencio.

Ahora, mientras escribo estas líneas en este diario que hace las funciones de psicoterapeuta, me doy cuenta de los cercanas físicamente que pueden encontrarse dos personas, y al mismo tiempo la gran distancia que las separa. Al fin y al cabo para Candela solo soy el taxista que la llevó a casa. Para mí, en cambio, ella es la chica de la que podría enamorarme con facilidad.

—Adiós, Blas —se despidió ella después de abonar el servicio y regalarme una nueva sonrisa.

—Hasta la vista, Candela. Buenas noches y Feliz Navidad.

Ni siquiera la he visto a la luz del día, aun así estoy seguro de poder reconocerla en cuanto la vuelva a ver. Ahora dejaré este diario para dormir unas horas. Ignoro lo que va a ser de mi vida. Pero no cejaré en mi empeño, sea cual sea.

—Continuará—

Pedro Almansa García es vocal honorario de la Unión Nacional de Escritores de España.