Tu
capacidad de observación y deseo de saber inspira y anima a escribirte, mi
querido nieto. Quiero compartir contigo experiencias, hacer viajes, disfrutar
una simple excursión o aventurarnos con largas caminatas, ahora que aún me
responden las fuerzas. Ya hemos ensayado el método, pero tus pasos aún son
cortos y pronto pides trasporte; seguiré cediendo los hombros ―mientras
aguanten― para cubrir esas carencias, a veces envueltas en simple mimo. Oímos reproches, cariñosas advertencias
familiares para que no cargues al abuelo. Tú ríes y las resuelves muy bien: «es
mayor, pero no viejo». ¡Me das tanta energía!
Ser
abuelo es como caminar hacia atrás en las emociones, recuperar los pasos
perdidos y disfrutar de los sabores que el paladar de padre apresurado deglute
con avidez. Ha llegado el momento de masticar las emociones con pausa. Mis
tiempos, más alargados merced a la jubilación laboral, apenas concilian con tus
incipientes obligaciones escolares, con los ritmos que marcarán tu periplo
vital. Hagamos un pacto: te cuento, con palabras comprensibles para ti en un
futuro no muy lejano, lo que quiero decirte ahora del río y del bosque, del mar
y la montaña, de los pueblos y las ciudades. Solo es una previsión, por si el
día de mañana, cuando nuestros trechos se acompasen, flaquean mis fuerzas y no
podemos recorrer juntos los caminos.
Se
desgranarán conocimientos y emociones, tal vez también cuentos, historias y
leyendas que de alguna forma ya has oído. Sí, mi pequeño Jacobo, los relatos de
abuelo no son rollos una y otra vez contados; ese reproche suele dirigirse a
los padres. Al contrario, la historia repetida siempre es motivo de nuevo goce
y emoción, reviviéndola, recordándola con la fantasía cuantas veces sea
necesario.
Si
te cuentan que soy hijo del Sil, acéptalo como la verdad que llevan las aguas
del «río de mi vida». Soy ribereño; vine
a la vida en una pequeña población de su orilla izquierda, como así lo
atestiguan sus gentes y se acredita en documento oficial. Eso tan solo es el punto
de salida. El conocimiento, la vida laboral, las vivencias y las emociones
viajaron después en el tiempo, siempre sin perder la referencia de origen. Hay
que recordar muy bien de dónde se viene para saber a dónde se va. La experiencia
vital, como el caudal del río, se acrecienta y enriquecen con otros afluentes.
Al final todo se entrega a una realidad inexorable, acuosa o etérea, donde todo
recorrido tiene su fin.
Me
preguntaron, hace ya mucho tiempo, cuándo nació mi afición a la literatura. No
aventuré respuesta concreta, saliendo del apuro con decorosa improvisación.
Ahora te lo digo a ti, tras reflexión sosegada, buscando en los recuerdos. En
mis infantiles lecturas Mark Twain era uno de los autores preferidos, a pesar
de estar convencido que se equivocaba en la magnitud del río de sus relatos y
novelas. Acepté que su Misisipi fuera navegable, pero yo conocía la mayor
corriente de agua que puede existir: el inmenso y desbordado Sil, con sus
invernales crecidas. La imaginación y la fantasía, esas cualidades que tú ya
tienes muy desarrolladas, me hacían creer que ningún otro río podía ser mayor, sobre
todo cuando el mío corría desbordado e inundaba toda la vega; se atrevió,
incluso, a llegar hasta la mismísima ermita del Santo Cristo. En lo demás no
había reproche al escritor americano; hasta mi vecina se llamaba “Polly”, como
la tía de Ton Sawyer, protagonista de innumerables aventuras. ¡Qué
coincidencia!
Siguieron
otros libros y pronto el deseo de escribir, de transmitir lo que recibes, de
ser fiel a los sueños. No los marchita el simple paso de los años. El crecimiento
personal, el aprendizaje por estudio de diversas materias, la aceptación de
otras realidades, sólo los modifican y dan paso a nuevas ilusiones. Sí, querido
Jacobo, pronto descubrí los grandes ríos del mundo y la pequeña dimensión del que
siempre será el de “mi vida”. Salí del error sin frustración. Ilusionado,
contemplé mapas y devoré el «Atlas de Geografía Universal» de Salvador Salinas,
que aún conservo.
Pronto
supe que los romanos, buscando las riquezas auríferas más allá de la fabulosa
mina de las Médulas, acortaron el cauce del río Sil. Ya en tierras gallegas, en
el municipio de Quiroga, horadaron el monte pizarroso para desviar el curso del
agua y poder obtener el oro depositado en el meandro de su antiguo cauce. Un
túnel, de poco más de cien metros de longitud, fue la gran obra realizada en su
milenaria historia. Sin embargo, en apenas veinte años de la segunda mitad del
siglo XX, he visto que el bravo Sil ha sido domesticado entre varios embalses,
frenado su indómito correr con imponentes presas de hormigón. La ingeniería
hidráulica aprovechó los grandes cañones para cortarle el paso al río y
adueñarse de su fuerza. En una España de posguerra, carente de energía y de
recursos, las ciudades, las grandes factorías, la vida moderna también necesitan
y dependen del agua. Esa fue la excusa absolutoria invocada para tan drástica
decisión.
No creas, querido pequeño, que lo digo aventado por un impulso irreflexivo; cavilo sobre las ventajas de la contención y almacenamiento para cubrir necesidades primordiales de la población. El agua tal vez será el bien más escaso y mejor pagado cuando tú alcances la plena madurez. Pienso en estas cuestiones básicas para un inminente futuro, que ya valorarás como “tu presente” con la memoria del pasado que aquí te dejo.
Con la curiosidad y el sombro de niño, vi con mis propios ojos cómo se desarrollaban las obras de uno de esos pantanos. El paisaje tranquilo entró en conmoción y la naturaleza rindió un tributo. Progreso y daño a la vez; es inevitable. Me duele el frustrado viaje de algunas especies de peces que nacen en el mar y quieren vivir en agua dulce. Nadando a contracorriente más de 200 kilómetros, subían desde las saladas aguas oceánicas hasta la ribera en donde nací. Ahora ya no tienen opción: no pueden sortear los enormes muros de cemento y remontar el cauce del río. Nunca te los podré mostrar desde “mi orilla”.
También descubrí, con cierta rabia, que mi río no desemboca en el océano Atlántico, haciendo de frontera entre España y Portugal. Dice la versión oficial que es el Miño el que llega hasta el mar, asignando al Sil la condición de afluente principal. No se respeta que aporte más caudal y que sea mayor la longitud de recorrido previo al encuentro de ambos en Los Peares. Tal vez es el Miño el que nace en Laciana ―en las montañas de León―, como consideró Claudio Tolomeo en el siglo II. En ese caso deberíamos de decir que es el “Sil” el río que va desde Peña Orniz hasta A Guarda, considerando la rama de Lugo un afluente. Sin embargo, la dura realidad la expresa mejor un dicho popular: «El Miño lleva la fama y el Sil pone el agua».
Más largo, o más corto en sus glorias mundanas, el río nos regala un hermoso e inacabable viaje. Con su milenario transcurrir, se han forjado erosiones que moldearon formas caprichosas, llenas de historia y leyenda. Descubre zonas de singularidades paisajísticas, cañones con atalayas marmóreas y resistentes ―descompuestas en planos verticales― o tierras bajas y soleadas de huerta y viña. ¡Qué importa la longitud y los oropeles de principal! Si lo miramos desde el interior, con los ojos del corazón, damos por cierto que cuánto más pequeña es la patria chica, más inmensa.
Aún no te he dicho, mi pequeño Jacobo, que el Sil es navegable en algún tramo. Te llevaré a ver la Ribeira Sacra surcando las aguas del embalse de Santo Estevo. Lo haremos abordo de un atractivo barco de recreo turístico. Es menos pretencioso que los vapores que navegaban por el Misisipi en el siglo XIX; sin embargo, tendré la mejor compañía que alcanzan los sueños.
Manuel Fuentes González es vocal honorario de la Unión Nacional de Escritores de España.
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