su vidriera
lucía iluminada,
dejando que
mi vida penetrase
en el puro
santuario de su estancia.
(Bécquer, Rimas y Leyendas, LXXXVIII)
Grisel
Sofocado por la carrera la sombra se
detiene jadeante junto al castillo. Tiene la garganta reseca y le pinchan las
fosas nasales. Los empañados lentes le nublan la visión. Siente que le falta
aire. Sujetándose los riñones agacha la cabeza y a bocanadas introduce oxígeno
en sus pulmones.
Languidece el otoño.
Jirones de niebla sobre el paisaje.
Languidece la madrugada.
Efluvios ancestrales sobre el caserío, sobre el bosque, sobre sus sombras. Sobre la abatida figura que, apoyando la espalda en los ásperos muros, se deja deslizar hasta quedar sentado sobre la hojarasca. Sombra y hojarasca entremezclada. Hojarasca moribunda. Sombra moribunda. «¿Por qué?», se pregunta con las retinas todavía impregnadas por la impactante imagen, pero ni su cerebro ni su corazón herido le responden. Inmóvil, el relente se introduce a través de su capa raída. Carcome sus huesos. Lame sus heridas. Acurruca su cuerpo buscando calor entre sus rodillas. Buscando respuestas a su infortunio.
Monasterio de Veruela
16
días antes
Sus ojos verdes eran luminosos y
transparentes. Sus cabellos, cascada dorada que se depositaba sobre sus
hombros. Su nariz recta y fina. ¿Y su risa?... Su risa era trinar de pájaros,
porque todo en ella irradiaba alegría, irradiaba primavera.
Y entonces se giró.
Tras una espontánea carcajada se giró.
Él se encontraba sentado en un banco,
leyendo un libro. Llevaba tiempo observándola por encima del mismo, pues era el
centro de atención del grupo de visitantes del monasterio de Veruela. Toda
conversación giraba alrededor de ella. Alzó la vista por encima de los lentes.
Se cruzaron las miradas. Y por un instante se paró la vida, se paró el mundo,
porque él entendió que le sonreía. Sí. De forma fugaz, pero le había sonreído.
Luego la vio alejarse del monasterio.
Y durante horas permaneció estático.
En la misma posición. Con la mirada perdida en el camino. Impregnándose de su
perfume, de su contagiosa risa, y de aquellos ojos verdes que le habían
hechizado y encendido en su pecho una pasión desacerbada. Incluso tomó un
boceto de sus huellas, que luego borró, pues no quiso que nadie las mancillara.
Y a partir de entonces vivió para el
recuerdo. Sin saber quién era su amada, su vida se transformó. Le entró la
inapetencia. Empezó a dar largos paseos en los atardeceres. Siempre solo.
Cabizbajo. Pensativo. No se concentraba en la lectura, ni en la escritura.
Y cuando quiso darse cuenta, la
melancolía había invadido su ser cayendo en una profunda tristeza. Y las noches
de insomnio pasaban inexorables, pues, aunque cerraba los ojos seguía viéndola.
¡Qué duro resultaba cerrar los ojos y seguir viéndola! Bendita y a la vez
implacable vigilia. Y su maltrecho corazón sangraba por dentro mientras los
fantasmas que pululaban por su cerebro no cesaban de atormentarle. ¿Cómo se
puede ser traicionado cuando no se ha asumido lealtad? ¿Cómo se puede ser
engañado si se desconoce la amistad? ¿Cómo se pueden dar los celos dónde nunca
existió el amor?
Por todo ello tenía miedo de dar el
paso, conocerla y declararle su amor, ya
que… ¿Y si no era correspondido? ¿Y si se burlaba de él? ¿Y si la perdía? Él era consciente de que ahora sí la tenía. Sin
tenerla, la poseía. Aquella sonrisa siempre sería suya, nadie se la podría
arrebatar. Y con ella malvivía, y malviviría.
Pero un día, tras otra larga noche en
vela, decidió que así no podía continuar, que tenía que arriesgarse y buscarla.
Y empezó a indagar por los alrededores, por los pueblos circundantes al
Monasterio: Vera, Trasmoz, Litago, Alcalá, Ambel… Preguntando a unos y a otros: panaderos,
chamarileros, aguadores… Y una mañana,
el bondadoso fray Andrés, ¡cómo no había pensado en él antes!, le sacó de
dudas: se llamaba Isabel, era de familia cristiana y vivía en Grisel, justo
enfrente de la Iglesia.
No lo dudó un instante. Estaba
plenamente decidido. Aquella misma noche le declararía su amor. Aproximadamente
cuatro horas le separaban de su amada, así que dejó su fría celda y se puso en
marcha.
En tal mala hora.
Grisel
22 de noviembre de 1909
Lentamente alza su rostro. Alza su
solapa. Sus manos rebuscan por los bolsillos lápiz y papel. Brilla en sus ojos
una chispa de lúcida locura. Lágrimas de cristal. Su turbia mirada busca en la
noche… ¿Respuestas? ¿Inspiración? ¿Quizás solamente la complicidad de la luna?
Luna que le sonríe burlona cuando las apáticas nubes se lo permiten. Se echa el
aliento sobre los dedos, y sobre los lentes, que limpia con la punta de la
bufanda. Luego, con pulso tembloroso, desliza el lápiz por el papel dando
rienda a sus sentimientos.
Cuando termina, solloza
convulsivamente. A continuación, y tras releer lo escrito, estruja los versos
contenidos y los arroja con desdén. Una ráfaga de cierzo juguetea con el
envoltorio llevándolo de aquí para allá hasta quedar atrapado en un zarzal. Y
entonces, cual flor que abre sus pétalos a la vida en primavera, el papiro
muestra su preciado secreto: la escritura.
Una escritura de trazos indecisos. Una
rima de amargura.
¡Oh! Celosía traslúcida,
¿por qué tuviste que mostrarme
el desamor de mi amada?
¡Oh! Llama flameada,
¿por qué castigaste mi retina
con la imagen traicionada?
¡Oh! Mísera llama fugaz,
¿por qué no estabas sofocada
a tan alta hora de la madrugada?
¡Oh! Maldita llama tiritona
por suspiros robados mecida.
Turbia, confusa, vaga,
me has ajado el alma.
¡Oh! Llama, lamento de la nada,
lágrima derramada,
dime, ¿quién te apagará ahora?
¡Oh, espíritu atormentado!
Perdóname, por quererla tanto.
Abatido, se pone en pie. El metal
golpea contra las piedras. Repara en ello y vuelve a introducir las manos en los
bolsillos. Reluce la empuñadura de nácar en la noche.
—¿Para qué llevas esa pistola? —le
había preguntado uno en la celda del monasterio.
—No sé… Por… seguridad —le respondió
dubitativo.
—Haces bien, nunca se sabe lo que te
puedes encontrar de noche— aseveró un tercero.
¡Y tenía razón! «Nunca se sabe lo que
te puedes encontrar en la noche», pensó, sospesando el arma, sospesando la
muerte.
Entonces le vino a la mente el
recuerdo de Larra. Mismo mal de amores que Mariano José de Larra. Veintisiete
años tenía. Los mismos que ahora tiene él. Veintisiete años cuando se suicidó
por amor disparándose un tiro en la sien delante de un espejo. El año anterior
había estado con algunos de los representantes de la Generación del 98 —Azorín,
Unamuno y Baroja— depositando ante su tumba una corona de flores en un sencillo
homenaje a su redescubrimiento.
Veintisiete años, y las mismas
penurias económicas y de salud, y el mismo monasterio para recuperarse, que
Bécquer. Su maestro, como gustaba llamarlo, Gustavo Adolfo Bécquer. Su muerte,
acaecida el 22 de diciembre de 1870, con
treinta y cuatro años, coincidió con un eclipse total de sol. Un homenaje del
cielo a uno de los grandes románticos.
La deflagración ilumina brevemente la
oscuridad.
Se despierta el silencio. Lo rompe,
las bandadas de aves que buscan en una loca huida refugio en las copas más
altas. Y el quejido ronco de un buey en un establo. Y un perro que ladra a lo
lejos. A continuación, un imperativo: «chucho, cállate de una vez»; y el
golpetazo del postigo de una ventana al cerrarse con violencia.
Después... enmudecen los sonidos. Se
impone la calma. Domina la nada. La sombra se funde con la tierra. Tan solo un
reguero rojo, que nace en su sien y recorre la pálida mejilla, rompe la
monotonía tenebrosa del inexistente color. Sus ojos siguen buscando la
complicidad de la luna. Una luna que sonríe burlona, cuando las apáticas nubes
se lo permiten.
Soledad en Grisel.
Figura patética sobre la escarcha.
Mientras, en la plaza, frente a la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción,
alguien, de un leve suspiro, apaga la llama de una ventana. Se extingue la luz,
se extinguen los sentimientos, se extingue la vida.
Tras un soplo de despedida… Languidece la muerte.
Y lo que el último romántico no llegó
a saber, es que la imagen traicionada no era otra que la figura del galeno, que
no pudo salvar a su amada de las garras de la fiebre. Y que Isabel falleció por
la gripe aquella misma noche. Y casualmente, a la misma hora.
Ironías del destino.
Quizás, lo que no pudo conseguir en vida, permanecer junto a ella; lo pueda conseguir ahora en el más allá, ya que el último romántico estaba convencido de que la muerte no detiene al amor, lo único que hace, es demorarlo.
Tomás Bernal Benito, Vocal Honorario de la UNEE.
11 de diciembre del 2023
Finalista
del II Concurso de Relato La Savia del Bosque