Johannes tiene cuarenta y cinco años, un pasado y una notaría a su cargo que comparte con un puesto en el consejo de una importante firma financiera. Pinturas y esculturas de conocidos artistas decoran las paredes enmoquetadas y las estanterías de la mansión que habita en el corazón de Fráncfort, cuyas habitaciones mantiene en perfecto estado de revista un servicio formado por varias personas. Pero Herr Arbaetmann nunca ha olvidado la clase social de la que procede y quizá con más frecuencia de la recomendada se refugia en su interior para recordar tiempos pretéricos que, por lejanos, no dejan de atormentarlo. Sube la persiana, abre la ventana y deja que el sol de levante inflame el salón. Al disparar la vista hacia el exterior, observa los primeros rayos abrirse camino entre unas nubes ligeras que acaban desapareciendo un instante después. Sale al balcón y nota una agradable brisa que le acaricia el semblante con delicadeza. Un flequillo blanco y escaso hace piruetas sobre las arrugas de su frente y se enreda con sus pestañas. Con una sonrisa característica delineando el contorno de sus labios, gira la cabeza a la derecha y observa, como todos los días a primera hora, al chico de los periódicos, que no deja de vocear el nombre del diario del que malvive. Respira hondo y ve que, por el otro extremo, al fondo de la calle, aparece un señor con chistera y bastón con mango de plata, pantalón de raya diplomática y levita negra. El prohombre se acerca a paso apresurado, dejando una sombra que lo sigue con resignación y se pliega a sus movimientos rígidos y medidos. Se acerca lo suficiente para entregar unas monedas al muchacho y toma el diario de la mesa plegable, donde hay varias torres de periódicos que se elevan sobre ella para su venta.
-Gracias, herr Scheider –escucha de la boca del chaval.
Pero al observar la escena que el chico protagoniza a continuación se le apaga la sonrisa. Un halo de tristeza se instala en su interior cuando los recuerdos de su pasado se precipitan sobre su mente y se identifica con la acción del muchacho. Aún puede sentir el sabor de la sangre al palparse las encías con la lengua.
Pero decide callar.
El hombre del bastón con mango de plata se marcha sin siquiera despedirse por el lado opuesto al que ha llegado y el chico continúa con sus voces.
-¡El Heraldo, señores, el Heraldo! ¡La última edición del Heraldo recién salida de la redacción!
Johannes chasquea la lengua, entorna los párpados y mueve la cabeza de lado a lado. Entra en casa y se sienta a la mesa del salón principal.
-Petra –se dirige a la asistenta-, ¿han subido el diario?
-Sí, herr Arbaetmann, hace ya diez minutos –y deja que su mirada alcance el revistero. Coge el periódico, lo abre y lo coloca en la mesa a la altura del señor.
-Gracias, es usted muy amable, no hace falta...
-No es molestia, herr Arbaetmann, lo hago con mucho gusto. ¿Desea que le traiga el desayuno o prefiere esperar un poco más, como viene haciendo los últimos días?
Johannes afirma con la cabeza y con un gesto autoriza a la asistenta a salir de la habitación y servirle el desayuno. Recuerda que igual que a él lo apadrinó un rico hombre de negocios cuando aún no había cumplido los catorce años, tiempo después, cuando la fortuna se puso de su lado, no tuvo inconveniente en ofrecer una ocupación y un buen sueldo tanto a Petra como al resto del personal a su servicio.
Los veinte minutos que tarda la chica en preparar los huevos escalfados y las salchicas son suficientes para que herr Arbaetmann ojee la portada y lea la noticia sobre el aumento de rateros y sirleros. Aunque hace tres décadas que desaparecieron del distrito, en los últimos meses se están volviendo a dar casos de robo y hurto en el centro de la ciudad. Cierra los ojos, se pasa la mano por la cara y esboza una sonrisa carente de chispa.
Después de desayunar vuelve a salir al balcón. El muchacho sigue gritando el nombre del periódico a uno y otro lado de la avenida. Johannes se apoya en la barandilla de hierro forjado y observa cómo el señor que una hora antes ha comprado el periódico se acerca acompañado de un agente de policía con cara de muy malas pulgas. Empujan varias veces al chico y lo vapulean con violencia, le gritan y lo insultan.
-Pero, señor, yo...
-¡Ladrón! –le dice el hombre de negro-. ¡Pagarás por tus fechorías!
Al agente no le cuesta demasiado encontrar el reloj de bolsillo de herr Scheider bajo uno de los montones de periódicos. Coge al chico por la oreja, le da un tirón y lo afobetea varias veces.
-¡Al calabozo! -le grita.
Johannes se aprersura a abrir la puerta y bajar la escalera. Sale a la calle, pero el señor del bastón de mango de plata, el policía y el muchacho han desaparecido. Solo queda la mesa plegable con los periódicos y una piedra sobre cada una de las torres. Alza la cabeza y encuentra a Petra observándolo silenciosa desde el balcón. Mira a uno y otro lado, se acerca a la mesa y coge un montón de periódicos que se coloca bajo el brazo. Mientras grita el nombre del diario recuerda el sabor de la sangre de su infancia y primera adolescencia.
Manuel Fernando Estévez Goytre es vocal honorario de
la Unión Nacional de Escritores de España.