Artículo de Tomás Bernal Benito
y
quieres participar en sus obras
espirituales
y temporales?»
Ceremonia de ingreso en la Orden del Temple.
El último templario de Zaragoza
Zaragoza, 5 de enero 1308
Al
abrirse la puerta de golpe, una ráfaga de aire frío esparció el legajo por el
irregular embaldosado.
—¿Qué
hacéis aquí?
—Esperaros.
—¿Y
esto?
—Vos
sabréis.
El
Comendador de la Orden del Temple de Zaragoza, Fr. Ramón Oliver, se agachó y
recogió del suelo un documento fechado el 16 de octubre de 1307 en el cual, el
Rey de Francia, Felipe IV, se dirigía a Jaime II, rey de Aragón, para que
procediera contra los Templarios acusándolos, entre otras cosas, de sacrílegos
y de perpetrar prácticas satánicas, y le exhortaba a que aprisionase a todos
los Templarios de sus dominios como él lo había ejecutado en su reino, después
de haber tratado este negocio con el Papa.
—¿De
dónde lo habéis sacado? ¿Cómo ha llegado a vuestro poder? —sondeó intrigado.
—¿Cuándo
pensabais decírmelo?
—¿Que
cuándo pensaba decíroslo? Pues, aunque no os lo creáis, ahora.
—¿Ahora?
—el Templario, Thomas Bernat, de rodillas ante el altar de San Jorge, retiró
sus manos de su rapada cabeza, se santiguó y se puso en pie. A continuación,
achicó los ojos y le taladró con una mirada hostil—. ¿Ahora? ¿De verdad
pensabais decirme esto… ahora? —repitió mientras que con el pie separaba la
documentación hasta encontrar la carta que buscaba. Luego, tras señalarla con
su dedo índice, la leyó en voz alta—: Poitiers, 22 de novembre de 1307.
Carta del Papa Clemente V, al Rey de Aragón… El Papa ha mandado a prisión a todos los Templarios de
Francia en un mismo día por orden del rey de Francia y le da noticias de los
delitos que el Gran Maestre y otros principales miembros de la Orden del Temple
han confesado abiertamente, por lo tanto, su Santidad exhorta al Rey para que
con todo sigilo proceda a la captura de todos los Templarios existentes en sus
dominios y los ejecute en un mismo día, así como que proceda al secuestro de
todos sus bienes—. ¿Esto es lo que pensabais decirme ahora? —le dijo tras
pisotear la misiva con la punta del pie, para finalizar con un exabrupto—: ¡«Dita» sea la sangre de este Papa!
—Por
favor, Bernat, no blasfeméis y menos en un recinto sagrado. Su Santidad es el
legado de Dios misericordioso en la tierra —le rogó el fraile estrujándose las
manos.
—¿Este
es un Dios misericordioso? —breve silencio—… ¿¡Este es un Dios misericordioso!?
—prosiguió—: Yo, Thomas Bernat, desde mi entrada en la Orden, he cumplido con
rigor los preceptos marcados por el Temple. He rezado a diario los oficios
divinos y me he preparado militarmente. He hecho los votos que se me pidieron.
Yo he cumplido los mandamientos todos los días de mi vida. Yo… ¡Yo he luchado
en las cruzadas! Y ahora resulta que… este Papa, me injuria y quiere acabar con
mi vida. Es terrible. Jamás pude imaginar que el final de mi existencia
llegaría, no por los infieles de Alá, no, sino por monarcas cristianos y la
propia iglesia —Bernat se tomó su tiempo para repetir—: ¿Este es un Dios misericordioso?
Fr.
Ramón Oliver se giró sobre sí mismo, y con la cabeza gacha y los dedos
entrelazados, se situó frente al altar de Nuestra Señora. Ambos se encontraban
dentro de la iglesia de Santa María del Temple, de traza circular, situada en
la carrera pública de Zaragoza.
—Perdónale
Madre Santa, está muy enfadado. No tengas en cuenta sus palabras que brotan de
su boca sin raciocinio alguno, perdónale, perdónale te lo suplico —y ante la
atenta mirada del Templario, el Comendador de la Orden rezó tres avemarías
encadenadas. Cuando terminó se persignó, y a continuación se volvió hacia él
señalando el suelo—: ¿habéis leído todo? —el Templario, que había asistido al
rezo taciturno e indiferente, asintió con la cabeza—. Pues ya sabéis lo que
hay. Ahora lo que tenéis que hacer es huir, porque en cualquier momento se
pueden presentar los soldados de su majestad a por vos… y a por mí. Pero ojo,
tened mucho cuidado pues me acaban de comunicar esta mañana que han doblado la
guardia en las puertas de la ciudad.
—Sí,
yo también lo sé… Y ya tengo preparada mi huida.
—¿Contáis
con ayuda exterior?
Y
de nuevo se hizo un incómodo silencio. Bernat meditaba su respuesta.
—Así
es… —le aclaró al final.
Fray
Ramón Oliver apreció como las palabras quedaban en suspenso.
—Acaso…
Acaso, ¿ya no confiáis en mí? —se atrevió a preguntar.
—No
puedo olvidar que os he tenido un gran aprecio y que habéis sido como un padre
para mí, pero esto… pero esto… mantenerme en la ignorancia…
—Lo
siento mucho —se disculpó el atribulado fraile—, pero si habéis leído todo el
cartulario sabréis que al principio nuestro queridísimo Rey Jaime II se opuso
al monarca francés, y yo siempre he tenido la esperanza de que esta orden no
traspasaría fronteras. Lo siento de verdad.
La
confesión del monje le pareció tan sincera, que no pudo por menos que
aclararle:
—¿Recordáis
a Simón de Setiembre?
—Sí,
claro —contestó—, y a su hermano Pedro, y a Marcos Segura. ¿No fueron éstos a
los que se les concedió un campo en el Arrabal que colindaba con los campos de
San Salvador hará como un par de años?
—Efectivamente.
—Y
que, por cierto—prosiguió—, se les donó con la condición de que levantasen un
muro de separación entre ambos.
—Así
es. Pues bien, Simón me debe un par de favores y me va a llevar a su casa del
Arrabal oculto en su carromato. Me está esperando fuera, junto a la casa del
horno.
—¿Y
cómo vais a sortear la guardia de la Puerta del Puente?
—-Creo
que sin problemas. Su cuñado está hoy en la garita.
—Entiendo.
¿Queréis confesaros antes de partir?
—No
—contestó tajante.
En
ese momento se oyeron pasos metálicos a la carrera y voces provenientes del
empedrado de la calle.
—Vamos
rápido, ya están aquí. Seguid con vuestros planes y que tengáis mucha suerte.
Yo los entretendré todo lo que pueda. ¿Tenéis decidido adónde ir?
—Probablemente
me dirija a Monzón.
—Pues
poneros bajo el tutelaje de Fray Bartolomé de Belbis.
—Así
lo haré… O pensándolo bien, quizás cruce los mares y me dirija a Inglaterra. He
leído una carta de los templarios ingleses dirigida a los templarios aragoneses
instándoles a defenderse vigorosamente de las calumnias de que somos objeto. No
sé… Quizás vaya a ninguna parte.
El
Templario se puso un capisayo parduzco que ocultó su identidad, levantó una
trampilla del suelo y desapareció de la vista del fraile. Ante sí tenía una
treintena de carcomidas escaleras. Se desprendió del guantelete de su mano
derecha y, cogiendo un hacha de luz engastada en el muro, comenzó a bajar
despacio, ayudándose de su mano izquierda que en ningún momento se separó de la
pared. Cuando llegó abajo, continuó avanzando por un pasadizo abovedado que
confluía en un descansillo, en el que había un banco de madera. A partir de aquí, el pasadizo se bifurcaba en dos
direcciones: sur y este. La del sur, continuación de lo andado, le llevaba hacía
la parroquia de San Felipe, y la del este, que discurría paralelo y por debajo
de la calle, al convento de los frailes del Temple. Tomó
pues el de la izquierda y enfiló por él, desembocando en otro tramo de
escaleras por las que subió y que daban a una estancia del citado convento.
Antes de salir, dejó el hacha de luz en un saliente de la pared. Luego abrió,
en este caso, una puerta, con suma precaución y los sentidos en alerta. Ni el
menor sonido. No había nadie. El Templario se dirigió al fondo de la habitación
y a través de otra puerta, que abrió igualmente con sigilo, salió a la huerta
del convento, que se encontraba circundada por un tapial de ladrillo. En dos
zancadas llegó al muro y, ayudándose de sus poderosos brazos, de un salto se
presentó en la calle. Un agradable olor a pan recién orneado le llegó a su
pituitaria. Enfrente del horno, tal y como habían quedado, se encontraba Simón,
sentado en el pescante de una carreta tirada por un par de viejos mulos. Nada
más verlo, con una ligereza impropia del contorno de su barriga, dio un blinco
y se dirigió hacia el Templario, apremiándolo:
—Deprisa,
su señoría, acaban de pasar soldados de su majestad.
—Lo
sé, y no me llames así.
Bernat subió a la carreta y se tumbó sobre las tablas. Le
costó acomodarse porque debajo de su túnica blanca que lucía la cruz roja sobre
el hombro izquierdo (el blanco como emblema de la
inocencia y el rojo por el martirio), llevaba su armadura de escamas y
calzas del mismo material. Bernat no estaba dispuesto a entregarse de ninguna
de las maneras. Bernat estaba dispuesto a morir matando. Simón colocó
cachivaches alrededor de él y terminó de ocultarlo con telas de saco y sogas. El carretero se volvió
a subir al pescante, aunque el Templario ya no lo vio, pero sí lo sintió, pues la
carreta se quejó como si fuera a partirse en dos. A una interjección suya las
bestias se pusieron en marcha. Simón las condujo por callejuelas y plazoletas
interiores, evitando el Cardus Romano. Así, callejeando, dejaron a la izquierda
la iglesia y el barrio de Santa María la Mayor, dirección Puente de Piedra. Al
internarse por él, cambió el traqueteo de las ruedas. Cuando llegaron a la
altura de la garita de la guardia y escuchó la voz de Simón y el murmullo de la
guardia, por puro instinto se llevó la mano a la empuñadura de su espada, recta
y de doble filo.
—¿Qué
hace aquí tanta gente, cuñado?
—Órdenes.
Parece ser que hay problemas con los Templarios y hay que estar alerta. ¿Y tú?
—De
recoger estos zarrios que llevo detrás. Los tengo que dejar en casa de la
señora…
—Tú,
quita las manazas de ahí, ¿no ves que es mi cuñado? «¡Desustanciao!» ¡Qué
esperas encontrar en el carro de mi cuñado! Venga, apartaros de ahí y dejadlo
pasar, que está trabajando —el soldado de la guardia, a regañadientes, se hizo
a un lado.
—Hasta
más tarde y que vaya todo bien.
La
nueva interjección de Simón para que las bestias se pusieran en marcha
coincidió con la despedida del cuñado:
—Eso
espero.
La
carreta, al cruzar el puente, dejó dos enormes edificios a ambos lados del
mismo: a la derecha el hospital de leprosos, bajo la advocación de San Lázaro,
y a la izquierda el de San Bartolomé, junto al convento de monjas. Luego enfiló
por el camino de Juslibol. Conforme avanzaba, a Bernat le llegaban los sonidos
del Arrabal, un barrio a extramuros dividido por la acequia del Rabal, pero en
crecimiento, ya que contaba con molinos harineros y aceiteros, y aunque la
mayoría de sus vecinos se dedicaba al sector agrícola, en el camino de Juslibol
ya se empezaban a asentar diversos oficios como el de los tintes, pelaires, o
alpargateros.
De
repente, a una orden de Simón, el carromato se detuvo. Bernat sintió como éste
bajaba y a continuación un portón que se abría. El carromato se puso brevemente
en movimiento. Entraba en el recinto. De nuevo el portón cerrándose.
—Ya
podéis salir, su señoría.
—Simón,
te repito que no me llames así —le dijo Bernat, al tiempo que saltaba al suelo
y estiraba los músculos.
—Mirad
señor, con la bolsa que me disteis esto es lo mejor que he podido conseguir.
El
caballo pareció entender que hablaban de él, pues tras cabecear un par de
veces, se quedó mirando a ambos.
El
Templario se acercó y le dio un par de palmadas sobre el cuello.
—Está
bien, Simón, está muy bien —dijo montándolo—. Por favor, tengo prisa, ábreme el
portón y despídeme de tu mujer.
—Así
lo haré señor. Mucha suerte.
—Gracias.
La necesito.
El
Templario, una vez fuera, enfiló hacia el este, dirección Monzón. Cuando
llevaba avanzados unos cientos de metros, se paró y colocando su mano derecha
sobre la grupa de su montura, mientras que con la izquierda sujetaba las
riendas, se giró para despedirse en silencio de las murallas de Zaragoza.
Luego, dudó un instante, el tiempo suficiente para exclamar:
—¡Soy
un Templario!
Y
a continuación se quitó el capisayo, que arrojó contra unos arbustos.
Thomas
Bernat se agachó y le habló al animal. Éste soltó un bufido y tras sentir como
le clavaba las espuelas partió a galope tendido.
Y
como antaño, jinete y montura se ensamblaron en una única figura, en un cántico
a la libertad, en un homenaje a la más ancestral de las danzas.
Y
como antaño, jinete y montura se perdieron en el horizonte, envueltos en un
celaje de polvo.
Concilio y sentencia de los Templarios
En
el año 1308, Fray Bartolomé Belbis, Maestre Provincial y Lugar Teniente en la
Corona de Aragón, le solicitó al arzobispo de Tarragona, Tello, la celebración
de un concilio, a lo que accedió el arzobispo el 10 de agosto de 1312.
En
la capilla del «Corpus Christi», en el claustro de la Catedral de Tarragona, se
reunió el Concilio. Y finalmente el día 4 de noviembre de 1312 el Canónigo de
Barcelona, Aranaldo Gascón, leyó públicamente el fallo del mismo en el que se
reconocía plenamente la inocencia e inculpabilidad de los templarios, les
absolvía de toda censura y les devolvía todo el honor como católicos y leales
caballeros.
Por
Zaragoza asistió el obispo, Eximio de Luna.
El
concilio tarraconense proclamaba la inocencia de los templarios ocho meses más
tarde, después que la Orden estuviera ya abolida por el concilio de Vienne.
…/…
Nota del autor: Todos los personajes que aparecen en este relato, así como edificios, pasadizos, fechas y documentos, son reales, a excepción del cuñado y del último Templario de Zaragoza, Thomas Bernat, fruto de la imaginación del autor, aunque pensándolo bien… también pudieron existir.
Tomás
Bernal es escritor-vocal honorario de la Unión Nacional de Escritores de España.