Francisco José Motos
Los soldados de la avanzadilla se fueron desplegando a lo largo del interior del muro de defensa principal. El recinto amurallado daba paso a un patio interior, que iba hasta otra muralla que se alzaba a unos 15 metros de distancia de la primera. Sobre ese segundo muro defensivo se observaban unas extrañas pinturas en color rojo; pareciera que hubieran sido realizadas con sangre. No se veía a nadie, ni vivo ni muerto, en todo el recinto; y un olor raro se desprendía de las pinturas que se encontraban frente a sus atónitos ojos.
Fueron avanzando, con miedo contenido, hasta llegar a donde estaban las pinturas. Allí se dieron cuenta de qué era lo que causaba el mal olor que habían percibido nada más entrar: las figuras, que, efectivamente, estaban hechas con sangre (aún fresca, en algunas partes), habían sido completadas con trozos de huesos, reducidos parcialmente para que encajaran con precisión en los dibujos.
Aquellos restos, que empezaban a descomponerse, eran los que desprendían aquel olor a muerte, sin que hubiera muertos en el lugar. Algunos de los aguerridos soldados no pudieron soportar el espectáculo, y empezaron a vomitar.
El interior del castillo estaba dispuesto como una sucesión de muros interiores que distaban unos 15 metros unos de otros; cada uno de ellos representaba un anillo defensivo en la subida, desde la parte inferior de la empinada cuesta que daba acceso al mismo. Había hasta cuatro de esas enormes paredes de robusta sillería, hasta llegar a la parte superior del castillo, en donde se alzaba una torre circular de unos 40 metros de altura. Era como un penacho en la parte acantilada de roca que daba hacia el valle por el que transcurría el río. Sin lugar a dudas, estaban dispuestas (las barreras circundantes que representaban la sucesión de murallas) como anillos defensivos; desde su primer nivel, hasta llegar a la torre en donde se hallaban los que gobernaban el castillo.
El asalto por la parte posterior, en donde se encontraba la torre, era prácticamente imposible. El muro de esa zona estaba construido sobre unas firmes rocas que daban a un acantilado de más de 60 metros de alto, con unas paredes verticales y afiladas como puñales corsos.
Así que, si alguien quería someter la fortaleza, primero tenía que matar a casi todos los defensores del castillo. Era esta una estratagema que había puesto en práctica Umayr, el estratega militar preferido de Abu-L-Hassan Ali Muley Hacen.
Desde que este ingeniero y estudioso, nacido en el califato de Córdoba, se pusiera al servicio del reino nazarí, había procurado unas impagables ventajas defensivas a los numerosos recintos fronterizos dominados por ellos. Era muy bien conocido por las tropas de Fajardo, que habían ido sufriendo muchas más bajas en sus intentonas infructuosas por conquistar algunas de las fortalezas en las que había estado Umayr. Habían intentado asesinarlo en varias ocasiones: sobre todo, cuando en los dominios cristianos se enteraban de que iba a estar en alguno de los bastiones de la frontera.
La tecnología de la guerra era fundamental, en un mundo en el que todo se basaba en las batallas y las conquistas. Y en ese campo fueron los árabes, durante cientos de años, los que llevaron la delantera. Se entiende, desde ese punto de vista, la larga pervivencia del reino nazarí, cuando ya solo quedaba este como parte del antiguo esplendor y dominio árabe de la península ibérica.
Aquel grupo de hombres, que tiritaba conforme iba subiendo por el laberinto defensivo que había diseñado el propio Umayr, no pudo por menos que admirar el ingenio que representaba aquella novedosa forma de disponer los muros para dificultar en mayor grado cualquier intento de conquistar el lugar; lo cual no les había servido, por lo que allí se podía ver, de nada: no se divisaba personal o animal alguno tras aquella oleada de sucesivas murallas.
El soldado más veterano (aquel al que habían designado como jefe de las tropas avanzadas) llamó al resto, tras comprobar que no había nadie allí. Él mismo fue el encargado de revisar la torre. Subió, una a una, las numerosas escaleras que llevaban hasta una plataforma en su parte más alta, desde donde se podía divisar todo el amplio territorio que rodeaba al castillo.
Desde allí se podía ver perfectamente el Castillo de los Vélez, situado a varios kilómetros de distancia, ya en territorio árabe. Y más cerca, pero en un punto aún más elevado, se situaba una pequeña fortaleza que servía como punto más alto y avanzado de la frontera. En el mismo solían turnarse pequeños grupos de soldados, que tenían la misión de avisar con tiempo, si observaban movimientos militares del bando contrario acercarse hacia el lugar con intenciones hostiles.
Tampoco allí se veía que hubiera nadie.
La torre, al contrario del resto del recinto amurallado de Xiquena, estaba equipada en su interior con todas las comodidades de la época. Los blasones y la decoración medieval no faltaban como elementos decorativos.
Todo obedecía a una planificación estricta, en la que situaban a los hombres de más baja consideración y a aquellos que habían sido reprendidos por sus superiores por alguna falta, en el primer muro defensivo. Eran considerados como las primeras personas que debían morir, en caso de asedio al castillo.
E iban distribuyéndose los soldados, según ese principio, en los siguientes anillos defensivos hasta llegar al centro del poder, que era la propia torre. Para ser tomada por los atacantes, debían estos haber dado rendición a los ocupantes de todos los círculos anteriores. Una hábil estratagema de los que mandaban, para tratar de salvar el pellejo; y para que los que estaban inmediatamente por encima del muro anterior presionaran y se encargaran de que todos lucharan hasta el último aliento. Lo mismo ocurría con los grupos superiores. Era el sálvese el que pueda, la ley de la jungla en su estado más cruel y puro.
Nada nuevo bajo el sol: lo mismo que venía sucediendo desde los mismos orígenes de la humanidad.
Aquel hombre aguerrido y que había servido siempre a otros se sentía como un pequeño reyezuelo mientras miraba desde lo alto de la torre el fascinante y árido paisaje, que se desplegaba a su alrededor como si él fuera su único dueño. Incluso cuando veía a sus compañeros de armas (por los que hubiera dado su vida a ras del suelo) en aquella posición elevada, los imaginaba como hormigas prescindibles, sin ningún reparo ni remordimiento.
Se sintió turbado por aquellas sensaciones de poder y desprecio hacia el resto; y no volvió a su ser hasta que un compañero de armas subió hasta donde él estaba y le inquirió, con apremio:
—Rodrigo, compañero, no hemos encontrado nada en todo el recinto: únicamente esas inquietantes figuras y esos símbolos extraños, pintados por todos los muros del castillo. Bueno, en todos no: excepto en la torre, en la que no hay nada de eso.
Rodrigo salió de su ensoñación de grandeza, con aquel golpe de realidad.
—Pues toca ir a dar las novedades a nuestro señor Fajardo. Deben estar preocupados por lo que aquí esté pasando. ¡Que el abanderado despliegue la señal de que no hay peligro, para que se aproximen hasta aquí! Serán ellos los que dispongan qué hacer para entender este misterio que aquí nos abruma.
Los dos hombres empezaron a bajar las frías escaleras de piedra, sin pronunciar palabra. Eran muy estrechas y sin ventana alguna que recibiera luz del exterior, como era la costumbre en fortalezas destinadas a actividad militar exclusiva, como era el caso. De esta forma dificultaban, aún más, el acceso a las partes superiores de la misma, en donde vivían quienes ostentaban el mando sobre la fortaleza. También servían, aquellos lugares, para albergar a mujeres y niños (si los había en el lugar) cuando se producían asedios enemigos.
Fueron bajando, a la luz de una antorcha, que le daba al lugar un aspecto fantasmagórico. Al llegar a la base, Rodrigo se sintió aliviado. Era un guerrero fiero y sin miedo a la muerte; pero la oscuridad…Eso ya era otra cosa.
Al alivio de ver la luz se le sumó otro no menos importante: el dejar de sentir aquella pulsión de supuesta grandeza y desprecio por todo lo que le había acontecido en lo alto de la torre. No podía decir que no fuera placentero por un instante, pero lo cierto es que se había tornado en tiranía y desasosiego al poco de experimentarlo; como si no pudiera moverse de allí ni hacer otra cosa que permanecer clavado en aquella posición.
Rodrigo no era precisamente un hombre religioso, como se solía en la época que le tocó vivir. Su descreimiento con los dioses de cualquier parte y adscripción se había ido construyendo en las innumerables batallas, en las que había ido participando a lo largo de los años, todas ellas justificadas en nombre de lo que cada bando creía la única fe verdadera, el único dios posible (cuando no para vengar alguna supuesta herejía de la parte contraria).
Lo que él había visto era solo un montón de cadáveres (los que quedaban sobre el campo de batalla), y a ningún dios o ser sobrenatural que viniera a revivirlos y a reconfortar a sus familias. Eso, naturalmente, no le había servido para tener confianza en ninguna salvación que no viniera de su espada y de su habilidad para que no lo mataran; o, mejor dicho, para ser él mismo quien finiquitara a sus oponentes, guerra tras guerra, justificación tras justificación, de los que fomentaban las batallas, escondidos tras los parapetos de todo el ejército que los protegía. No era diferente, en absoluto, en ninguna de las dos partes de la frontera. En eso los enemigos, que parecían irreconciliables, era en lo único en lo que parecían estar de acuerdo.
Aun así, en lo alto de aquella torre experimentó una emoción nueva, algo que nunca había sentido antes, por dura que hubiera sido la batalla y por cerca que se encontrara de la muerte: el miedo al olvido sin nombre, a la desaparición sin dejar rastro. O, peor aún: que lo que quedara fueran unas figuras amenazantes, elaboradas con su sangre y sus huesos machacados; y, al mismo tiempo, la presencia de algo macabro que se movía a sus anchas en los alrededores de aquella fortaleza de origen árabe, al que las leyendas populares llamaban el Castillo del Infierno.
No era muy conocida, entre las huestes cristianas, tal denominación, pero él se lo había escuchado decir a un moro con el que luchó en la cercana población de Lorca. Hablaba un castellano bastante entendible, lo que daba idea de que había convivido con cristianos. Probablemente era un hombre de la frontera, que cada vez era más permeable, a pesar de los esfuerzos militares de parar tal cosa de ambas partes contendientes.
Capítulo 2 del libro de mismo nombre, de Francisco José Motos.
El autor es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.