El abismo en la frontera


Francisco José Motos

La sangre derramada formaba figuras extrañas en el suelo polvoriento de la primera línea defensiva de la imponente fortaleza, situada sobre el único cerro escarpado que había en varios kilómetros a la redonda. Tenía una barrera de rocas, talladas por el inclemente paso del tiempo y por la erosión salvaje que sufría aquella zona, dejada de la mano de cualquiera de los dos dioses a los que se les rendía pleitesía a ambos lados de la frontera. Parecía una fortaleza fantasma esperando que alguien llegara para darle algo de calor y humanidad.

El Castillo de Xiquena surgía como una especie de construcción fantasmagórica, en medio de un desolado paisaje que acostumbraba a sobrevivir a unas condiciones climáticas extremas. Apenas llovía, y lo poco que caía, no llegaba a calar en la sedienta tierra.

La abigarrada caravana que formaban las huestes del caudillo cristiano y alcaide de Lorca, Alonso Fajardo el Bravo, iba atravesando, muy despacio, un territorio demasiado acostumbrado a las cruentas incursiones de ambos lados de la cruel frontera, la cual delimitaba el mundo conocido en dos partes irreconciliables que, por mor de la proximidad y de la obligada convivencia, habían ido volviéndose cada vez más permeables. Hasta tal punto ocurría esto así que, de no ser por los señores que mandaban a uno y otro lado, los atribulados habitantes de la raya (como habían dado en llamarla) no habrían mostrado ninguna antipatía mutua. Además, el flujo de bienes y de lances amorosos entre ellos cada vez era más frecuente y mejor visto.

Alonso Fajardo iba a caballo, al frente de una comitiva escoltada por unos cien soldados que marchaban a pie. Empezó a sentir el calor extremo de aquel mes de mayo de 1465.

La fortaleza había sido dejada al control de tropas árabes por orden del propio Alonso Fajardo, como parte de un acuerdo personal entre el mismo y Abd Al Karim, que era quien quedó al frente de esas tropas: una estrategia para intentar presionar a la corona castellana y que no apoyara, hasta límites que insoportables a su primo Pedro Fajardo, otorgándole a este último una gran ventaja sobre Alonso.

La armadura que había encargado la última vez a su herrero de confianza era mucho más ligera de lo común. Aun así, cuando le daba el sol de lleno se comportaba exactamente igual que las más pesadas: incluso generaba algo más de calor, al ser más delgada la línea de metal. Él no reparó en absoluto en ese detalle a la hora de encargarla. Ahora se estaba arrepintiendo de habérsela puesto, pero no se fiaba de que no les asaltara por sorpresa ninguna rafia de maleantes y bandidos de la zona, que cada vez eran más numerosos debido a la hambruna que se había instalado en aquellas tierras a causa del saqueo sistemático de los campos, el diezmo de los mismos y la recluta obligatoria para los ejércitos de ambas partes; a lo que habría que añadir aquella pertinaz sequía, que no remitía ni con todas las plegarias y procesiones que se habían ido sucediendo en la cercana ciudad de Lorca.

Pero ¡qué iban a saber los dioses, si estaban tan confundidos unos con otros! Por aquellas turbulentas fechas se había fomentado una especie de sincretismo entre las dos formas dominantes de ver el mundo.

Los habitantes más próximos a ambos lados de la frontera no se parecían a ningún otro del resto del mundo conocido. Una especie de extraña santería se daba cada vez con más frecuencia. En los rituales se mezclaban conocimientos antiguos de pueblos primigenios, que se habían establecido en el lugar buscando la fertilidad de las aguas del río, que transcurría a lo largo de una profunda hendidura entre dos formaciones montañosas de relativa altura. Era, sin lugar a dudas, una tierra misteriosa en la que la crueldad de los elementos y de las personas que allí se daban cita se tornaba en proverbial al caer la noche.

Durante el día, el sol inclemente, que caía con una verticalidad sospechosa, no dejaba lugar a la imaginación y la especulación. El juego vital de la supervivencia tomaba al asalto cada rincón de los más de cincuenta kilómetros de extensión que abarcaba la vista, desde la imponente fortaleza de Xiquena. Y qué decir si desde donde se observaba era desde el castillo de Tirieza, que estaba mucho más alto.

No era, pues, extraño, que Fajardo tomara tantas precauciones mientras se dirigía hacia aquel lugar. Y eso que su cometido era el de ratificar, por un año más, el armisticio que se venía dando desde hacía unos cinco años, en virtud del cual se había otorgado el domino del castillo de Xiquena y Tirieza a los moros. Esa era la razón, y no otra, que había hecho salir con tan mala predisposición a las tropas de confianza del señor Alfonso Fajardo, apodado el Bravo por sus numerosas batallas contra los que él daba en llamar infieles lujuriosos, con un punto de envidia más que de otra cosa. La vida en la corte castellana no era, precisamente, divertida. Y el castillo de Lorca, que anteriormente había sido una ciudad árabe fortificada, era muy poco dado a la diversión o al disfrute.

Salieron de Lorca a primera hora, cuando aún hacia fresco. Al alba, como gustaba de hacer su señor. A eso de la una del mediodía vieron la figura de la fortaleza, a unos veinte minutos de caminata. En aquella hora el fresco de la mañana se había tornado en un calor muy importante.

El capitán que mandaba la formación era el hombre de confianza de Fajardo. Y en esta ocasión le dijo que eligiera a los cien mejores hombres. Prescindió de todo lujo y boato para su rango y viajaron en formación militar lo más rápidamente que les fue posible. Habían sido informados, por los espías que tenían apostados en aquellas zonas, de que había gran inquietud entre los defensores árabes del castillo.

Cuando les fue preguntado a qué era debida tal inquietud, no supieron responder, cosa esta que extrañó mucho a sus mandos naturales, que estaban acostumbrados a obtener información detallada.

El jefe de la inteligencia del bando cristiano, y uno de los capitanes más beligerantes con los moros, Alfonso Gonzalo Martín, tenía muy bien entrenados a sus hombres de frontera, como él daba en llamarlos. Los escogía con mucha dedicación. Solían ser hijos de destacadas personalidades de la zona que habían caído en desgracia. De esta forma aunaba la capacidad de trato que se presuponía a esas personas, fruto de su buena formación, con la necesidad imperiosa que estos tenían de devolver a sus familias el honor y el esplendor perdido. El capitán ya se encargaba de prometerles ambas cosas, si la información que le proporcionaban era de suma utilidad. Esto último lo decidía siempre él.

Por otra parte, tenía otro tipo de hombres y mujeres a su servicio. Esta otra sección de su particular ejército de informadores se la procuraba siempre en los lupanares. Normalmente, eran gentes sin escrúpulos que solo obedecían al brillo del oro en sus bolsillos. A estas les encomendaba las misiones más delicadas, como aquella vez que tuvo que hacer desaparecer a los vástagos de una hermosa mujer árabe que se encontraba dentro de las fronteras del reino nazarí más próximo. «¡Cuánto tiene que agradecerme mi señor!» —pensaba, mientras cabalgaba a su lado, en dirección a la esquiva fortaleza que había sido dominada, alternativamente, por árabes y por cristianos.

Fue el primero en darse cuenta de lo extraño de que no hubiera ningún adelantado de la guarnición del castillo que saliera a recibirlos un poco antes de su llegada. Era la costumbre cuando se trataba de una visita amistosa, como requería aquella ocasión.

Se giró hacia su señor Fajardo, que se encontraba a su derecha.

—¿Se ha dado cuenta, señor, de que no ha salido nadie a recibirnos para hacer el final del camino cabalgando junto a nosotros, como sería la costumbre, dada la encomienda a la que nos dirigimos?

—Sí. Y me ha extrañado sobremanera, mi fiel capitán.  ¿A qué crees que puede ser debido?

—La verdad, mi señor, es que no lo sé. Lo que puedo decir es que las informaciones que me han ido llegando desde esta zona, en fechas muy cercanas, hacen pensar en una gran agitación de origen desconocido. Fue por eso que le recomendé que, en lugar de partir desde Lorca con la comitiva propia de la fiesta, que suponía ratificar de nuevo un ventajoso armisticio con los moros, viniéramos bien pertrechados militarmente y con los mejores hombres, prestos a defenderos hasta la última gota de su sangre; como yo mismo, mi señor.

—Empiezo a temer lo peor. Espero que no sea una trampa de los moros para acabar con nuestra vida. Sé que muchos me tienen verdaderas ganas y desean verme muerto más que ninguna otra cosa en el mundo.

—Iremos con mucha precaución. Ahora mismo daré órdenes para que todos estén prestos para el combate, si la circunstancia fuera venida.

—Me parece una buena idea; aunque he de decirle que la persona que está al mando del castillo de Xiquena me inspira gran confianza. Nos conocemos personalmente; incluso hemos batallado juntos en alguna ocasión.

—Ojalá esté en lo cierto, señor.

Alfonso Gonzalo fue dando las instrucciones precisas a los soldados; y, como medida de precaución, dejó detrás de toda la tropa a su señor Fajardo.

Posteriormente, y cuando solo faltaban unos 500 metros para llegar a la base del imponente cerro, sobre el que se alzaba la fortaleza, mandó una avanzadilla de unos veinte hombres, para que fuera subiendo hasta las puertas principales de acceso a la misma.

Habían convenido una señal con una bandera, para indicarle al resto si el acceso estaba franco y se podía llegar sin peligro: un tiempo de espera en el que la angustia se fue instalando entre las filas de los hombres, que se hallaban a cierta distancia temiendo lo peor para los avanzados y para ellos mismos. Sabían con precisión que la guarnición que allí estaba acuartelada era de más de 400 hombres, fuertemente armados y muy avezados en el arte de la guerra. Formaban parte de lo más selecto del ejército nazarí. El rey Abu-L-Hassan Ali Muley Hacen, se preciaba de tener en sus fronteras unas tropas invencibles.

Las tropas enviadas para explorar lograron entrar en el recinto de la fortaleza sin que nadie se acercara a ellos: ni de forma hostil, ni de ninguna otra forma.

Subieron hasta la primera muralla defensiva, que se levantaba imponente sobre una cuesta muy empinada, jalonada de rocas que hacían más difícil aún su subida.

No se escuchaba ni una sola voz dentro de la misma: el silencio y el desconcierto fueron sus compañeros de camino hasta que alcanzaron la puerta principal de acceso. La formidable puerta de madera, de unos cinco metros de alto y tres de ancho y remachada con hierros, situados estratégicamente para que no se pudiera derribar con facilidad, los recibió, entreabierta.

Ante tales circunstancias, decidieron enviar a un soldado hasta donde se encontraba el resto, aguardando sus señales, para explicar lo que allí ocurría y pedir órdenes, con el fin de proseguir con la misión encomendada. 

El soldado designado, al llegar a la altura en donde estaba, al resguardo, el resto de los soldados se dirigió al lugar en el que se encontraban Fajardo y el capitán para anunciar, todo azorado, a Alfonso Gonzalo:

— ¡Capitán, no sabemos muy bien qué hacer! Nos hemos encontrado la puerta de defensa principal entreabierta: nadie ha salido de ella. Y, lo más sorprendente: no se escucha ni un solo sonido que proceda del interior. Parece estar desierta: al menos, esa es la impresión que nos ha dado.

—Pero ¿qué dices, insensato! Eso no puede ser.

—¡Se lo juro!

El capitán Alonso Gonzalo se volvió hacia su señor.

—Ya lo ha escuchado, señor. ¿Qué ordena que hagamos?

—¿Qué sugiere usted, capitán?

—Estoy desconcertado, señor, es la primera vez que me encuentro con algo así. Si le parece bien, que entren los avanzados y exploren con cuidado el interior. Una vez que vean que está todo seguro y no hay nadie, como parece decir este soldado, que nos hagan señas, y entraremos con mayor seguridad.

—Me parece bien. Que así se haga.

El soldado dirigió sus pasos al lugar en el que habían quedado sus compañeros de avanzadilla. Llegó sin apenas resuello. Cuando logró recuperarse un poco, transmitió al resto de la formación las órdenes que le habían sido dadas.

Entraron con mucho cuidado y, una vez estuvieron en el interior de la fortaleza, se encontraron con una visión dantesca.

Capítulo 1 del libro de mismo nombre, de Francisco José Motos.

El autor es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.