El río de la vida: cartas a mis nietos

 

Manuel Fuentes González

Tu capacidad de observación y deseo de saber inspira y anima a escribirte, mi querido nieto. Quiero compartir contigo experiencias, hacer viajes, disfrutar una simple excursión o aventurarnos con largas caminatas, ahora que aún me responden las fuerzas. Ya hemos ensayado el método, pero tus pasos aún son cortos y pronto pides trasporte; seguiré cediendo los hombros ―mientras aguanten― para cubrir esas carencias, a veces envueltas en simple mimo.  Oímos reproches, cariñosas advertencias familiares para que no cargues al abuelo. Tú ríes y las resuelves muy bien: «es mayor, pero no viejo». ¡Me das tanta energía!

Ser abuelo es como caminar hacia atrás en las emociones, recuperar los pasos perdidos y disfrutar de los sabores que el paladar de padre apresurado deglute con avidez. Ha llegado el momento de masticar las emociones con pausa. Mis tiempos, más alargados merced a la jubilación laboral, apenas concilian con tus incipientes obligaciones escolares, con los ritmos que marcarán tu periplo vital. Hagamos un pacto: te cuento, con palabras comprensibles para ti en un futuro no muy lejano, lo que quiero decirte ahora del río y del bosque, del mar y la montaña, de los pueblos y las ciudades. Solo es una previsión, por si el día de mañana, cuando nuestros trechos se acompasen, flaquean mis fuerzas y no podemos recorrer juntos los caminos.

Se desgranarán conocimientos y emociones, tal vez también cuentos, historias y leyendas que de alguna forma ya has oído. Sí, mi pequeño Jacobo, los relatos de abuelo no son rollos una y otra vez contados; ese reproche suele dirigirse a los padres. Al contrario, la historia repetida siempre es motivo de nuevo goce y emoción, reviviéndola, recordándola con la fantasía cuantas veces sea necesario.

Si te cuentan que soy hijo del Sil, acéptalo como la verdad que llevan las aguas del «río de mi vida».  Soy ribereño; vine a la vida en una pequeña población de su orilla izquierda, como así lo atestiguan sus gentes y se acredita en documento oficial. Eso tan solo es el punto de salida. El conocimiento, la vida laboral, las vivencias y las emociones viajaron después en el tiempo, siempre sin perder la referencia de origen. Hay que recordar muy bien de dónde se   viene para saber a dónde se va. La experiencia vital, como el caudal del río, se acrecienta y enriquecen con otros afluentes. Al final todo se entrega a una realidad inexorable, acuosa o etérea, donde todo recorrido tiene su fin.

Me preguntaron, hace ya mucho tiempo, cuándo nació mi afición a la literatura. No aventuré respuesta concreta, saliendo del apuro con decorosa improvisación. Ahora te lo digo a ti, tras reflexión sosegada, buscando en los recuerdos. En mis infantiles lecturas Mark Twain era uno de los autores preferidos, a pesar de estar convencido que se equivocaba en la magnitud del río de sus relatos y novelas. Acepté que su Misisipi fuera navegable, pero yo conocía la mayor corriente de agua que puede existir: el inmenso y desbordado Sil, con sus invernales crecidas. La imaginación y la fantasía, esas cualidades que tú ya tienes muy desarrolladas, me hacían creer que ningún otro río podía ser mayor, sobre todo cuando el mío corría desbordado e inundaba toda la vega; se atrevió, incluso, a llegar hasta la mismísima ermita del Santo Cristo. En lo demás no había reproche al escritor americano; hasta mi vecina se llamaba “Polly”, como la tía de Ton Sawyer, protagonista de innumerables aventuras. ¡Qué coincidencia!

Siguieron otros libros y pronto el deseo de escribir, de transmitir lo que recibes, de ser fiel a los sueños. No los marchita el simple paso de los años. El crecimiento personal, el aprendizaje por estudio de diversas materias, la aceptación de otras realidades, sólo los modifican y dan paso a nuevas ilusiones. Sí, querido Jacobo, pronto descubrí los grandes ríos del mundo y la pequeña dimensión del que siempre será el de “mi vida”. Salí del error sin frustración. Ilusionado, contemplé mapas y devoré el «Atlas de Geografía Universal» de Salvador Salinas, que aún conservo.

Pronto supe que los romanos, buscando las riquezas auríferas más allá de la fabulosa mina de las Médulas, acortaron el cauce del río Sil. Ya en tierras gallegas, en el municipio de Quiroga, horadaron el monte pizarroso para desviar el curso del agua y poder obtener el oro depositado en el meandro de su antiguo cauce. Un túnel, de poco más de cien metros de longitud, fue la gran obra realizada en su milenaria historia. Sin embargo, en apenas veinte años de la segunda mitad del siglo XX, he visto que el bravo Sil ha sido domesticado entre varios embalses, frenado su indómito correr con imponentes presas de hormigón. La ingeniería hidráulica aprovechó los grandes cañones para cortarle el paso al río y adueñarse de su fuerza. En una España de posguerra, carente de energía y de recursos, las ciudades, las grandes factorías, la vida moderna también necesitan y dependen del agua. Esa fue la excusa absolutoria invocada para tan drástica decisión.

No creas, querido pequeño, que lo digo aventado por un impulso irreflexivo; cavilo sobre las ventajas de la contención y almacenamiento para cubrir necesidades primordiales de la población. El agua tal vez será el bien más escaso y mejor pagado cuando tú alcances la plena madurez. Pienso en estas cuestiones básicas para un inminente futuro, que ya valorarás como “tu presente” con la memoria del pasado que aquí te dejo.

Con la curiosidad y el sombro de niño, vi con mis propios ojos cómo se desarrollaban las obras de uno de esos pantanos. El paisaje tranquilo entró en conmoción y la naturaleza rindió un tributo. Progreso y daño a la vez; es inevitable. Me duele el frustrado viaje de algunas especies de peces que nacen en el mar y quieren vivir en agua dulce. Nadando a contracorriente más de 200 kilómetros, subían desde las saladas aguas oceánicas hasta la ribera en donde nací. Ahora ya no tienen opción: no pueden sortear los enormes muros de cemento y remontar el cauce del río. Nunca te los podré mostrar desde “mi orilla”.

También descubrí, con cierta rabia, que mi río no desemboca en el océano Atlántico, haciendo de frontera entre España y Portugal. Dice la versión oficial que es el Miño el que llega hasta el mar, asignando al Sil la condición de afluente principal. No se respeta que aporte más caudal y que sea mayor la longitud de recorrido previo al encuentro de ambos en Los Peares. Tal vez es el Miño el que nace en Laciana ―en las montañas de León―, como consideró Claudio Tolomeo en el siglo II. En ese caso deberíamos de decir que es el “Sil” el río que va desde Peña Orniz hasta A Guarda, considerando la rama de Lugo un afluente. Sin embargo, la dura realidad la expresa mejor un dicho popular: «El Miño lleva la fama y el Sil pone el agua».

Más largo, o más corto en sus glorias mundanas, el río nos regala un hermoso e inacabable viaje. Con su milenario transcurrir, se han forjado erosiones que moldearon formas caprichosas, llenas de historia y leyenda. Descubre zonas de singularidades paisajísticas, cañones con atalayas marmóreas y resistentes ―descompuestas en planos verticales― o tierras bajas y soleadas de huerta y viña. ¡Qué importa la longitud y los oropeles de principal! Si lo miramos desde el interior, con los ojos del corazón, damos por cierto que cuánto más pequeña es la patria chica, más inmensa.

Aún no te he dicho, mi pequeño Jacobo, que el Sil es navegable en algún tramo. Te llevaré a ver la Ribeira Sacra surcando las aguas del embalse de Santo Estevo. Lo haremos abordo de un atractivo barco de recreo turístico. Es menos pretencioso que los vapores que navegaban por el Misisipi en el siglo XIX; sin embargo, tendré la mejor compañía que alcanzan los sueños.

Manuel Fuentes González es vocal honorario de la Unión Nacional de Escritores de España.