El disparo del arcabuz

 

Manuel Fernando Estévez Goytre

La noche en la oscuridad del calabozo había sido fría y demasiado lenta. Sabía que mi final estaba cerca, la ejecución de la pena se haría efectiva en unos días y cada segundo que transcurría me pesaba más que la bola de hierro a la que la justicia me había encadenado. Los martillazos de los operarios que se afanaban en construir el cadalso crepitaban en mi cabeza y me agujereaban las sienes. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! La condena que el juez había dictado con tanta prisa sobre el caso de la muerte del conde de Calatayud me estaba abrasando las entrañas. Pero sobre ese particular habría mucho que debatir. Sé que creerme es tarea harto complicada, pero me siento en el derecho de decir que no fui yo quien efectuó el disparo sino alguien que de inmediato se confundió entre las sombras de la noche. Solo que el infortunio quiso situarme allí, en el centro del escenario, en un lugar y a una hora que me convirtieron en el primer y único sospechoso del crimen. Algunos vecinos oyeron el disparo del arcabuz, a pesar de que había sido un sonido afónico y apagado, pero nada más, nadie había visto la silueta que yo vi moverse a escasos metros a mi derecha.

Tampoco nadie en la región estaba conforme con los modos autoritarios del conde, pero ningún paisano se atrevía a dar un paso adelante y hacerle reproche alguno. Los impuestos asfixiaban a los campesinos y el derecho de pernada se había convertido en una rutina en los últimos meses, se torturaba y se degollaban inocentes a diestro y siniestro.

Aunque mi conciencia estaba tranquila, la misma noche del asesinato di con mis huesos en el calabozo de la villa. A la mañana siguiente me visitó el hijo del conde, el heredero del muerto, armado de una daga al cinto y una cínica sonrisa que le llenaba el rostro de arrugas.

-La vida de tu esposa está en mis manos -me dijo dándome la espalda. Me indicó que mirara por la ventana y encontré a Dolores con unos grilletes puestos, vigilada por un pelotón de soldados a caballo.

El joven don Antonio de Calatayud me dio unas instrucciones muy precisas. Al parecer  los vecinos de la comarca hablaban de mí como un héroe y, según el noble, yo era el único capaz, por mi pasado preñado de motines y revueltas, de seguir sus indicaciones. No tenía nada que perder y sí mucho que ganar, aunque me dejó claro que bajo ningún concepto conmutaría mi pena capital por la de cadena perpetua.

No sé si don Antonio tendría o no razón, lo cierto es que horas después traspasé el umbral de la libertad. O, mejor dicho, de mi nueva condena. Tenía a mi disposición en la puerta del calabozo un caballo, un arcabuz y una bolsa llena de monedas. Cabalgué durante dos jornadas. Día y noche. Durante ellas conocí el sabor amargo de las exigencias del conde y del chantaje al que me había sometido al tomar a mi esposa como rehén. Era libre, sí, pero ¿a qué precio?, y sobre todo, ¿por cuantos días? Aun así era consciente de que podía jugar con el tiempo, mi único consuelo, aunque solo dispusiera de un estrecho margen para hacerlo.

El pueblo al que me había enviado don Antonio estaba inundado. Cené y bebí en una posada y dormí en un jergón de farfolla en una de las esquinas de un cuchitril ocupado por media docena de bandidos, forajidos o qué sé yo la clase de oficio que daba de comer a esa clase de gentuza. Durante la noche trataron de intimidarme y robarme varias veces, pero saqué pecho y el arcabuz que me había entregado el conde y conseguí reducir y expulsar de la posada a los hijoputas que lo intentaron. Las condiciones impuestas por don Antonio me proporcionaron arrestos suficientes para no dejarme amedrentar por unos ladrones de pacotilla.

El resto de la noche la pasé entre pesadilla y pesadilla. Mi subconsciente escenificó una y otra vez el momento de la muerte del conde, el de mi detención y se adelantó al de la misión que tenía entre manos.

La siguiente fue una mañana soleada. Después de la tormenta viene la calma, se suele decir. Paseé por el campo que circunvalaba el pueblo, intentando reunir el valor necesario para llevar a cabo la operación, y a mediodía, entre una terrible quemazón en la boca del estómago y alguna que otra arcada, compartí mesa con más de diez comensales: cochinillo, patatas, huevos y vino, mucho vino para terminar de sacudirme el miedo.

Pero no era suficiente. Nada era suficiente en las circunstancias que, ya, empezaban a estrecharse sobre mi conciencia. Ni la propia vida de mi mujer, que estaba en mis manos, podía frenar la cadencia de mis pulsaciones. Me sentía incapaz de ejercer el control debido sobre la velocidad de mi respiración y el sudor era continuo.

No me fue difícil dar con la dirección que el conde me había escrito en un trozo de papel. Me detuve en el portón del palacio que se alzaba ante mi vista. Respiré hondo y cerré los ojos, necesitaba prepararme mentalmente para llevar a cabo las órdenes de don Antonio. Cuando los abrí giré la cabeza buscando el bajorrelieve del escudo de armas esculpido en la fachada y, bajo el juego de colores que lo componía, leí un nombre: Alfonso de Calatayud.

Tuve una sensación extraña. La ansiedad me abandonó. Mis manos ya no temblaban. Llamé a la puerta y me recibió uno de los criados. Pregunté por don Alfonso y cuando puse en su conocimiento que era un enviado de su hermano me indicó con cortesía que esperara en el zaguán y desapareció por una de las galerías que se abrían a ambos lados.

Minutos después regresó y después de invitarme a pasar al salón me ofreció una copa de brandy que acepté si rechistar. Dejó la botella sobre la mesa a la que me senté a esperar y media hora después y un par de copas más apareció don Alfonso de Calatayud. Percibí en su semblante una cínica sonrisa, muy parecida a la que había esgrimido don Antonio el día que me encomendó el trabajo. Pero no parecía estar muy al tanto de la voluntad de su hermano y sentí una angustiosa compasión por él.

No esperé a que tomara asiento. No quise hacerlo. Extraje el arcabuz del interior de mi sobretodo y, sin decir una palabra, disparé sobre su cuerpo inerme. Me sorprendió el sonido afónico del disparo. Supe entonces que don Antonio de Calatayud se había hecho dueño de mi destino poco antes de mi detención, desde el preciso momento de la muerte de su padre.

Cuando regresé a la ciudad sentí el impulso de dispararle, pero recordé a mi esposa y me contuve. El cadalso estaba preparado en la plaza Mayor.

Manuel Fernando Estévez Goytre es vocal honorario de la Unión Nacional de Escritores de España.