José María Fernández Núñez
La exposición que hago sobre la política de Josef I Bonaparte y no
Napoleón como se le conoce erróneamente en algunos documentos, está basada en
la primera constitución que los españoles votaron en la ciudad de Bayona,
Francia, no solo la votaron si no que la elaboraron sin mediaciones de ningún
tipo, la única imposición por parte de Napoleón fue que representantes de la
sociedad española de aquel tiempo acudieran voluntariamente a crearla y
desarrollarla en beneficio de la nación española. Bien una vez creada y
aceptada por los españoles asistentes cuya lista es numerosa y que también está
a disposición del que desee estudiarla, se puso en marcha a la llegada del rey
legítimo Josef I a su trono en Madrid. el 7
de julio de 1808 después de jurar la nueva
Constitución y de recibir, acto seguido, el juramento de fidelidad de los
componentes de la junta española de Bayona, estas legítimas como viene
determinada en mi próximo trabajo « El Sexenio Revolucionario 1808/14»; ordena
a Sebastián Piñuela con fecha 5 de julio comunique a Arias Mon, decano del
Consejo la real Orden anunciando la próxima salida de rey de Bayona con destino
a España, el día 6 o 7 y aunque no se sabía la fecha concreta de llegada a
Madrid, El sábado 9 de julio salió de Bayona para Madrid el rey Josef I con su comitiva española, formada por los
diputados de la asamblea. Como consecuencia de ella la Sala de Alcaldes
a instancia del Lugarteniente del reino, confeccionó un expediente que consta de 18 documentos relativo a los impresos de un aviso
para tranquilizar a los habitantes de Madrid por el repique de campanas y
salvas de artillería que se hará con motivo de la entrada del rey Josef I en
España. Al cabo de los tres días de estancia en Madrid, el
23 de julio, promulgó el Estatuto de Bayona como norma jurídica legal y
legítima para todas las posesiones españolas en un intento de ganarse el apoyo
de los ilustrados españoles, los llamados afrancesados, sin hacer triunfar
el programa reformista de su gobierno.
La
Constitución aportaba toda clase de beneficios para los españoles en todos y
cada uno de los hábitos, cosa que no fue aceptada al ponerse en práctica y
originó una revolución que nada positivo aportó a la nación y sí negativo como
las pérdidas de las posesiones y el regreso de un rey que nunca lo fue hasta
que Napoleón le regaló al corona de España al abandonarla su hermano por
motivos que no hago constar.
Uno de los
cambios profundos fue precisamente el que se reflejó en estas gacetas que como
pueden verse era el principal causante para entender por qué un pueblo sometido
hasta la esclavitud carente de derechos luchaba a muerte contra aquél que le traía
precisamente lo contrario: Libertad, Igualdad y Fraternidad, aquí en la más
importante es la educación de los niños, todos sin distinción de clases, todos
iguales. En fin, aquí os dejo con estas directrices que cuando llegó de nuevo
el Borbón lo primero que hizo fue abolirlas en lugar de aceptar todo aquello
que beneficiase a la totalidad de sus súbditos.
Madrid 8 de noviembre 1809
INSTRUCCIÓN
PÚBLICA
Es constante que la mayor parte
de los hombres son buenos o malos,
útiles o inútiles a la sociedad, conforme a la educación que han recibido, y
según que es mayor o menor el cuidado que se ha tenido de
infundir desde la niñez en sus espíritus las máximas de la
sana moral, y las luces o conocimientos que debía
servirles de guía en su conducta durante el resto de la vida.
El hombre nace sí en la ignorancia, pero no en los
errores: estos son todos adquiridos; y como en la infancia la razón es
todavía
muy débil e imperfecta, de aquí es que el hombre está
entonces más expuesto que nunca a adquirir
los errores. Las impresiones que su alma recibe en esta época son
tanto más fuertes e indelebles,
cuanto son las primeras, y que se familiariza con ellas
fielmente. Por eso la primera edad en que el hombre no
tiene aún corrompido su corazón, ni su
entendimiento, exige la mayor atención de
parte de los padres y de parte del gobierno,
si es que aquellos quieren que sus hijos sean virtuosos y útiles algún día a sí mismos
y a la sociedad en que viven, y si es que
este quiere tener ciudadanos capaces de contribuir a la gloria y a
la
prosperidad de la nación. Debe
pues ponerse el mayor esmero en la educación de los
niños: esta puede ser pública o privada: la una es obra toda
de los padres, y la otra pertenece al
gobierno. Las leyes dirigen solo la educación pública, y no deben en manera
alguna entrometerse en la doméstica y privada, porque los
padrea ejercen dentro de sus casas, por lo
respectivo a la educación de sus hijos, la
autoridad de un magistrado y de un legislador. Pero, aunque
la ley no extienda su influjo sino sobre la educación pública,
sin embargo, debe procurar también el dejar el mejor número posible de
ciudadanos al cuidado de una educación privada; debe procurar en cuanto
sea
posible que todos los individuos de la sociedad
tengan unos mismos sentimientos, y reciban unas mismas
máximas, y esta uniformidad no puede lograrse si la educación y la
instrucción que se les da no es pública y común a
todos.
De consiguiente aquel plan de instrucción
pública será el mejor que después de estar
bien arreglado se extendiere a mayor número de individuos.
El de la instrucción de la niñez y de la
primera juventud debe, como más general, ser
también más uniforme por la mayor influencia que tiene en las
costumbres y modo de pensar de los hombres, y de
consiguiente en su felicidad y en la prosperidad
de los pueblos. La educación científica se dirige a formar la razón,
previniendo
y desterrando el error, y enseñando al hombre la verdad; pero como el
entendimiento
se va desenvolviendo por grados y sus
facultades se van manifestando poco a poco, es preciso acomodarse en
la
educación al orden que observa la misma naturaleza. Es menester que a los niños
y
a los jóvenes no solamente se les enseñe la verdad y se les instruya,
sino que también se les haga amable y
fácil esta instrucción. La brevedad de un discurso no nos
permite
entrar en prolijas discusiones sobre este particular; pero
procuraremos hacer ver cuán defectuoso
ha sido el método que se había seguido hasta
aquí en España en la educación de la
primera juventud, y las
ventajas
que deben esperarse del plan mandado observar por el actual gobierno.
Cuando hemos dicho que el plan de
instrucción pública que se extendiese a mayor número de individuos es el mejor, no ha sido
nuestro intento querer persuadir que deba ser
absolutamente uniforme la instrucción que haya de darse a todos los niños y
jóvenes
de una nación. Semejante plan solamente puede ser aplicable a los estados
pequeños
o repúblicas compuestas de pocos millares de
ciudadanos; y así es que entre los antiguos pueblos
solamente las pequeñas repúblicas de Creta y
de Esparta observaron esta rigurosa uniformidad en la enseñanza, porque la educación
era pública y común a todos los ciudadanos. Las leyes de
Minos y de Licurgo precisaban a los padres a entregar sus hijos, luego que
estos llegaban a cierta edad, a los magistrados y a
los maestros encargados del cuidado de su educación. Entre
los persas se observó el mismo método
mientras que su reino fue pobre y reducido a
estrechos límites; pero fue abandonada tan laudable
costumbre luego que Ciro aumentó con sus conquistas las riquezas,
el poder y la extensión de
aquél imperio. Aun en estos
pueblos solamente los hijos de los ciudadanos recibían esta educación
uniforme, pues estaban excluidos de ella los hijos de los extranjeros y de
los
esclavos, que componían el mayor número de la población, y se ocupaban
exclusivamente en las labores de la agricultura y
en el ejercicio de Las artes.
Este método uniforme de educación
y enseñanza no puede practicarse en las naciones modernas,
donde el número de ciudadanos es infinitamente mayor. Pero, aunque esto debe
causar una diferencia notable en el sistema de la
educación pública de los modernos respecto
del de los antiguos, no obstante, conviene
que se asemejan en cuanto a su universalidad,
es decir, que las leyes deben facilitarlos medios conducentes para que
todos los individuos de la sociedad reciban la
instrucción acomodada a su clase, y
procurar que los que queden privados de este
beneficio sean en el menor número posible. Basta
pues que todas las clases y jerarquías
de un estado participen de la educación
pública para que esta sea general: mas no es
preciso que todas reciban una misma instrucción.
No obstante, hay una instrucción que es ciertamente la más
principal, y que, extendiéndose a todas las clases de la sociedad, debe por lo
mismo ser igual y uniforme. Esta es la instrucción primaria, cuyo objeto es
enseñar a los niños a leer, escribir y contar, los preceptos de la religión y los
deberes del hombre en sociedad. Ningún gobierno que se precie de ilustrado
puede prescindir de la obligación que tiene de proporcionar a todos los
ciudadanos esta primera instrucción, la cual debe también ser gratuita, a fin
de que los hijos de padres pobres no queden privados de este beneficio. Los
españoles que tan francos y liberales han andado en erigir y dotar ricamente monasterios,
en fundar capellanías, cofradías y otros establecimientos de piedad no han mostrado
el mismo ardor en fundar y dotar escuelas para la primera instrucción, siendo así
que esta es una de las obras de beneficencia más agradables a los ojos de la
divinidad, y más útiles al estado. En algunas provincias de España, y
particularmente en las de Vizcaya, Navarra y Rioja, se ha cuidado con mayor
esmero que en otras de esta parte tan esencial de la educación pública; pero en
las más ha estado casi abandonada, habiendo infinitos pueblos, aun de mediana población,
donde apenas se encuentra un vecino que sepa leer y escribir, inclusos los
alcaldes, por no haber una escuela; al paso que en los mismos pueblos solía
haber algún convento de frailes o de monjas, hermandades de varios santos y
cofradías, que en limosnas y funciones se llevaban al cabo del año mucho más de
lo que pudiera gastarse para mantener un buen maestro de niños. En muchos
pueblos que tienen escuela hay también el inconveniente de no ser gratuita la
enseñanza, debiendo los padres de los niños contribuir mensualmente para la manutención
del maestro con un cierto estipendio, el cual es mayor o menor según que los
niños están más o menos adelantados en la enseñanza. Esto hace que los padres
pobres no puedan dar a sus hijos ni aun esta escasa instrucción; y no estando
ellos en disposición de suplir o hacer en sus casas las veces del
maestro, resulta que los niños pasan los primeros años de su vida en la
ociosidad, sin sujeción alguna, y contrayendo acaso malos resabios y perversas
costumbres, que van en aumento en la juventud por la ignorancia y por la mayor
libertad que entonces disfrutan. Sin embargo, en España hay recursos en abundancia
para dotar escuelas gratuitas de primeras letras en todos o la mayor parte de
los pueblos, sin que para ello sea necesario gravar el erario de la nación. Mas
difícil es encontrar sujetos que sean a propósito para encargarse de la penosa
tarea de educar los niños; pero aun esto podrá lograrse siempre que a los
maestros se les asegure una dotación o sueldo proporcionado a su trabajo y a
las localidades, con el cual puedan vivir cómoda y decentemente.
No se puede negar que en España hay actualmente un crecido número
de maestros que saben enseñar a leer, escribir y contar con un método mejor y más
fácil que el que se había usado hasta aquí; pero este buen método está reducido
a la capital, y a alguna que otra ciudad principal de provincia, pues en lo
restante del reino se enseñan estas cosas con tanta imperfección, y en algunos
pueblos con tanta barbarie, que los niños llegan a cobrar contra ellas un odio mortal,
y un aborrecimiento perpetuo para toda la vida contra toda suerte de
instrucción o estudio. Un buen método de enseñanza debe pues ser general; pero
no basta que en las escuelas primarias se enseñe a los niños a leer, escribir y
contar; es preciso darles también conocimientos sólidos acerca de la religión,
instruirles en la constitución del reino, y en aquellas leyes que debe saber
todo ciudadano, inspirarles amor a la patria, infundirles las buenas costumbres
y los buenos hábitos para el resto de la vida; y en una palabra, es preciso que
en las escuelas primarias sea donde se comuniquen a los hombres aquellos
sentimientos y aquellas actitudes que forman el carácter nacional. No es tan
difícil como aparece a primera vista el lograr esto; porque un buen
método de educación, y la acertada elección de maestros, junto con el ejemplo y
los buenos libros elementales, vencerán todos los obstáculos que parecen
insuperables.
Como la mayor parte de los hombres juzga de las cosas solamente
por costumbre, o por lo que ha visto, no será extraño que haya muchos
que crean imposible de establecerse el plan de que hablamos; pero semejantes
hombres no conocen de cuanto son capaces los niños cuando se sabe dirigirlos
bien. Verdad es que subsistiendo las escuelas primarias de España en el mismo pie
que hasta ahora, no podemos prometernos de ellas grandes y felices resultados: al
contrario, sus efectos deben de ser malísimos por el abandono en que se
encuentran, y por lo poco bueno que hay que esperar de aquellos a quienes por
lo común están encomendadas. La mayor parte de los maestros de primeras letras
siguen en su enseñanza distinto método, o más bien no siguen ninguno,
porque no lo conocen. De aquí es que los niños para aprender malamente a leer y
escribir necesitan emplear muchos años, mucho trabajo, y sufrir a veces castigos
horribles y afrentosos, que lejos de producir un buen efecto, abaten y
envilecen sus ánimos, debilitan sus potencias, y les acostumbran a perder la vergüenza
y el pundonor, ¿Cuantos maestros de primeras letras, y aun de gramática, se han
hecho famosos en España, sin otro mérito que el de ser crueles y feroces con
los inocentes niños? ¿Más qué hay que esperar cuando a muchas personas se les
oye a cada paso citar aquella sentencia bárbara de que la letra con sangre entra?
Pero no es este el único efecto pernicioso que producen nuestras escuelas
en el estado en que están en el día: hay otros todavía
peores, pues que corrompen y estragan el entendimiento y el corazón de los
niños. Los libros, que generalmente les penen en las manos para aprender a
leer, como dicen, de corrido, son los más a propósito para llenarlos de
preocupaciones, y para pervertir las costumbres. A título de hacerles
aborrecible el vicio y amable la virtud, se les hace que lean unas obras
llenas de ejemplos ridículos y disparatados, fingidos de una manera tan
soez que los hace totalmente increíbles; como si para imprimir los principios
luminosos de la moral de nuestra santa religión en los inocentes corazones de
los niños se necesitaran patrañas y cuentos extravagantes, suministrando la
historia misma de la religión infinitos ejemplos verdaderos de los castigos que
Dios ha impuesto aun en este mundo a los malos, y de las gracias y beneficios
temporales que ha derramado sobre los buenos. Ese desatinado libro que corre
con el nombre de un ilustre cardenal, pero falsamente, los intitulados gritos
de las ánimas, gritos del infierno, gracias de la gracia, y otros infinitos de este juez, cuya
lectura es tan frecuente en cierta clase de personas, son los que ponen en
manos de los niños en muchísimas escuelas, o porque sus padres no tienen
otros que darles, o porque los maestros son tan ignorantes, que no conocen
otros que más les agraden: con ellos se logra que los niños se hagan
supersticiosos antes de ser creyentes, y que a las ideas de bajeza y de vileza
que les infunden, y que anonadan y degradan su corazón, no puedan jamás
sustituirse las que le ennoblecen y engrandecen.
Las
instituciones elementales, o catecismos que más comúnmente andan en manos de
los niños, no son tampoco Ios más a propósito para darles una justa idea de
nuestra religión y de sus santos dogmas. En muchos puntos son diminutos, en
otros obscuros, y en algunos no están enteramente conformes con la doctrina más
sana de la sagrada escritura y de los padres de la iglesia, inclinándose a las
opiniones introducidas nuevamente en los siglos de obscuridad, y sostenidas por
el interés y por el espíritu de partido y de escuela. También es mui frecuente,
en especial en las aldeas y lugares donde no hay proporciones para tener otros
libros a mano, el dar a los muchachos para que se suelten a leer vidas
de santos, escritas sin juicio ni discernimiento, atestadas de milagros
ridículo e imposibles, que ofenden y degradan la divinidad, dan una idea poco
ventajosa de los mismos santos, a quienes los autores de sus vidas creen neciamente
hacerlos más recomendables, achacándoles cosas, que a ser ciertas, bastarían a rebajar
mucho su mérito y su santidad, y que solo sirven para fomentar la superstición
y el fanatismo de los que las leen, y para darles ideas falsas y equivocadas de
la religión. De aquí proceden después ideas y máximas también falsas de
moral, lo que es peligrosísimo, particularmente en cierta clase, que es la más
numerosa, de niños que no reciben otra instrucción ni otras luces que pudieran
destruir las primeras impresiones y los primeros errores en que han sido
imbuidos en las escuelas.
A la lectura de semejantes obras suele acompañar en muchas partes la
de varias historias ridículas también, y llenas de patrañas, como son el libro
de las hazañas de Bernardo del Carpio, el de los doce Pares de Francia;
ya falta de esto se suele echar mano de jácaras y romances donde se
refieren mil proezas de famosos salteadores, ladrones y asesinos, a quienes la lectura
de las valentías de otros anteriores a ellos, y su ignorancia, los han con
lucido tal vez al suplicio. Semejantes escritos, dando ideas falsas del
verdadero valor y de la heroicidad, extravían los espíritus, y exponen a que a los
hombres de un temperamento ardiente y fogoso se les exalte la imaginación, y
viendo celebradas las acciones de aquellos miserables, a quienes se pinta como
unos héroes, quieran imitarlos para hacerse tan famosos o más que ellos.
Todos estos inconvenientes pueden y deben evitarse por medio de libros
elementales, que contengan con claridad los verdaderos principios de la
religión y de la moral y una instrucción precisa de nuestra nueva constitución,
de las leyes especialmente penales, de las obligaciones del hombre en sociedad,
y un extracto, si se quiere, de nuestra historia nacional; pero de nada servirá
formar estos libros elementales, si no se hace y obliga al mismo tiempo a introducirlos
generalmente en todas las escuelas del reino, y si no se buscan maestros
idóneos y capaces de desempeñar la delicada ocupación de enseñar a los niños;
pero sujetos hábiles que se encarguen de la dirección y enseñanza de las
escuelas primarias jamás los tendremos ínterin no se haga de este ejercicio más
estimación que la que se ha hecho hasta aquí, y mientras no deje de ser verdadero,
y se destierre de nuestra lengua aquel triste y vergonzoso proverbio, en que
para ponderar el hambre y la miseria se cite como objeto de comparación a un
maestro de escuela. Desengañémonos: mientras que a los que se dedican a la
penosa profesión de educar e instruir a los niños y jóvenes en la
primera enseñanza, o en cualquier otro ramo de instrucción pública, no se les
indemnice completamente de su trabajo; mientras no se les tenga en otra
consideración más aventajada que hasta aquí, y mientras se observe entre
nosotros la misma cicatería que se ha guardado hasta, ahora en la dotación de los
profesores públicos, ni tendremos maestros sobresalientes en ningún ramo, ni de
consiguiente la ilustración podrá hacer grandes progresos. Quizá esta es la
causa más principal por que los españoles, a pesar de estar dotados
naturalmente de ingenio claro y perspicaz, de una imaginación viva y fogosa, y
de un juicio sólido, no han hecho en las ciencias progresos tan rápidos
como debían esperarse de tan bellas y felices disposiciones; y quizá también a
la mayor estimación, a las mayores recompensas y premios que han recibido y
reciben los profesores públicos en las otras naciones cultas de Europa deben
estas los adelantamientos que sobre nosotros han hecho en toda clase de
ciencias y de literatura, en las artes, y aun en la civilización. Sin embargo,
muchas de estas naciones han comenzado a cultivar las ciencias mucho más tarde
que nosotros; y aprovechándose de las luces de nuestros antiguos escritores,
han descubierto nuevas verdades, y hecho investigaciones importantes a fuerza
de aplicación y de constancia, y estimulando con premios y con honores a los
que se han dedicado a estas tareas. En España, al contrario, hemos ido
retrogradando cada vez más; y aunque la nación tiene medios y recursos
incomparablemente mayores y más abundantes que otras para premiar a sus
profesores, y para estimularlos al estudio, ha permitido que apenas tengan con
que subsistir. Universidades hay entre nosotros donde algunos maestros de las
principales facultades gozan cada año de solos 1.000 reales, de 500, y aun de
300 por el sueldo de sus cátedras. A pesar de la reforma y aumentos que pocos años
ha se han hecho en algunas universidades los sueldos de los catedráticos han quedado
todavía mezquinos.
Nuestro actual gobierno conoce todos los inconvenientes que hemos
insinuado, y trata seriamente de evitarlos; e ínterin se ocupa en la formación
de un plan general de instrucción pública, ha mandado que, con arreglo a los
dos liceos establecida ya en la corte, se establezca uno en cada capital de
intendencia, donde los niños recibirán una educación ilustrada y liberal
bajo el cuidado de directores sabios y de maestros escogidos, que sabrán desembarazar
la primera enseñanza de las trabas e imperfecciones que la han entorpecido y
hecho defectuosa hasta esta época; y mediante la observación continua sobre los
efectos del nuevo método, proponer las mutaciones o mejoras convenientes al
gobierno, que nada desea más sino que la instrucción se complete y perfeccione
en cada uno de los ramos de que depende la prosperidad nacional.
Al paso que en España faltan escuelas de primeras letras, sobran
muchas de latinidad. Apenas hay pueblo de tal cual consideración donde no haya
una, y siempre frecuentada de más discípulos a proporción que las escuelas de
primeras letras. Las leyes del reino prohíben y con razón, que se
establezcan escuelas de latinidad en otros lugares que no sean la corte y las ciudades
principales de provincia; pero estas leyes, lejos de observarse, han sido quebrantadas
a cada momento por aquellos mismos que tenían a su cargo el velar sobre su
cumplimiento. Cualquiera villa que ha solicitado permiso para fundar una
escuela de gramática latina, lo ha logrado inmediatamente, sin reparar los que
hacían semejantes concesiones en los perjuicios que de esto se seguían. En
efecto, la experiencia ha hecho ver que donde abundan estas escuelas, se ha
multiplicado también el número de holgazanes y de vagos, y disminuyéndose
notablemente el de labradores y artesanos. Donde quiera que hay una escuela de
latín muchos padres procuran que sus hijos aprendan esta lengua, porque el
saberla, dicen, para nada les puede perjudicar, y porque se figuran darles
acaso por este medio una carrera más brillante, que aplicándoles a la agricultura
o a las artes. Sucede pues que los niños pasan en este estudio un buen
número de años, y cuando llegan a salir de él se encuentran ya hechos mozos, y
los más con poca disposición o con pocos deseos de continuar la
carrera de estudios, o dado caso que los tengan, sus padres no se hallan tal
vez con medios para mantenerlos fuera de sus casas en una universidad. Entonces
piensan aplicarlos a la agricultura o a algún oficio; pero los hijos que
están acostumbrados ya a una vida más regalada, se les hace muy penosa esta
nueva ocupación, la abandonan fácilmente, se vienen a las ciudades a buscar
otro destino más descansado, o a aumentar en ellas el número de holgazanes y de
brazos inútiles al estado, si es que no toman el partido de hacerse curas, o
meterse, antes que se podía, a frailes, que era lo más común, tuvieran o no
la vocación y las disposiciones necesarias. Se ha visto en efecto que en
aquellas provincias de España donde había mayor facilidad para aprender
latín, se había multiplicado en extremo el número de frailes, de que era un perpetuo
semillero cada escuela de estas; pero aunque, los padres conociesen que de
tomar un hijo esta resolución se privaban tal vez de su apoyo para la vejez; sin
embargo, por la preocupación en que generalmente estaban de que un hijo fraile
daba un cierto honor y lustre a su familia, consentían en ello con sumo gusto, creyendo
además que salían de cuidados, pues le dejaban, como se suele decir, la ración
asegurada.
Si se reflexiona ahora sobre el método con que se enseña la lengua
latiría en las más de estas escuelas, encontraremos un sinnúmero de defectos y
de absurdos. Por lo regular se enseña el latín por el latín mismo, que es el
mayor de los disparates: la naturaleza dicta que en toda clase de estudio se
pase de lo conocido a lo desconocido; de consiguiente es obrar contra esta regla
infalible el dar a los niños en lengua latina, que todavía; no conocen, los
preceptos para aprender esta lengua. Prescindiendo ahora del trabajo penosísimo
que cuesta aprender lo que no se entiende, y lo fastidioso que debe ser esto a
los niños, es todavía mayor absurdo obligarles a que estudien en verso, que es aún
más difícil de entender que la prosa. Además, este trabajo es enteramente
inútil, puesto que no excusa el explicarles aquellos preceptos en la lengua
vulgar, lo que pudiera haberse hecho desde luego con grande ahorro de
tiempo y de fatiga.
Los libros que se traducen en muchas escuelas de latinidad no son de
los autores clásicos, o si lo son, no se sabe explicarlos ni hacer notar
la propiedad y bellezas de su lenguaje. Es muy común ejercitar a los discípulos
en la traducción de las cartas de S. Gerónimo, que, aunque buenas y muy santas,
están sin embargo muy distantes de tener una pura latinidad.
En cuanto al estudio de la lengua griega, tan necesario para;
saber con perfección la latina, y
que por lo mismo debe acompañar al de esta, o seguirle muy luego, ¿cómo podrán
aplicarse a él los discípulos si casi todos los maestros de latín ignoran absolutamente
aquella lengua? Ya ha tiempo que en España se ha perdido la afición a este
género de estudios, y más todavía el buen gasto en aprenderlos. E1 latín que por
lo regular aprenden los jóvenes en las escuelas donde dicen que se enseña esta lengua,
apenas basta para traducir malamente una lección de breviario, un canon del
concilio, o un párrafo del catecismo romano. No es extraño que el descuido y abandono
hayan llegado hasta este punto, cuando para ordenarse y para ser admitidos en
los estudios mayores, la mayor prueba que se exige de conocimientos en la lengua
latina es traducir un trozo de alguno de dichos tres libros. Si posible fuera
que en España se siguiera por algún tiempo para la enseñanza del latín el mismo
sistema que se ha seguido hasta aquí, es bien cierto que dentro de pocos años
con dificultad se encontraría en ella una que otra persona que entendiese
medianamente los autores clásicos de esta lengua. Nada tiene de exagerado lo
que décimos, pues hablamos por experiencia propia de lo que sucede aun en Madrid,
donde poco más o menos se sigue la misma rutina que en otras partes de
España en esta clase de estudio.
Pero gracias a la ilustración de nuestro actual gobierno que,
conociendo los defectos que hay en este ramo de la instrucción pública, trata
de desarraigarlos de ella enteramente; y convencido de que el mejor medio de
que los jóvenes hagan progresos en otra clase de estudios más sublimes, o infundirles
el buen gusto de las humanidades, piensa restablecerle de una manera segura, permanente
y general. El sistema de enseñanza mandado observar en los dos liceos
establecidos en Madrid y a imitación de ellos en los colegios que
deberán fundarse en las capitales de intendencias, debe producir los mejores
efectos con respecto al estudio de las humanidades. En ellos habrá no solamente
cátedras de lengua latina, donde se aprenda este idioma por medio de gramáticas
escritas en lengua vulgar, y se ejercitará a los niños en la traducción de los
autores clásicos, sino que también se hará que a este ejercicio siga luego el
estudio de la lengua griega, que acabará de perfeccionarles en el conocimiento
de la latina ; contribuyendo además no poco para la cabal y completa
inteligencia de los escritores de una y otra las luces que adquirirán en la
cátedra de arqueología o de antigüedades griegas y romanas. El que no esté
instruido acerca de la religión de estos dos pueblos, de sus sacerdotes, de las
ceremonias y ritos de sus sacrificios, y de todo lo perteneciente al culto; de
las lustraciones, oráculos, adivinaciones, fiestas y juegos; de la constitución
de su gobierno , leyes y tribunales; de todo lo concerniente a su arte militar;
de los ritos y usos diferentes en sus convites; de sus diversos trajes; de las
ceremonias y aparato con que daban sepultura a sus difuntos; de sus costumbres
y vida doméstica y de otras mil cosas de este jaez a que los escritores hacen
continuamente alusiones en sus obras, no puede decirse con verdad que entiende una
ni otra lengua. Siendo pues esto una cosa que jamás se ha enseñado en nuestra
cátedras, se puede venir por aquí en conocimiento de lo bien combinado que está
el nuevo plan en esta parte de la instrucción pública, y cuan fundadas esperanzas
deberemos tener del acierto en el arreglo y sistema que se adoptarán para la
enseñanza en los estudios de clases superiores.
En la mayor parte de nuestras escuelas de gramática es costumbre
enseñar también a los niños la retórica, es decir, aquella facultad que enseña a
escribir con acierto, delicadeza y elegancia, y a distinguir las bellezas o los
defectos en toda especie de composiciones. Este estudio supone ya en el que se
dedique a él conocimientos profundos en la filosofía y demás artes liberales,
como que las abraza todas, o tiene con ellas una conexión muy íntima. Entre
nosotros se ha creído que la retórica consistía en el estudio escolástico de
ciertas palabras y frases, por medio del cual se ha pretendido hacer que los
hombres aprendan a hablar o a expresar sus pensamientos antes de haber
aprendido a pensar. Lo mismo sucede respecto de la poética, que también se
suele enseñar en dichas escuelas. Con unas miserables instituciones de una y
otra, ya se creían los jóvenes provistos de todos los conocimientos necesarios
para ponerse a escribir sobre cualquier asunto, figurándose que el buen gusto y
la delicadeza, finura y sublimidad de los pensamientos y del lenguaje consistía
en ciertos adornos falsos, frívolos y pueriles de palabras.
Así es que en estos últimos años en que los buenos estudios han
ido decayendo cada vez más en España, hemos visto que una multitud de jóvenes
charlatanes y atolondrados, sin más conocimientos que los escasísimos que podían
adquirir en nuestras aulas de gramática, retórica y poética, han tenido la
osadía de hacer de dictadores de la literatura y del buen gusto, y aun de
reformadores de nuestra lengua y de nuestros teatros. Sin haber saludado
siquiera los modelos de literatura que nos dejaron la antigua Grecia y el Lacio
aventuraban sobre sus autores los juicios más ridículos y desatinados; y
estaban tan mal con todo lo que habían escrito hasta su tiempo los españoles en
lengua castellana, que aseguraban que ninguno de ellos podía
servir de modelo ni aun en el lenguaje.
Para que las lecciones de retórica y de poética sean útiles y no
produzcan como hasta ahora charlatanes y pedantes, es preciso lo primero
separar su enseñanza de las cátedras de latinidad, y lo segundo no admitir a
estas lecciones sino los jóvenes que tengan ya, por lo menos algunos
conocimientos de filosofía; de otra manera es imposible que puedan hacer
progresos en la oratoria, ni conocer las bellezas o los defectos de cualquier
género de escritos. A pesar de las imperfecciones que tenía el plan general de
estudios formado últimamente en el anterior gobierno, sus actores habían manifestado
en esta parte que conocían el inconveniente y el poco fruto que se podía esperar
de enseñar a los jóvenes la retórica inmediatamente después de la latinidad.
Así es que dejaban el estudio de ella para después de haber concluido la
carrera en los demás estudios.
Pero lo más difícil es encontrar sujetos idóneos para desempeñar
estas dos clases de enseñanza. Mientras que lo que se llama filosofía no se
enseñe bajo otro sistema que el que se ha seguido hasta aquí, no es
posible tener buenos maestros para las cátedras de literatura. Nuestro nuevo
gobierno trata también de remediar los defectos que se notaban en esta parte de
la instrucción pública, y de desterrar las preocupaciones que impedían el libre
ejercicio de la razón, reduciendo a un sistema único y uniforme en todo el
reino la enseñanza de la filosofía, y evitando por este medio el cisma
escandaloso que había entre nosotros en este género de estudios, los más
necesarios para cimentar el buen gusto en todos los demás.
Zaragoza a 16 de mayo de 2015
José María Fernández Núñez está galardonado con el escudo de oro
de la Unión Nacional de Escritores de España.