El día de su desgracia

 

Ricardo González Alfonso

Entre el teatro y la vida existen numerosos puentes capaces de conducirnos a definiciones varias. Uno de estos puentes es la demencia. Porque la locura es el punto equidistante entre lo imposible y lo probable. Vivir la fantasía como la única versión de la realidad. Es una relación casi lúdica con la existencia, como ocurre con el teatro.

En la prisión conocí a varios reclusos comunes a quienes  una realidad implacable los lanzó simultáneamente a dos submundos: el del presidiario y el del orate. Extraeré de mi memoria sólo un caso. Existen  tragedias tan impactantes que no se deben acompañar con  otros dramas.

Recuerdo que me hallaba en una celda de castigo, con la puerta tapiada por una planchuela de hierro, y el suelo estaba ornamentado por una alfombra de escretas de roedores. Ese era el decorado   mientras permanecí en huelga de hambre. Sentía la soledad de un naúfrago cósmico y el silencio de la muerte. De pronto todo cambió. Durante horas escuché los gritos de un lamento sin consuelo posible. Después volvió la quietud, el silencio de la muerte.

Transcurridos dieciseis días triunfé en mi empeño de conquistar derechos a golpes de hambre. Cuando ya estaba junto a otros presos, fuera de la soledad del calabozo, indagué por la historia de aquel hombre de gritos como garras. Se trataba de Tony, el coprotagonista de una obra sin ficción, de una obra de terror y locura.

En Cuba, como en otras zonas del Caribe y del Brasil, los esclavos africanos llevaron junto con su dolor sin tregua el bálsamo de sus religiones; que, como suele ocurrir con otras, han recibido  interpretaciones varias. Tony y su hermano mayor eran fieles a la única versión  sangrienta de estos credos.

El día de su desgracia ambos consultaron a un brujo. Éste les indicó que, para purificarse, debían ofrecer a las deidades el corazón de la primera persona que entrara en la casa de ellos. La víctima resultó ser el padre.  Entre los dos lo dominaron. Tony le alcanzó el cuchillo al hermano, y éste mató al progenitor de ambos, le abrió el pecho y le arrancó el corazón. Los dioses estarían satisfechos.

Al hermano mayor, no recuerdo su nombre, lo condenaron a cadena perpetua; y a Tony a 30 años de cárcel. Éste se hallaba convencido de que no era culpable, pues sólo había alcanzado un cuchillo. Para probar su inocencia recurrió a un recurso de espanto y de sangre. Se valió de una cucharita y de un gesto rápido y eficaz para arracarse el ojo izquierdo. Por lo demás, aún grita durante horas:  "!Yo no maté a mi padre¡ ¡Yo no maté a mi padre¡".

Después permanece varios días en silencio. Al parecer en un monólogo verdaderamente interior; decepcionado, tal vez, porque con un ojo  aún ve la mitad de su tragedia.

En la cárcel la vida duele barrotes adentro, y así nos vamos transformando en peritos en desdichas ajenas. Es triste; y si departo con usted esta anécdota demencial es porque quizás,  por contraste, lo ayude a interpretar  mejor su papel como ser humano. Distanciarse de vez en vez de la cordura nos permite comprender mejor a los hombres.

Si lo logramos, escucharemos en nuestro yo más íntimo una ovación de latidos. No lo dude: también los corazones saben aplaudir; aunque en este teatro que es la vida, existan personas como Tony y su hermano mayor.

Ricardo González Alfonso está galardonado con el escudo de oro de la Unión Nacional de Escritores de España.