El último romántico

 

En medio de la sombra misteriosa

su vidriera lucía iluminada,

dejando que mi vida penetrase

en el puro santuario de su estancia.

(Bécquer, Rimas y Leyendas, LXXXVIII)

Grisel

22 de noviembre de 1909

Sofocado por la carrera la sombra se detiene jadeante junto al castillo. Tiene la garganta reseca y le pinchan las fosas nasales. Los empañados lentes le nublan la visión. Siente que le falta aire. Sujetándose los riñones agacha la cabeza y a bocanadas introduce oxígeno en sus pulmones.   

Languidece el otoño.        

Jirones de niebla sobre el paisaje.

Languidece la madrugada.

Efluvios ancestrales sobre el caserío, sobre el bosque, sobre sus sombras. Sobre la abatida figura que, apoyando la espalda en los ásperos muros, se deja deslizar hasta quedar sentado sobre la hojarasca. Sombra y hojarasca entremezclada. Hojarasca moribunda. Sombra moribunda. «¿Por qué?», se pregunta con las retinas todavía impregnadas por la impactante imagen, pero ni su cerebro ni su corazón herido le responden. Inmóvil, el relente se introduce a través de su capa raída. Carcome sus huesos. Lame sus heridas. Acurruca su cuerpo buscando calor entre sus rodillas. Buscando respuestas a su infortunio.

Monasterio de Veruela

16 días antes

Sus ojos verdes eran luminosos y transparentes. Sus cabellos, cascada dorada que se depositaba sobre sus hombros. Su nariz recta y fina. ¿Y su risa?... Su risa era trinar de pájaros, porque todo en ella irradiaba alegría, irradiaba primavera.

Y entonces se giró.

Tras una espontánea carcajada se giró.

Él se encontraba sentado en un banco, leyendo un libro. Llevaba tiempo observándola por encima del mismo, pues era el centro de atención del grupo de visitantes del monasterio de Veruela. Toda conversación giraba alrededor de ella. Alzó la vista por encima de los lentes. Se cruzaron las miradas. Y por un instante se paró la vida, se paró el mundo, porque él entendió que le sonreía. Sí. De forma fugaz, pero le había sonreído. Luego la vio alejarse del monasterio.     

Y durante horas permaneció estático. En la misma posición. Con la mirada perdida en el camino. Impregnándose de su perfume, de su contagiosa risa, y de aquellos ojos verdes que le habían hechizado y encendido en su pecho una pasión desacerbada. Incluso tomó un boceto de sus huellas, que luego borró, pues no quiso que nadie las mancillara.

Y a partir de entonces vivió para el recuerdo. Sin saber quién era su amada, su vida se transformó. Le entró la inapetencia. Empezó a dar largos paseos en los atardeceres. Siempre solo. Cabizbajo. Pensativo. No se concentraba en la lectura, ni en la escritura.

Y cuando quiso darse cuenta, la melancolía había invadido su ser cayendo en una profunda tristeza. Y las noches de insomnio pasaban inexorables, pues, aunque cerraba los ojos seguía viéndola. ¡Qué duro resultaba cerrar los ojos y seguir viéndola! Bendita y a la vez implacable vigilia. Y su maltrecho corazón sangraba por dentro mientras los fantasmas que pululaban por su cerebro no cesaban de atormentarle. ¿Cómo se puede ser traicionado cuando no se ha asumido lealtad? ¿Cómo se puede ser engañado si se desconoce la amistad? ¿Cómo se pueden dar los celos dónde nunca existió el amor?

Por todo ello tenía miedo de dar el paso, conocerla y declararle su amor,  ya que… ¿Y si no era correspondido? ¿Y si se burlaba de él? ¿Y si la perdía? Él era consciente de que ahora sí la tenía. Sin tenerla, la poseía. Aquella sonrisa siempre sería suya, nadie se la podría arrebatar. Y con ella malvivía, y malviviría.

Pero un día, tras otra larga noche en vela, decidió que así no podía continuar, que tenía que arriesgarse y buscarla. Y empezó a indagar por los alrededores, por los pueblos circundantes al Monasterio: Vera, Trasmoz, Litago, Alcalá, Ambel…  Preguntando a unos y a otros: panaderos, chamarileros, aguadores…  Y una mañana, el bondadoso fray Andrés, ¡cómo no había pensado en él antes!, le sacó de dudas: se llamaba Isabel, era de familia cristiana y vivía en Grisel, justo enfrente de la Iglesia.          

No lo dudó un instante. Estaba plenamente decidido. Aquella misma noche le declararía su amor. Aproximadamente cuatro horas le separaban de su amada, así que dejó su fría celda y se puso en marcha.  

En tal mala hora.

Grisel

22 de noviembre de 1909

Lentamente alza su rostro. Alza su solapa. Sus manos rebuscan por los bolsillos lápiz y papel. Brilla en sus ojos una chispa de lúcida locura. Lágrimas de cristal. Su turbia mirada busca en la noche… ¿Respuestas? ¿Inspiración? ¿Quizás solamente la complicidad de la luna? Luna que le sonríe burlona cuando las apáticas nubes se lo permiten. Se echa el aliento sobre los dedos, y sobre los lentes, que limpia con la punta de la bufanda. Luego, con pulso tembloroso, desliza el lápiz por el papel dando rienda a sus sentimientos.

Cuando termina, solloza convulsivamente. A continuación, y tras releer lo escrito, estruja los versos contenidos y los arroja con desdén. Una ráfaga de cierzo juguetea con el envoltorio llevándolo de aquí para allá hasta quedar atrapado en un zarzal. Y entonces, cual flor que abre sus pétalos a la vida en primavera, el papiro muestra su preciado secreto: la escritura.

Una escritura de trazos indecisos. Una rima de amargura.

¡Oh! Celosía traslúcida,

¿por qué tuviste que mostrarme

el desamor de mi amada?

¡Oh! Llama flameada,

¿por qué castigaste mi retina

con la imagen traicionada?

¡Oh! Mísera llama fugaz,

¿por qué no estabas sofocada

a tan alta hora de la madrugada?

¡Oh! Maldita llama tiritona

por suspiros robados mecida.

Turbia, confusa, vaga,

me has ajado el alma.

¡Oh! Llama, lamento de la nada,

lágrima derramada,

dime, ¿quién te apagará ahora?

¡Oh, espíritu atormentado!

Perdóname, por quererla tanto.

Abatido, se pone en pie. El metal golpea contra las piedras. Repara en ello y vuelve a introducir las manos en los bolsillos. Reluce la empuñadura de nácar en la noche.

—¿Para qué llevas esa pistola? —le había preguntado uno en la celda del monasterio.

—No sé… Por… seguridad —le respondió dubitativo.

—Haces bien, nunca se sabe lo que te puedes encontrar de noche— aseveró un tercero.

¡Y tenía razón! «Nunca se sabe lo que te puedes encontrar en la noche», pensó, sospesando el arma, sospesando la muerte.

Entonces le vino a la mente el recuerdo de Larra. Mismo mal de amores que Mariano José de Larra. Veintisiete años tenía. Los mismos que ahora tiene él. Veintisiete años cuando se suicidó por amor disparándose un tiro en la sien delante de un espejo. El año anterior había estado con algunos de los representantes de la Generación del 98 —Azorín, Unamuno y Baroja— depositando ante su tumba una corona de flores en un sencillo homenaje a su redescubrimiento.

Veintisiete años, y las mismas penurias económicas y de salud, y el mismo monasterio para recuperarse, que Bécquer. Su maestro, como gustaba llamarlo, Gustavo Adolfo Bécquer. Su muerte, acaecida el 22 de diciembre de 1870,  con treinta y cuatro años, coincidió con un eclipse total de sol. Un homenaje del cielo a uno de los grandes románticos.

La deflagración ilumina brevemente la oscuridad.

Se despierta el silencio. Lo rompe, las bandadas de aves que buscan en una loca huida refugio en las copas más altas. Y el quejido ronco de un buey en un establo. Y un perro que ladra a lo lejos. A continuación, un imperativo: «chucho, cállate de una vez»; y el golpetazo del postigo de una ventana al cerrarse con violencia.

Después... enmudecen los sonidos. Se impone la calma. Domina la nada. La sombra se funde con la tierra. Tan solo un reguero rojo, que nace en su sien y recorre la pálida mejilla, rompe la monotonía tenebrosa del inexistente color. Sus ojos siguen buscando la complicidad de la luna. Una luna que sonríe burlona, cuando las apáticas nubes se lo permiten.      

Soledad en Grisel.

Figura patética sobre la escarcha. Mientras, en la plaza, frente a la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, alguien, de un leve suspiro, apaga la llama de una ventana. Se extingue la luz, se extinguen los sentimientos, se extingue la vida.

Tras un soplo de despedida… Languidece la muerte.

Y lo que el último romántico no llegó a saber, es que la imagen traicionada no era otra que la figura del galeno, que no pudo salvar a su amada de las garras de la fiebre. Y que Isabel falleció por la gripe aquella misma noche. Y casualmente, a la misma hora.

Ironías del destino.

Quizás, lo que no pudo conseguir en vida, permanecer junto a ella; lo pueda conseguir ahora en el más allá, ya que el último romántico estaba convencido de que la muerte no detiene al amor, lo único que hace, es demorarlo.

Tomás Bernal Benito, Vocal Honorario de la UNEE.

11 de diciembre del 2023

Finalista del II Concurso de Relato La Savia del Bosque