El diamante

 

Relato corto de José Luis Benítez

En aquella época desempeñaba mis funciones como Conservador del Museo de Antigüedades. Era el mío un trabajo de constante ocupación. Siempre había algo que inventariar, catalogar o clasificar en las variopintas colecciones: bien por la difusión de los préstamos compartidos con otras instituciones del país o museos internacionales, como por las nuevas entradas de objetos, algunos de indeterminada procedencia, amén de donaciones.

Estaba francamente satisfecho y orgulloso de mi labor. Me gustaba imaginar que aquellas ricas piezas tan apreciadas por el público visitante no eran simplemente objetos inertes, testigos de un pasado muerto. Fantaseaba con la posibilidad de que en sus finas o toscas capas que los recubrían, existiese la posibilidad de una impregnación energética que delinease sus formas, pero de una manera constante y desafiando las etapas del tiempo. De hecho, pensaba que los creadores de todas aquellas obras pervivirían, como se suele decir, a través de la realización de su arte. Pero en mi caso iba más allá en mis suposiciones. Creía que ese espíritu permanecería dotado con una visión única a través de las diferentes edades. Después de todo, me dije, todos nos conformamos a una acción previa que ha sido concertada con un sentido práctico. Lo mismo que nuestra percepción de la realidad suele ser imperfecta, corta de penetración, no es descabellado presuponer que somos observados por cuanto nos rodea. Al principio de estas elucubraciones me invadían momentos de incertidumbre, de confusión; pasaba como a otro estado de conciencia indefinido: y, francamente, sentía miedo. Poseído cada vez más por la certeza de no estar a solas cuando deambulaba por las salas solitarias del edificio. Se trataba, claro está, de un edificio de antigua construcción que otorgaba realce y carácter a las piezas allí conservadas, y custodiadas.

La vigilancia que se ejercía, acompañada de presencia del personal y dotadas de altas, y sofisticadas medidas de seguridad, se centraba en una diadema que llevaba incrustado un grueso diamante. El origen histórico de la diadema era desconocido, aunque sí se podían reportar datos acerca de algunos de sus poseedores en el pasado. Esta falta de información la suplía, y la englobaba, la imaginación de las gentes. Curioso que siempre se recurra a heroínas, amores, pasiones; cuentos de héroes, felices o desgraciados; se relaten odiseas de mil aventuras implícitas, inventando gestas que jamás ocurrieron y dichas que a nadie complacieron. Y es que la felicidad se confunde con un estado de ánimo, si acaso imposible; aunque más bien es una palabra que define una circunstancia final; o una espera. Sí, nos gusta ponerle un nombre a todo cuanto existe, para simplificar; y tal vez con la intención secreta de dominar su poder.

El diamante del museo debería seguramente poseerlo. Para el circuito cerrado de la administración y su jerarquía, el diamante era llamado "La Imagen". Imagen, por Salvación. Porque internamente se comprendía que la proyeccion de una imagen de sí mismo, o bien de un pensamiento o de una "imaginación" desbordada, conlleva la formación en otro plano o dimensión de un doble de aquello que rechazamos por incapacidad de conducirlo a una transformación efectiva. La mente es un residuo inconsciente de la otrora generación de luz y puede, con entrenamiento -se incluye aquí el dolor-, despertar una capacidad de destrucción superior a todo lo concebido por su prístina y lejana inalterabilidad.

Siempre intuí que aquel diamante no era tan simple como presuponía la vulgaridad de las historias que inspiraba en sus admirados contempladores. Aunque no me revelarían hasta más tarde la importancia cierta de mis sospechas.

Una mañana me llamó el Director a su despacho.

Le noté inquieto y pude ver su rostro lleno de preocupación, la huella del cansancio impresa en sus ojos. Estaba revisando unos papeles y me hizo señas para que tomara asiento. Solía convocarme a menudo para charlar sobre asuntos de incumbencia y referentes a la marcha de las programaciones, así como para escuchar de mi parte el estado general de la conservación del museo. Sobre todo, cuando al incorporar una reciente adquisición.

- ¿No le importa que le haga esperar unos instantes?

-No, por supuesto. Se sobreentiende que no es tiempo perdido.

-No, no lo es –asintió, sin apartar la vista de los documentos.

Al cabo le pregunté qué se le ofrecía.

Me contestó que el asunto que tenía que comunicarme era de una gravedad única, por lo desacostumbrado del suceso.

-Usted dirá...

-Hemos recibido -continuó entre lacónico y expedito, si ello es posible- la orden de que el diamante, "La Imagen", junto con la diadema, ha de cambiar definitivamente de lugar.

Creí que se trataría de la cesión a otro museo. De inmediato pensé que ese traslado nos restaría puntos. Pero el Director, que seguramente vislumbró mi estado de extrañeza, más rápido me aclaró la situación.

No, no se trata de un traslado simple, sino algo de mayor alcance. Se ha recibido la notificación de altas instancias. Aunque no se trata en este caso de una venta, sí se habla de una cesión intemporal a un museo extranjero, donde formará parte de su colección permanente. A partir de ahora, el que quiera verlo, tendrá que desplazarse a miles de kilómetros de su residencia (me refiero a nuestros conciudadanos). Y entre ellos, es obvio, se cuentan usted y yo.

Me quedé boquiabierto, muy sorprendido, casi petrificado, pues no me esperaba semejante suceso.

- ¿Se sabe algo acerca del porqué de esta "gratitud", de esta inconsecuencia? -acerté a pronunciar al cabo.

-Es muy complicado. La verdad nunca te la van a revelar del todo. Deja la puerta abierta a todo tipo de suposiciones. En mi caso, le confieso que me siento incapaz de penetrar tamaña decisión. Se me escapan los motivos... Lo que sí está más que claro es que esto nos va a dañar bastante desde el punto de vista económico. Usted sabe de sobra que los ingresos del museo se incrementaban con la exposición y las visitas numerosas para contemplar el diamante, "La Imagen".

-Sí, me consta, me consta –balbuceé nervioso, indeciso.

-Pues eso es lo que hay... No para otra cosa le he pedido que venga a mi despacho. Todavía faltan unas semanas para que el traslado se realice, así que tendremos tiempo suficiente para ver qué se puede hacer para substituir la pieza, para que otra ocupe su lugar; y para pergeñar un plan general que redunde en nuestro beneficio. Lamentar la pérdida, irreparable de algún modo, no sirve de nada. Es mejor centrarse en lo futuro.

José Luis Benítez es miembro de honor de la UNEE y delegado permanente en Alemania.