Cuando hablamos, o nos hablan, genéricamente del Antiguo Egipto, debemos tener siempre presente que estamos haciendo referencia a un período de aproximadamente 3.000 años, esto es, mil años más de los que llevamos transitando por nuestra era, el “después de Cristo”, para entendernos. Por tanto, no podemos sacar conclusiones absolutas cuando la referencia temporal dada es, simplemente, “el Antiguo Egipto”.
Por otra parte, el mayor porcentaje de las fuentes de investigación de las que disponemos hoy; textos, monumentos, piezas arqueológicas, etc., nos hablan de un grupo de población reducido y excluyente; Faraón, familia real, sacerdocio, altos funcionarios, y poco más. Afortunadamente, esta tendencia está cambiando y cada vez se le presta más atención a los elementos que nos pueden aportar datos sobre la cotidianeidad del conjunto de la población egipcia.
Colocados estos dos avisos en el tablón, vamos a asomarnos, someramente, a ver cuál era el papel de la mujer en el Antiguo Egipto. Comencemos por lo más alto, por el cielo.
Hasta los menos conocedores de la cultura egipcia saben cual es su Diosa de Diosas, la reina de su Panteón, Isis.Y esto no es casual, puesto que Isis fue adoptada por griegos, romanos… y de ahí, no son pocos los investigadores que la vinculan en mucho con la tradición e iconografía de la Virgen María, especialmente en su faceta maternal; María - Jesús, Isis - Horus. Su relevancia se encuentra, como no, enraizada en su mito. Ella es la que recompone y resucita a su hermano-esposo, Osiris, ella es la que cría a su hijo, Horus, el cúal, finalmente vence a Set, el “malo” de esta película. Así, Horus, gobernó sobre el mundo de los vivos, y Osiris, sería el dios del mundo de los muertos, ambos pueden ser lo que son gracias a la mujer, Isis, esposa y madre. Este es el origen, y justificación, mitológico del papel que tendría la mujer en la sucesión faraónica, en general, en el Antiguo Egipto.
Y es que la legitimación al trono de los faraones egipcios venía dada por la parte femenina. Para entender esto debemos entender que, además del mito de Osiris, el faraón tenía entre sus muchos aspectos, el de creador de vida, es decir, unión del principio masculino y femenino. Por tanto, era inconcebible que un faraón gobernara en solitario sin una esposa real. Esa esposa real, además era la transmisora de la realeza, por lo que entrábamos en ese “bucle” en el que la esposa real, era madre de faraón, pero también tenía que ser, a su vez, descendiente de alguna mujer, ¡ojo!, mujer, de estirpe real. Así, no tenemos constancia de ningún faraón que gobernara en solitario, o permaneciera soltero durante su reinado, mientras que si existen ejemplos de reinas que gobernaron en solitario, pocas, pero existieron. Esto también justifica los matrimonios, en ocasiones incestuosos a los ojos de los cánones morales de nuestra época. Tenemos constancia, incluso, de faraones que se unen a sus hijas. Pero no podemos olvidar que los términos; “casar”, “matrimonio”, “boda”, “soltero”... poco o nada tienen que ver con el significado que hoy le damos y que, especialmente en las clases altas, tenían más un significado ritual y religioso que sexual o incluso afectivo.
Bajándonos de los cielos al mundo real, no hará falta más que ojear cualquier manual del Antiguo Egipto y mirar sus imágenes para verificar que a la mujer no se la ocultaba y que tenía un papel omnipresente, y necesario, en la sociedad, pudiéndosela ver como protagonista en secenarios mitológicos, cortesanos, religiosos, agrícolas, funerarios, estatales, diplomáticos, y un largo etc. Por supuesto no podemos llegar a hablar de matriarcado, pero tampoco de patriarcado, y mucho menos con las connotaciones que se le aplican actualmente al término en algunos ámbitos. Entre otras cosas porque ambos conceptos, sencillamente, no existían en aquella época y tenemos que tener siempre cierta precaución con esas asincronías semánticas.
La igualdad ante la Ley, eso tan bonito y que en estos tiempos parece una utopía, era absolutamente efectiva, al menos en lo que a géneros se refiere, que clases siempre ha habido. La propiedad de la tierra, y su libre uso, podía ser tanto de hombres como de mujeres. Por citar un ejemplo, tenemos el caso de Metyen, funcionario de la III Dinastía, que cuenta que heredó cincuenta auras de tierra de su madre, lo que de paso, demuestra también que las mujeres podían ser herederas por sí mismas. No solo las mujeres podían heredar, poseer y disponer de sus propiedades, sino que también podían hacer negocios, presentarse como querellantes, defensoras o testigos ante cualquier tribunal, sin la tutorización ni representación de ningún hombre.
En cuanto al matrimonio, prueba de fuego para verificar si el estatus de hombres y mujeres era equiparable, no era una condición obligatoria para las mujeres. Como hemos visto, una mujer tenía autonomía jurídica y podía administrar sus bienes sin ningún inconveniente ni legal, ni social. Además, una mujer soltera no estaba mal vista. Parece ser que tampoco los padres podían imponer un marido a sus hijas. El matrimonio era, simplemente, irse a vivir juntos, no había una ceremonia, no había una celebración oficial, llamémosle así. Por tanto, no dependían en nada ni de una Iglesia, ni del Estado. Así, cuestiones como la virginidad antes del matrimonio, no tenían la consideración que tendrían posteriormente. Curiosamente, en al menos tres textos hallados en el entorno de Tebas, se habla de un período de siete años para que se adquirieran ciertos derechos, es decir una especie de tiempo de prueba, a partir del cual, ese matrimonio quedaba consolidado como tal. Estos derechos iban dirigidos a la protección económica de la esposa en caso de accidente, viudedad o divorcio. Estamos empleando el término matrimonio para poder entendernos, pero los términos que encontramos en alusión a esta institución son: gereg per : Fundar una casa, hemsi irem: vivir juntos, o aq r per: Entrar en la casa.
Por último, es necesario rebatir, desmentir, desterrar, destruir, y todo lo que haga falta, la falsa idea del famoso “harén”. Entendemos esta palabra como una especie de prostíbulo de lujo al que el faraón acudía cada noche, para elegir alguna hembra que en esos momentos fuera de su apetencia. Nada más lejos de la realidad. En primer lugar, el término es equívoco, puesto que el nombre de ese espacio real, que efectivamente existía, es per-jeneret. Era este un lugar sagrado, inviolable, para los miembros femeninos de una familia, nada de esclavas sexuales, ni nada parecido. Era un lugar, casi paradisíaco, en el que madres, hijas, tías, sobrinas, primas… gozaban de intimidad y tranquilidad para holgazanear, (si, se permitian la holganza, algo que hoy día también es mortale peccatum), tejer, leer, cantar, debatir, esculpir, acicalarse, ponerse al día de las modas de Tebas, criticar a la vecina del quinto, aconsejarse, apoyarse… sin que los maridos, padres, hijos, y demás parentela masculina les molestaran con sus “imperiosas” necesidades. Si, querida lectora, ¡qué paraíso! Incluso, podemos ir más allá, puesto que en ese lugar, hasta que se alcanzaba la adolescencia, los príncipes y princesas de la corte, incluido el futuro faraón, era educados y formados en todos aquellos menesteres ajenos a la testosterona masculina (lucha, caza, armas, ya saben). Aquí recibían, entre juegos, al modo de una guardería, nociones de música, de poesía, de escritura…de vida.
En conclusión, no idealicemos, la mayoría de los faraones y de los altos cargos fueron hombres, tenemos muy poca constancia de mujeres formando parte, por ejemplo, de un tribunal. Pocas mujeres llegaron al poder por derecho propio, y en el ámbito social de las clases más desfavorecidas, las mujeres tuvieron que tener una vida miserable. Pero tampoco, generalicemos, pues la cultura egipcia es una excepción a casi a todo, y podemos concluir que la consideración de la mujer, en general, en esta sociedad, era mucho mejor que la de otros pueblos del entorno y de su época, y, desde luego, mucho mejor que la situación que sufrirían las mujeres en períodos posteriores de la historia más cercanos a nosotros, o incluso que sufren en algunas partes del mundo actualmente. Los propios griegos ya se escandalizaban de algunas libertades que se permitían las mujeres egipcias. Si todo hubiera sido evolución, evolución positiva, desde el tiempo de los egipcios, probablemente hoy parecería absurdo que alguien escribiera un artículo como este, porque no habría que demostrar lo obvio: que la mujer fue, es y será la Historia, igual que lo somos los hombres.
Javier Sánchez Páramo está galardonado con el escudo de oro de la Unión Nacional de Escritores de España.