El retrato


Luis Amat Vidal

Nada es más honorable que un corazón agradecido.

(Séneca)

Como cada tarde de los fines de semana, excepto cuando el mal tiempo se lo impedía, Óscar Muñoz Irles, caballete en mano, con sus papeles, caja de pinturas y dos banquetas plegables, cruzó el umbral de su casa en la calle Barón de Finestrat para dirigirse a la Explanada. Había cumplido los sesenta, vivía solo y conservaba esa costumbre desde hacía treinta y tres años. Se sentaba de espaldas al kiosco  Peret frente a la impresionante fachada de la Casa Carbonell, joya del modernismo alicantino, y esperaba. Óscar era retratista, y muy bueno por cierto. Dibujaba las expresiones con una inusual maestría; se podría decir que sus retratos eran un fiel reflejo de la personalidad de sus modelos.

Atardecía. El sol de verano, casi en el ocaso, se filtraba entre las ramas de las palmeras y daba sus últimos toques de luz al mosaico rojo, azul y blanco, de onduladas formas importadas de la plaza Rossio de Lisboa. Frente al paseo, de quinientos metros de longitud, se admiraba el entonces puerto pesquero, en el que modestas embarcaciones encendían sus grandes faroles y se apresuraban para salir a faenar durante la noche.

El caluroso julio de 1977 no impedía que gran cantidad de transeúntes disfrutaran de la tarde paseando sin prisa arriba y abajo, o sentándose a descansar en las sillas de madera que alquilaba una empresa privada. La terraza del kiosco Peret también comenzaba a llenarse de clientes para degustar su horchata. El bullicio de la gente amortiguaba el borboteo de los chorros de la fuente luminosa que, situada en el centro de la plaza, ocupaba el lugar donde antaño estuviera la Puerta del Mar de la antigua muralla y, posteriormente, la escultura homenaje a los Mártires de la Libertad. De vez en cuando se escuchaba la voz de algún vendedor ambulante, sobre todo la del barquillero, que hacía las delicias de los chavales, o la de quien anunciaba pomos de azahar para las solapas de los caballeros o los prendidos de las señoras, dejando un inconfundible aroma a su paso.

El sol ya se había ocultado y el guirigay de la noche veraniega daba vida a toda la zona. Pero Óscar tenía poco trabajo, sólo había posado para él un niño de unos ocho años para que, por deseo de sus padres, su retrato fuera un regalo a sus abuelos. La tarde no le iba bien, hacía casi dos horas que nadie solicitaba sus servicios. Óscar era muy supersticioso y culpaba de la mala racha al gato negro que no había parado de merodear a su alrededor. Se ensimismó escuchando al joven chelista que, a pocos metros, tocaba a cambio de unas monedas.

Absorto en la Suite número 3 de Bach, no se percató de que una persona se había sentado en la otra banqueta. Se dio cuenta cuando oyó su voz.

—Buenas tardes. ¿Podría dibujarme, por favor?

Óscar tenía frente a él a un hombre probablemente mayor de setenta años, alto, casi calvo, de facciones marcadas y con una poblada barba blanca. A su lado, una mujer elegante, de pelo corto, más o menos de su edad.

—Sí, claro –le dijo— ¿Es para algún regalo?— Siempre lo preguntaba.

—Quiero regalárselo a un viejo amigo, se lo debo.

—Bien, póngase un poco de perfil, mirando hacia aquella farola y relájese.

Óscar lo observó con atención. Antes de que el lápiz resbalara sobre el papel, debía captar la personalidad del modelo. Sus rasgos le eran familiares, aunque no sabía por qué.

El chelo pasó de la suite de Bach a la Sonata en sol menor de Beethoven, y el lápiz comenzó a trazar. Algunos curiosos se paraban a contemplar el proceso. La delineación del bosquejo construyó las formas de la cara. Los lápices de color, complementados con las barras de pastel, iban iluminando el conjunto. Poco a poco, el retrato tomó vida. Los retoques sobre los párpados y el perfil de la boca, junto con las zonas en penumbra, iban creando una obra a semejanza del modelo, y, conforme avanzaba el trabajo, Óscar estaba cada vez más convencido de que conocía a quien tenía delante. Acabado el dibujo, lo mostró a su cliente, quien se sintió complacido y, tras pagar el precio convenido, le dijo:

—Gracias, Óscar. Este segundo retrato que me has hecho es mucho mejor que el primero. Aquel me lo regalaste tú a mí, este te lo regalo yo. —Y le extendió el papel.

Óscar miró fijamente a su interlocutor, la peonza de los recuerdos comenzó a girar con rapidez en su mente hasta que se detuvo. ¡Claro que lo conocía! Le vino a la memoria su imagen de años atrás, sobre todo la del retrato que le dibujara aquel día inolvidable.

—¡Eres Manuel! —exclamó con un grito de alegría mientras se ponía en pie.

—El mismo —respondió al tiempo que avanzaba con los brazos abiertos en ademán de abrazarlo.

—Pero… ¡estás vivo! ¡No es posible! ¡Te fusilaron en el 41!

Se fundieron en un fuerte abrazo embargados por la emoción.

—Sí, claro que estoy vivo. ¡Ya me ves! Aquel día ocurrió algo que desconoces. 

—Treinta y seis años han pasado desde entonces, llevo perfectamente la cuenta. Estás muy cambiado, Manuel. Me ha costado reconocerte.

—Tú sin embargo estás igual. Te he tenido siempre presente y estaba seguro de que algún día volvería a encontrarte. Por cierto —dijo señalando a la mujer—, te presento a Ana.

Óscar recogió presuroso todos sus enseres de pintura y los tres se sentaron en la terraza de Peret. Una ligera brisa mitigó el calor de la noche. El chelo tocaba ahora El Cant dels Ocells de Pau Casals. Manuel le debía muchas explicaciones.

El llamado Reformatorio de Adultos de Alicante, conocido popularmente como Cárcel de Benalúa, ahora sede de los Juzgados, era entonces un amasijo de presos que se agolpaban en las celdas. Construido para albergar a seiscientas personas, al acabar la guerra apiñaron entre sus muros a más de tres mil seiscientos reclusos, cuyo único delito era la fidelidad a la República. Muchos de los detenidos en el puerto el 30 de marzo de 1939, tras la frustrada huida en los barcos que nunca llegaron y después de haber estado hacinados en el improvisado Campo de los Almendros, serían encerrados entre los muros del Reformatorio, aunque la mayoría fueran llevados al Campo de Albatera, donde recibirían el trato más vejatorio e inhumano que se pueda imaginar.

 

Habían pasado casi dos años desde el fin de la guerra, pero los vencedores, en su desmedido afán de borrar del mapa a quienes consideraban «enemigos de la patria», continuaban celebrando unas farsas, a las que denominaban juicios sumarísimos, que acababan con la vida de bastantes reclusos en el paredón. También, fruto de la férrea represión franquista, seguían produciéndose continuas detenciones, si bien los indultos por los considerados delitos menores darían la libertad a muchos presos mientras otros eran trasladados a diversos centros diseminados por el país, todo ello contribuyendo a que en 1941disminuyera la masificación de la cárcel de Alicante.

Óscar Muñoz era un joven alicantino que a sus veintiún años había visto truncada su carrera como artista al no poder terminar sus estudios de Bellas Artes en la Escuela de San Carlos de Valencia, a la que había conseguido acudir gracias al esfuerzo de sus padres, que regentaban un almacén de mercería y paquetería en la calle Liorna. El cierre de la escuela a primeros de 1939, hizo que regresara junto a sus padres, que vivían solos en la calle Barón de Finestrat, entonces Teatinos, ya que Óscar era hijo único.

De nuevo en Alicante, último reducto de la República, fueron contratados sus servicios para diseñar carteles propagandísticos, motivo por el que fue detenido en 1940, acusado de dibujante subversivo y condenado a quince años de cárcel según la ley de Responsabilidades Políticas.

La vida de Óscar en el Reformatorio de Adultos era rutinaria, como lo era la del resto de los presos: diana a las siete, recuento, cantar el Cara al Sol, desayuno y patio hasta la una; comida y patio hasta las seis; recuento, rezo, celda, cena y a dormir. Los domingos, todos a misa con obligación de comulgar; después, recepción de las visitas, momento cuya llegada ansiaban porque las familias, si podían, les facilitaban, usando parte de su cartilla de racionamiento, un paquete con alimentos en condiciones que, aunque antes de ser entregado al recluso era registrado por los guardias de la prisión, compensaba la bazofia de caldo negro con patatas y el trozo de pan duro, que era la habitual comida que servían en la cárcel.

La suciedad y la miseria eran notorias, y flotaba en el ambiente la incertidumbre y el miedo, pues, periódicamente, un funcionario, acompañado por un militar, colocaba, en los accesos a las galerías, las citaciones a juicio con la fecha de la convocatoria y la lista de los enjuiciados, que vivían temiendo la pena de muerte. Peor era cuando, ya en las celdas y antes de apagar las luces, se leían los nombres de quienes al día siguiente iban a subir al camión que los trasladaría a la partida de Rabasa para ser fusilados. Podían pasar bastantes días entre la condena y la ejecución, por lo que la angustia era enorme.

Óscar llevaba siempre encima unos lápices de colores y un bloc, dedicándose en los ratos libres a dibujar escenas de la vida cotidiana de los presos, lo que le servía de distracción en las largas horas de cautiverio. Aquella mañana de finales de marzo de 1941, mientras dibujaba a un grupo que, sentado en un rincón del patio, jugaba a las cartas, se le acercó un hombre alto y bien parecido.

—Hola. Me han dicho que eres dibujante. Ya veo que sí.

Óscar levantó la vista y asintió con la cabeza.

—Me llamo Manuel. —Extendió su mano para estrechar la de Óscar—. Quisiera pedirte un gran favor.

—Tú dirás.

—Desearía que me pintaras un retrato. Me van a fusilar y quiero mandárselo a mi mujer y a mis hijas para que me recuerden. No tienen ninguna foto mía, ni siquiera para la boda pudo venir un fotógrafo al pueblo.

Óscar se asombró por la entereza de quien, de pie y frente a él, le hablaba de manera tan sosegada de su inminente trágico final. Con un nudo en la garganta y sin mediar palabra, cogió el material de dibujo e hizo un gesto a Manuel para que le siguiera; ambos se dirigieron a la pared que había junto a la enfermería, estancia en la que un año después moriría Miguel Hernández. Se sentaron y el lápiz comenzó a acariciar el papel. Estuvieron en silencio durante la hora que tardó en dibujarle. El resultado fue un retrato académico y perfecto en el que Óscar procuró no plasmar la mirada triste del modelo. Manuel lo recogió.

—Ha quedado muy bien —dijo mirando el dibujo—. ¿Cuánto te debo?

—Nada, es un regalo mío. Espero que le guste a tu familia.

Manuel estrechó de nuevo su mano, le dio las gracias y sin más, se marchó.

A la hora de la comida Óscar lo reconoció entre varias personas que se encontraban tras él en la cola para el rancho. Una vez le hubieron servido en el mugriento bol metálico, esperó hasta que llenaran el cuenco de Manuel.

—¿Te importa que me siente a tu lado?

—En absoluto —respondió Manuel.

Ambos ocuparon dos sitios contiguos en la larga mesa de madera y empezaron una conversación que luego continuó en el patio.

—Soy maestro —le dijo Manuel—. Me detuvieron porque decían que era una mala influencia para mis alumnos. Por lo visto, mi delito fue defender los valores republicanos y la igualdad de clases.

—¿Estuviste en el frente?

—Sí, formé parte de las milicias de cultura y enseñaba a leer y a escribir a los analfabetos. Jamás participé en ninguna acción bélica.

Manuel le contó, además, que había nacido hacía treinta y ocho años en un caserío a las afueras de Valencia y que, a pesar de que su padre era labrador a jornal, había conseguido con una beca ir a estudiar Magisterio, carrera que acabaría en 1925. Tras aprobar las oposiciones del Estado, obtuvo plaza en Petrés, un pequeño pueblo de la huerta, humilde y atrasado, donde se casó con Ana y tuvo dos hijas, Belén y Carla.

—En el pueblo era feliz, me sentía querido por los vecinos porque, según ellos, trataba muy bien a sus hijos. Yo sólo hacía lo que me dictaba mi conciencia.

Óscar también le explicó quién era y por qué estaba preso.

—¡Ya ves! Encarcelado por pintar carteles en los que vitoreaba a la República.

—Yo puse en práctica nuevas técnicas de enseñanza, —continuó Manuel—, pero casi nadie quería mantener a sus hijos en la escuela más allá de los catorce años porque eran mano de obra, y no te digo nada de las niñas; los padres estaban frustrados, ya que no les podían poner a trabajar en el campo. Aún así, he de reconocer que conseguí grandes logros.

—¿Y cuándo te detuvieron? —quiso saber Óscar.

—Al tiempo que el ejército franquista avanzaba hacia Valencia, me llegaron noticias de que yo estaba en la lista de lo que ellos llamaban «enemigos de España». Huí del pueblo el 28 de marzo a toda prisa con otros vecinos que también estaban en el punto de mira y dejé a mi familia. Subimos a un camión que venía hacia aquí, porque decían que de Alicante estaban saliendo barcos con destino al extranjero. Al día siguiente llegué al puerto, no esperaba encontrar tanta gente. La mayoría narraba cómo el día anterior había zarpado un carbonero con un gentío a bordo y tenía la seguridad de que vendrían varios buques más. Pero, como sabes, no llegaron. Los italianos cercaron el muelle y nos detuvieron a todos.

El resto de la historia de Manuel es sobradamente conocida: lo que ocurrió con los republicanos del puerto, su traslado al Campo de los Almendros y el destino que les aguardaba.

—Hace una semana fui llamado a juicio —continuó—. Me metieron a empujones en una sala y allí tuve que asistir de pie a una patraña. En la mesa que tenía frente a mí había cuatro personas: un militar de alta graduación, que era el presidente; otros dos haciendo las funciones de fiscal y de abogado, y un funcionario que tomaba nota de lo que allí se decía. Sin siquiera mirarme a la cara, el fiscal me acusó de ser persona muy peligrosa por propagar ideas contra el régimen y, sobre todo, de adoctrinar a los alumnos con argumentos opuestos al nacional catolicismo. Pidió la pena de muerte, claro.

—¡Hijos de puta! —exclamó indignado Óscar.

—El que hacía de abogado se limitó a decir que yo estaba considerado como buena persona en el pueblo. Nada más. Lógicamente, la sentencia fue la que más temía: sería fusilado para evitar que pudiera continuar emponzoñando a la juventud con mis ideas. Eso dijeron. Salí de la sala con una congoja tal que me fallaban las piernas y me oriné encima. Tuvieron que ayudarme a llegar hasta la celda. Desde entonces no duermo bien y cada noche me quedo con la angustia de saber si va a ser la última.

Manuel también le explicó que de vez en cuando, desde que estaba detenido y siempre que los funcionarios lo permitían, se carteaba con su mujer, quien había ido a verlo con sus hijas un par de veces. Las echaba mucho de menos. Todavía no se había atrevido a escribirle que estaba condenado a muerte, pero debía comunicárselo.

Esa misma noche, ya con el retrato que le regalara Óscar, se decidió a hacerlo. La congoja le oprimía el pecho y, cuando escribió «Queridísima Ana», tuvo que romper la cuartilla porque no pudo reprimir las lágrimas, que cayeron sobre el papel humedeciéndolo. Incapaz de seguir, se acurrucó en un rincón para llorar amargamente, retorcido por la pena. Sin embargo, su llanto no llamó la atención de nadie porque los presidiarios estaban acostumbrados a escuchar todas las noches lamentos procedentes de las celdas. Pasaron largos minutos antes tranquilizarse y coger el lápiz de nuevo. Tachó palabras, rompió varios papeles, y al final le bastaron unas líneas:

 

Queridísima Ana:

Me ha costado escribirte esta carta, mi última carta, no sabía cómo decírtelo. Dentro de unos días me fusilarán. La vida no es a veces lo justa que nosotros quisiéramos, y a mí me la van a arrebatar. Mi delito es haber sido coherente con todo aquello en lo que creo. No deseo que vengas a visitarme; quiero que me recuerdes tal como he sido en nuestros mejores momentos, y yo pueda veros sonriendo en mi imaginación, no llorando junto a mí, lo que me produciría una pena terrible.

No estaré más a tu lado, no podré sentirte ni disfrutar de tus caricias, del éxtasis amoroso que vivíamos con tanta pasión. No podré envejecer contigo como tantas veces hemos deseado. Tampoco sabré de la felicidad que nos podría haber traído la madurez.

Siento mucha tristeza cada vez que pienso en Belén y Carla. Ya no me abrazarán ni se sentarán en mi regazo con esa alegría que las desborda. No conoceré la emoción como padre cuando se hagan mayores y formen sus propias familias. Todavía son pequeñas. Lo que más deseo es que no me olviden. Tú sabrás, Ana, mantener vivo mi recuerdo en ellas y que siempre sepan cómo las quise.

Te envío un retrato que me ha hecho un compañero para que siempre me tengáis presente, para que tú también recuerdes a quien te amó de verdad desde lo más profundo de su ser.

Tened fe en el futuro. Inculca a las niñas todo aquello en lo que creemos. Esta locura no durará mucho, seguro que se implicarán algunas naciones extranjeras para acabar con el fascismo y podréis vivir de nuevo en un país libre. 

Me voy con la alegría de haberte encontrado en mi camino y de quererte con locura, eso no me lo puede arrebatar nadie.

Sed felices, la vida para vosotras no ha de acabar con mi partida. Abríos al futuro.

Adiós, Ana. Adiós, amor mío. Da a las niñas un abrazo muy fuerte. Ten por seguro que mi último pensamiento será para vosotras.

Siempre tuyo,

Manuel.

 

La releyó varias veces, respiró profundamente e introdujo en un sobre la carta junto con el dibujo. Cerró el sobre sin pegarlo, escribió la dirección y esperó hasta el día siguiente para colocarlo en la bandeja de salida de la correspondencia. Después fue a buscar a Óscar, con quien ya había comenzado a entablar una buena relación de amistad. Salieron al patio y se sentaron con otros reclusos que comentaban las noticias recibidas del exterior sobre los aconteceres de la Guerra Mundial.

—Ya está hecho, Óscar. Me ha costado muchísimo, pero he escrito a mi mujer. El retrato va con la carta.

Óscar lo abrazó sin mediar palabra y ambos lloraron.

Manuel vivía constantemente a la espera del momento fatídico. Recordaba la ternura de Ana, su sonrisa, su piel delicada. Se le partía el corazón cuando resonaba en su mente la voz de las niñas jugando con él. La incomodidad de la celda y el potente olor a sucio y a humedad le resultaban cada vez más insoportables. No podía comprender cómo era posible que fueran a arrebatarle la vida sólo por ser fiel a sus ideas y haberlas expresado con total libertad, enseñando los principios básicos de la tolerancia.

Óscar ocupaba una celda cercana al «tubo», que así llamaban al espacio alargado en el que colocaban en pequeños habitáculos individuales a los condenados a muerte. Desde donde se encontraba podía escuchar perfectamente los sonidos que de allí procedían, incluso entendía con claridad las palabras del funcionario cuando, periódicamente, leía la fatídica lista. Manuel sabía que más tarde o más temprano escucharía su nombre.

 

El 30 de marzo de 1941 amaneció como cualquier otro día, nada cambiaba en la cárcel jornada tras jornada. Leer las cartas de los presos para censurarlas antes del envío a sus familias no era una tarea demasiado agradable. Había entre los funcionarios una especie de pudor, una renuncia a adentrarse en tanto dolor y miseria, y solían endilgarle la repudiada faena al último en llegar; en esta ocasión a Juan Maestre, un administrativo recién trasladado desde la cárcel de Valencia a quien, cuando se lo comunicaron, no le gustó cuál iba a ser su misión en el nuevo destino, pero no le quedaba otro remedio.

Juan se sentó en el pupitre donde estaba el mazo de cartas, sacó una foto de su hija, la besó y la dejó encima de la mesa. «Para no olvidar que ellos también tienen hijos», pensó. Luego, cogió el tintero y la pluma y se dispuso a abrir la primera carta, en la que, como en todas, debía tachar los párrafos que censurara.

Paquito era su compañero, un funcionario de pocas luces y malas ideas al que le gustaba malmeter contra todo hijo de vecino. Al ver la devoción de Juan por aquella foto, no pudo menos que estirar el cuello y echar una ojeada. La imagen mostraba a una joven sonriente, con evidentes signos de mongolismo, pero bien maquillada y luciendo un bonito vestido.

—¿Quién es? —preguntó con afán de curiosear.

—Mi hija —respondió Juan.

—¿Es retrasada? —Paquito no tuvo el más mínimo reparo en hacer la pregunta.

—¿Y qué? Es una persona como cualquier otra, ¿o no?4

—¡Coño con la tarada! —exclamó Paquito soltando una risotada—. ¡Si está para tirársela!

Juan se puso en pie de un salto y se abalanzó sobre él. Quizá lo hubiera tenido que lamentar de no ser por un par de funcionarios que le contuvieron de molerlo a golpes.

—¡Mi hija es una persona con derechos y dignidad! ¿Entiendes, imbécil? —le gritó Juan al tiempo que lo separaban de Paquito, al que tuvieron que sacar de allí para evitar males mayores.

Ya solo y tranquilo, comenzó con su tarea de censor.

Era el segundo aniversario desde que Alicante, como último reducto de la República, cayera en manos de los fascistas sublevados. Los militares, guardias civiles y funcionarios se habían vestido con sus mejores galas, y los primeros lucían las medallas ganadas en la lucha fratricida contra sus propios compatriotas. Después del desayuno todos acudieron al patio, ya ocupado por los presos, a quienes habían sacado de sus celdas para la ocasión. Les hicieron formar en hileras, y el panzudo militar de mayor graduación subió a un podio mientras recibía el saludo de sus subordinados, brazo en alto. Una vez arriba, le acercaron un megáfono y comenzó a vociferar sobre la importancia de la liberación de la ciudad, que había supuesto el fin de la cruzada.

—¡Hoy es un día grande para España! Hace dos años que acabamos con la escoria roja, los enemigos de la patria, que emponzoñaban nuestros ideales. Dos años desde que por fin nuestro Caudillo Franco se erigiera, por la gracia de Dios, en el líder absoluto del movimiento nacional. Reclusos: recordad que estáis aquí por no haber sido fieles al Generalísimo. Algunos seréis redimidos, otros lo pagaréis muy caro, Dios decidirá.

Tras los discursos triunfalistas de varios caciques, la efemérides acabó con vivas a Franco y a España, una, grande y libre. Luego, toda la guarnición y los presos alzaron el brazo, estos últimos vigilados muy de cerca por los guardias de la prisión, y entonaron el Cara al Sol. Cantar el himno fascista era una de las mayores afrentas para los presidiarios, tenían que vocalizarlo alto y claro, so pena de recibir un porrazo de los guardias en las costillas, que posiblemente los llevara a la enfermería.

El miedo comenzó a flotar en el ambiente pues, junto a los militares, se encontraba el padre Vendrell, vicario del presidio, defensor acérrimo del nacional catolicismo, de quien se decía que llevaba un crucifijo del nueve largo bajo la sotana, porque aquel a quien se dirigía con actitud paternalista y le daba a besar la cruz sabía que había llegado su hora. Antes de romper filas, el cura se acercó a varios reclusos poniéndoles la mano en el hombro con palabras de cariño. Uno de ellos era Manuel, que en ese momento supo que su final estaba cerca.

Los dos compañeros pasaron el día junto a otros presos con los que habían creado una estrecha relación. Tras la cena, Manuel, que había estado toda la jornada con el alma en vilo, se dirigió a Óscar:

—Tengo miedo. Sé que no duraré mucho.

Sus palabras fueron interrumpidas por la voz de los funcionarios llamando a la reclusión en las celdas. Aquello era una despedida. Manuel lo sabía.

Una vez echados los cerrojos, Óscar vio a través de los barrotes a tres militares junto al Padre Vendrell. Iban hacia el tubo. El silencio de los presos se interrumpía con algunos gemidos. Óscar pegó su oído a la puerta cuando comenzó a escuchar la lista de los condenados.

—¡Manuel Llopis García! —Óscar se estremeció. Todo había terminado para su amigo.

Algunos prisioneros dieron vivas a la República y, una vez leídos los nombres, el odiado padre Vendrell sacó su crucifijo del nueve largo y con él en la mano, bien visible para los reclusos, disparó sus mortíferas palabras:

—Vosotros sí que sois bienaventurados puesto que conocéis el momento exacto en el que ha de veniros la muerte, y así podéis poneros en paz con Dios, que es lo único que debe importaros.

Esa noche fue larguísima. Ninguno de los que iban a ser fusilados pegó ojo: unos por el miedo que les producía la ejecución, otros repasando su vida, arrepintiéndose de lo que habían hecho mal y pidiendo perdón a quienes pudieran haber dañado u ofendido; algunos, orgullosos de morir por ser fieles a sus ideales, y Manuel, con la imagen de Ana y la sonrisa de las niñas en su mente.

 

El reloj que marca las horas en el asilo de Benalúa da las seis de la mañana. Óscar y los presos cuyas celdas están cercanas al patio escuchan el sonido de dos camiones que acaban de entrar; uno transportaría a los condenados, el otro, al pelotón de fusilamiento, que ya está dispuesto para la partida. Las voces de los guardias se unen al chirrido y al golpe seco al abrirse la trampilla trasera de los camiones. En el tubo se suceden los fuertes abrazos de despedida y las lágrimas en los ojos de muchos presos. Los pasos suenan cada vez más cerca. Un funcionario abre la puerta y entra acompañado de un guardia. Comienza a pronunciar nombres. Se colocan en fila. A Manuel lo nombran el último. Óscar contaría hasta quince.

El funcionario y el guardia van delante hacia la puerta que da al patio. Todavía no ha amanecido. Conforme van cruzando el umbral, la vista de los camiones y el pelotón les estremece. El frío de la madrugada cala sus huesos. Salen despacio, en hilera; a varios deben arrastrarlos porque han quedado paralizados, a otros se les ve claramente la gran mancha de orín en sus pantalones; algunos lloran, los más fuertes caminan altivos y, antes de subir al camión, gritan: «¡Viva la República!».

Dominado por el miedo, a punto de cruzar desde el túnel al patio, Manuel nota de súbito cómo alguien le agarra fuertemente del brazo, lo saca de la fila de un brusco tirón y lo arrastra con rapidez detrás de un muro contiguo para luego salir presuroso a la puerta del patio y gritar:

—¡Están todos, podéis iros!

Es el encargado del recuento; nadie nota que falta uno. Después va hasta donde está oculto Manuel, que no se explica lo ocurrido, y lo lleva fuera de la zona de presos a través de la oscuridad del pasillo, a una de las estancias de los funcionarios. Cierra la puerta por dentro.

Ya en el interior y sabedor de que nadie los ha visto, enciende una lamparilla. Es entonces cuándo el atónito Manuel descubre en la penumbra a Juan Maestre Galvañ, a quien conocía bien.

Se quedó mirándolo fijamente sin saber qué decir. Tardó algunos segundos en poder articular palabra.

—¡Juan! ¿Qué haces aquí? ¿Por qué me has salvado? —preguntó sin salir de su asombro.

—¿Es que no recuerdas, Manuel, cuando tuviste a mi hija de alumna? Tú la defendías de las burlas de los demás niños, hiciste que se sintiera como una igual, siempre te desviviste por ella.

—Era mi obligación como maestro.

—Pero antes que tú, nadie lo había hecho. Además, convenciste a todo el pueblo de que mi hija, a pesar de su tara, era una persona digna, como cualquier otra. La trataste con cariño, la integraste en la escuela e hiciste que fuera respetada. Manuel, salvarte de la muerte es agradecerte todo lo que hiciste por ella. Mereces vivir para seguir haciendo el bien.

—¿Cómo has dado conmigo? ¿Por qué sabías que me iban a fusilar?

—En mi tarea de censor, al abrir una de las cartas, encontré junto a las cuartillas escritas a lápiz un retrato en el que te reconocí enseguida. Me dije que un hombre así no merecía morir. Y cuando supe que al día siguiente te llevarían al paredón, me propuse salvarte a toda costa. Un poco de habilidad colocándote el último en la lista, ha bastado.

Juan había puesto los sentimientos de gratitud y el amor a su hija por encima de sus obligaciones de funcionario y de sus ideas políticas. Sabía lo que se estaba jugando por hacerlo. El hecho de que la persona adecuada hubiera estado allí en el momento justo había salvado la vida a Manuel. El shock del momento lo había dejado sin habla. Sólo pudo balbucear «gracias».

—No digas nada, Manuel. Hoy te quedarás aquí escondido en mi habitación. Esta noche saldrás libre. Yo te conduciré a un lugar donde no puedas correr peligro.

Juan le facilitó ropa y de madrugada lo guió a una pequeña puerta que daba a una zona sin iluminar que lindaba con el asilo contiguo, regentado por las Hermanitas de los Pobres.

—Buena suerte, Manuel.

Tras estrecharse ambos en un fuerte abrazo, Manuel se perdió en la oscuridad de la noche. El reloj del asilo marcaba las cuatro.

La amnistía del 17 de diciembre de 1943 para reclusos con penas menores de 20 años, dejaría en libertad a Óscar, quien volvió al domicilio familiar, donde convivió con sus padres hasta que murieron. Le dieron trabajo en el antiguo almacén de su familia, ya convertido en cooperativa, y allí siguió hasta su cierre en 1975. Nunca dejó la pintura. Dibujaba los carteles anunciadores para los cines de Alicante, además de los retratos de los fines de semana en la Explanada. Lo ocurrido con Manuel en la cárcel le había marcado la vida. Pensaba que quienes querían que les dibujara su retrato lo hacían porque lo necesitaban para algo muy importante, como había acontecido en aquel marzo de 1941. Y por eso, tras el inesperado encuentro con Manuel, a partir de julio de 1977, bajó a diario a pintar. Estaba convencido de que sus retratos salvaban vidas. Se obsesionó con ello.

Cuando Manuel fue a Alicante y se reencontró con su amigo, ya estaba enfermo. Dos años después, Óscar recibiría una carta de Ana. Le decía que Manuel no pudo superar el cáncer y había muerto. Junto al papel estaba el retrato que le hiciera treinta y ocho años atrás, Al dorso, sólo un párrafo: «Gracias a este dibujo, pudimos recuperar a Manuel. Ahora es tuyo para que siempre lo recuerdes, así lo quería él. Nunca te estaré lo suficientemente agradecida. Ana».

Luis Amat Vidal es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.