Fragmento de la novela de mismo nombre de Victoria Suéver
“ —¿Qué
haces aquí? —dijo Telmo—. Déjanos solos —le ordenó agriamente al oficial que
había traído a Onofre.
—Telmo, hijo…
—No me llames hijo. Yo no soy tu hijo.
—Telmo, no te reconozco. Me pareces otro.
—Pues no soy otro. Soy el mismo de
siempre.
—Hijo…, quiero decir, Telmo —dijo Onofre e
hizo una pausa—Telmo, ¿qué ha pasado con las cuentas de tu hermana?
—¡Acabáramos! ¡Ahí querías llegar!
—imprecó Telmo.
—Pues ¿qué te esperabas, que no me iba a
enterar?
—¿Y qué pasa? ¿Para qué quiere esa tanto
dinero?
—¿Cómo que esa? Es tu hermana…
—Hemos vivido juntos, pero no es mi
hermana —le dijo gritando y apuntándole con el dedo índice.
—Con todo lo que hemos hecho por ti,
Telmo, no puedo creerme que te hayas vuelto así. Os habéis criado juntos,
siempre os hemos dado lo mismo a los dos…
—Sí, pero yo no soy el hijo de una puta
como lo es ella.
Onofre le levantó la mano, crispado, pero
se contuvo, suspirando fuertemente.
—¿Qué pasa?,
¿me vas a pegar? —intorrogó. Telmo, con soberbia, empujando a su protector y casi padre. Rió
socarronamente— Parece que el viejo tiene cojones... —añadió, dándose la vuelta
y sacando un cigarrillo del bolsillo—. ¿Si no de dónde iba a sacar tanto
dinero?
—¡Cierra el pico! ¡No mientes a mi
hermana! —exclamó encarándose con él.
Pero Telmo encendió el cigarro y, a la vez
que depositaba el mechero sobre la mesa, exhaló el humo del cigarro en los ojos
de Onofre, diciendo:
—¡A saber de dónde ha sacado el dinero tu
hermana! Tu sobrinita ya tiene bastante con lo que tiene. Todo lo he puesto a
mi nombre y al de mis hijos. Habla con quien quieras, búscate abogados, todo lo
tengo firmado por ti.
Era evidente. A través de los años, Telmo
había ido manipulando los documentos con la
ayuda de un notario al que sobornaba y había puesto todas las escrituras
a su nombre.
—Tú me diste autorización para ello.
¿Recuerdas cuando yo te hacía la contabilidad anual de las tierras? —dijo
riéndose y mirándole con gesto burlón y despectivo— ya que cada vez que
firmabas, transferías una propiedad a mi nombre… ¿Sabes durante cuántos años te
he arreglado los papeles de las fincas? —Y comenzó a reírse a carcajadas,
dándole la espalda.
—Tienes muchas cosas que esconder, no me
obligues a ponerte en vergüenza delante de todo el pueblo—le dijo Onofre fuera
de sí, mientras se le acercaba.
—¿Qué vas a decir de mí, viejo piojoso?
¿Qué vas a decir? —Y le golpeó en la cara fuertemente, haciéndole sangrar.
Onofre se tocó la cara y le dijo:
—Me has roto la nariz, estás loco. Eres un
ladrón y un sinvergüenza. Todo lo que tienes se lo debes a ella: tu hacienda,
tu casa, tu fortuna y tu posición como jefe de policía. Tú no vales ni has
valido nunca para nada. Todo lo que tienes lo ha comprado el dinero que ha
mandado mi hermana desde África; sin nosotros te hubieras comido los mocos
—escupió Onofre con una rabia que jamás había sentido.
Y Telmo lo golpeó de nuevo, tan fuerte que
cayó sobre la mampara divisoria del despacho y la rompió, y todos vieron cómo
Telmo, aquel joven jefe de policía,
golpeaba repetidamente en el suelo y sin piedad al hombre que le había dado
todo desde que tenía once años, que le había sacado adelante y que le había
tratado siempre como un hijo.”
…
/ …
El viaje en el automóvil continuó siendo deslumbrante pero cada vez más dificultoso. Hicieron varias paradas porque el vehículo se sobrecalentaba; tuvieron que cambiar varios neumáticos y la tierra atoró alguna parte del motor. Por suerte todavía estaban en una zona donde había hoteles, y podían guarecerse tranquilamente durante los días que duraban las reparaciones.
La grandeza de la vegetación, el verde tan intenso, la gama de tonalidades amarillo-verdosas de los árboles, el trino de los pájaros, el chillido de los monos, el zumbido de los millares de insectos, salpicados por graznidos o gruñidos de otros animales, lejos de molestarles, parecían sumergirles en un entorno de paz y ensueño. A veces se oían cascos que animales cercanos que huían, o el repiqueteo del agua de alguna cascada o riachuelo. Violet con los ojos cerrados sonreía sin motivo, recostando la cabeza en el asiento del coche. Era tal la placidez del viaje, que se durmió y soñó con su infancia descubriéndose niña de nuevo, corriendo por un olivar arado con surcos, descalza con su vestidito blanco salpicado de florecitas azules.
Recogía un ramo de amapolas y margaritas, en ese secarral cubierto de tomillos, jaras y otros arbustos bajos, tan diferente del paisaje que ahora corría delante de sus ojos. Sintió nostalgia y se despertó, pero el recuerdo perduró en su mente y no pudo ser sustituido ni siquiera envuelta en la magnanimidad que allí poseía la naturaleza.
… /…
Don Virgilio y doña María Luisa se habían conocido en Cascais, en la playa. Mientras ella paseaba por la orilla, el azar quiso que se torciera un tobillo justo en el momento en que se cruzaba con el hombre, y que ésta cayera al suelo, mojándose completamente su vestido blanco.
—No se preocupe, señorita —le dijo galantemente Virgilio—. Póngase mi chaqueta y en seguida traigo mi coche de caballos; mi cochero y yo la llevaremos a su casa.
Las amigas que acompañaban a María Luisa se quedaron boquiabiertas al ver al apuesto joven envolver con su chaqueta el cuerpo mojado de su amiga, para después alejarse corriendo por la arena en busca de un coche.
Lo cierto es que Virgilio no tenía ningún coche de caballos, y mucho menos cochero, pero sabía que una señorita no se dejaría acompañar en un coche público por un joven al que no conocía.
Artur Virgilio Alves dos Reis en verdad era el hijo de un comerciante de ataúdes. Cuando su padre empezó a tener problemas financieros y le terminaron declarando insolvente, decidió estudiar ingeniería, pero fue entonces cuando conoció a María Luisa Jacobetti de Azevedo y dejó sus estudios para casarse con ella en 1916.
—He recibido nuevamente carta de mis padres pidiéndome que regrese a Portugal —le dijo Marisa a Violet—. No entienden que me haya casado con Virgilio. Pero nunca volveré, lo amo.
—Además,
tus padres no aceptarían que volvieras casada con él, ellos quieren que te
divorcies. No puedo entender que una familia tan católica como la tuya prefiera romper un matrimonio antes que verte casada con el hombre al que quieres.
—Date
cuenta, Violet querida —dijo Marisa con petulancia—, que ellos tenían otros
planes
para mí. Mi madre ya me había buscado un pretendiente, el hijo de una prima suya italiana, nacida, creo, que en la Provenza: Pietro Serafinelli. Rico, más rico incluso que mis padres, con cientos de viñedos y una bodega de vinos de fama internacional. El verano que mi esposo y yo nos conocimos iba a venir a Cascais de vacaciones a conocerme, pero no tuvo tiempo. Virgilio se le adelantó.
—Yo
no era lo suficientemente bueno para Marisa porque carecía de fortuna —dijo
Virgilio
con gesto rencoroso—. Pero no me hacía falta una ascendencia noble, yo mismo forjé mi futuro y llegué más alto que ellos. Ahora soy rico y tengo prestigio. Algún día me suplicarán perdón de rodillas, pero yo no se lo daré. No pensaba soportar ni un minuto más las humillaciones de sus suegros, por eso nos vinimos. Y Marisa siempre fue mi apoyo.
Artur Virgilio Alves dos Reis fue cabecilla de la mayor falsificación de billetes de la historia : los billetes de quinientos escudos, en 1925 y con certeza el mayor burlador de la historia portuguesa se cree que posiblemente uno de los mayores estafadores del mundo.
…/…
—“Limpia”, ten cuidado con los calcetines que me los vas a manchar de betún —le llamó la atención el señor.
El hombre, doblado sobre su propio cuerpo frotando con esmero la empella del zapato, sonrió mostrando sus dientes, como pidiendo disculpas de forma tácita. Nadie sabía lo que pensaba, pero sonreía. Cuando acabó, y le hubo pintado también el borde del zapato y del tacón, se incorporó y puso la gamuza sobre su hombro.
El caballero, le dio unas monedas, se levantó y se fue sin mediar palabra alguna, emitiendo un gruñido por despedida. El limpiabotas, levantó su mano dándole las gracias y deseándole un buen día.
Antonio observó la escena meticulosamente, y pensó en las desigualdades y el racismo que todavía persistían en su país, y en la creencia de superioridad que aún creían tener los blancos sobre los negros. Este era el legado que habían dejado en sus colonias.
Caminó largo tiempo. Después tomó el tranvía número 28 recorriendo y disfrutando de los barrios más vetustos de la ciudad. Se dirigía a su barrio preferido, Alfama , el más antiguo de Lisboa, donde se establecieron los árabes en la antigüedad. Gracias a que no fue muy afectado por el terremoto de 1755 aún conservaba edificios históricos, un ambiente multicolor y casi intacto el trazado de estas kasbahs árabes, calles que descienden del castillo con fuerte desnivel y trazado irregular, empinadas cuestas y escalinatas interminables. Era el barrio de la clase alta hasta la Edad Media, donde convivían musulmanes, judíos y cristianos; pero después fueron los pescadores los que le dieron el actual auge construyendo una ermita y un hospital anexo. A mediados del siglo XX era el hogar de pescadores y obreros. Caminando por este barrio era usual escuchar fado, un género musical popular portugués con melodías tristes y melancólicas, que normalmente hablan del mar, y de las saudades. Veía la ropa multicolor, colgando de cuerdas que atravesaban la calle de un lado al otro, o en las ventanas, a la vez que de las cocinas salía un fuerte olor de sardinas a la brasa. Antonio disfrutaba paseando por sus callejuelas de fachadas carcomidas, llenas de desconchones, paredes sucias y mosaicos descoloridos. Cuestas, callejuelas y miradores con maceteros floreados en puertas y ventanas.
Escaleras
angostas o rincones escondidos por donde le gustaba perderse y pasear su melancolía.
Caminaba
hacia el Mirador de Santa Lucía (Miradouro de Santa Luzia), desde donde le gustaba
contemplar la ciudad. Esos frondosos jardines repletos de buganvillas y las
balconadas con vistas maravillosas a la iglesia de Santa Engracia, su pulida
cúpula y los tejados de Alfama brillando al sol, con sus callejuelas a
diferentes alturas. Se perdía mirando los destellos el río Tajo, y recordaba a
su amada María Leopoldina…
Taciturno
se sentaba en un banco a contemplar pasar a la gente; observaba la fachada sur de
la iglesia de Santa Luzia, construida bajo el auspicio de los Caballeros de
Malta y en su sencillez era uno de los edificios más evocadores de Lisboa.
Aburrido, se levantaba a deleitarse
con
los grandes mosaicos de azulejos, donde se explicaba la historia del terremoto
de 1755 que asoló parte de Lisboa, el ataque cristiano al Castillo de San Jorge
y la expulsión de los árabes de ciudad.
…/…
En el interior, el enclave de las granjas era cada vez más disperso. Estaban rotos y muertos de hambre. Vieron un poblado y se acercaron con ostensible temor.
Un hombre Chicunda se acercaba a ellos. Se fijaron en los asientos, eran de esparto cilíndrico, parecían serijos, aunque estaban tan desgastados y sucios que no podían verlo bien.
Los vasos y platos eran de madera toscamente tallados, pero no les importó la aspereza, porque estaban extenuados por el hambre y la sed.
Preguntaron por el jefe del poblado, como era costumbre, ya que él siempre tenía que dispensar consentimiento a cualquier viajero o forastero que entrara en sus dominios.
El hombre, un vejete chupadito y desdentado, pero risueño, les ofreció sentarse en unos asientos con bastante mugre y beber un delicioso vaso de agua de coco, lo más típico de la zona.
Dio unas órdenes claras a un niño de no más de siete años, y este salió corriendo. Ellos no lo sabían pero el crío, obediente, fue hasta el río que distaba unos quinientos metros, y sacó del agua una malla con variedad de frutas, de la que escogió tres piezas y las llevó al poblado. Era aquella su forma de refrigerar los frutos. La madre hizo los zumos. Al mismo tiempo, otro niño cazaba mosquitos con una especie de raqueta circular, de malla bien tensa y tupida. Cuando se saturaba de insectos, los retiraba para proseguir las descargas de “raquetazos” al aire y cazar más y más zancudos. Violet y Michael observaban el arduo esfuerzo del muchacho por cazar y cazar mosquitos, en un ejercicio infructuoso, sin finalidad alguna, pues los bichos no se terminaban nunca. El anciano, de calurosa cortesía, les ofreció, además, a título de recibimiento, una masa de harina de yuca tostada con una especie de hamburguesa encima, el manjar de la etnia, que saborearon con gratitud y deleite, pues estaban famélicos.
Terminado el ágape, el anciano jefe les orientó hacia el lugar donde podrían pasar la noche, aunque Michael ya lo sabía, no había dejado de consultar su brújula y los desvencijados mapas en todo el camino.
Sin aparente finalidad, el muchachito les acompañó a la granja del hacendado, y al llegar le dio al muchacho un par de monedas como agradecimiento.
—Señor,
señor, yo mañana lo acompaño y le enseño el poblado. Señor, le llevo una
sombrilla a la señora, para que su linda piel no se queme. Señor, ¿a qué hora quiere que venga, a qué hora?
—No,
no. Gracias, no te necesitamos. Anda, cómprate algo. Cómprale algo a tu madre.
—Señor,
¿a qué hora...?
Lo que ni Michael ni Violet supieron nunca era que el rico manjar típico de la etnia, era una deliciosa hamburguesa amasada con los bichos y mosquitos que los niños cazaban por la noche a la luz de la hoguera.
Victoria Suéver es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.