Eloísa Pardo Castro, poemas

 

“… ¿y quién no tiene un amor?

¿y quién no goza entre amapolas? ...” 


Cuando una tarde mayo te traiciona

Cuando tenía diecisiete años

no sabía que era el tiempo

de cruzar el Mississippi

en ese barco de vapor

que escondía en el pecho.

Que, a golpe de jazz,

podían crecerme las ansias

y las tetas,

que el mundo era ancho,

que tenía la obligación de beberme a morro

la noche;

ir sin bragas,

probar la esquina,

olvidar el paraguas y caminar de espaldas

y con los ojos cerrados,

mancharme los bajos de la falda de nieve

y barro seco.

No sabía que el reloj se había parado

para esperarme,

que la mañana contenía el aliento

vigilando la dirección de mi mirada.

 

No sabía entonces,

cuando tenía diecisiete años,

que esconderse en un abrazo sin palabras,

iba a enterrar, ya para siempre,

el incipiente futuro,

aún sin divisar,

apenas germinado.


Se levanta la oscuridad

Se levanta en la oscuridad

porque se le vino al pecho

el comienzo de un verso afortunado.

Encendió la lamparita de la mesa

y allí, en el círculo de aquella claridad tímida

y vacilante,

llenó las hojas de palabras gozosas

y recuerdos amarillos.

Emergían solos, engarzados,

como las cerezas

cuando intentas seleccionar aquella

que pronuncia tu nombre desde la cesta.

En pocos minutos pergeñó un poema

que nada tenía que ver

con su imagen plañidera.

Y, fíjate que sonrió, ante el prodigio

de sentir que aún quedaba

un rastro de esperanza en su camino.

Que todavía figuraban días de color

en el almanaque.

Que el bolígrafo también sabía de lubricanes y plegarias.

Y así la encontró la mañana,

con veinte poemas de amor

y un perfume de naranjas

entre los pechos.

(Del poemario Por donde entra la luz)


Génesis

Fue un parto laborioso el de mi madre.

La comadrona me dejó a un lado de la cama,

—no respira—sentenció

y se ocupó de la mujer exhausta.

Yo callaba porque,

desde pequeña,

me creí poco.

 

Entró mi abuelo a la alcoba,

alarmado por mi tardanza,

por mi falta de protagonismo.

 

Me rozó con los dedos, largos y calientes,

de su mano derecha,

en la izquierda llevaba un libro abierto.

 

—Ha sido un milagro—, se disculpó la vieja matrona.

 

 

Mi abuelo sabía que fue el olor de las letras

lo que me volvió a la vida.

Eso y el misterio de su voz

cuando,

mientras me besaba,

me proponía escuchar

el final de la historia.


Del poemario Piel


La niña del circo

Tenía una amiga

de una vez al año.

De la noche a la mañana

el circo aparecía,

mágicamente,

en la explanada

al lado de mi casa.

Yo bajaba a ver a mi amiga,

con pan y chocolate

en una mano

y con la imaginación,

bien apretada,

dentro de la otra.

 

Era rara mi amiga

de una vez al año.

Niña de circo.


Una tarde no apareció

en la puerta de su carromato.

Yo me comí la merienda

esperándola,

 

dando mordisquitos al pan,

al chocolate

y a la imaginación,

mientras el tío vivo

daba vueltas

y vueltas,

incansable,

veloz,

indiferente

y ajeno

a la tragedia.

 

Salió su madre

cuando ya la oscuridad caía,

como un sudario.

sobre la calle embarrada

y los lomos de los caballos de mentira,

y me acarició las coletas mientras me señalaba

con sus ojos velados,

la dirección de mi casa.


Del poemario, Piel


Voy a cumplir sesenta y cinco años

Pronto.

Ayer tenía treinta y tres.

Lo recuerdo bien porque fue cuando me quedé embarazada

de mi tercer hijo.

Me acuerdo que hacía la compra

siempre en el mismo sitio,

y me veo peinándome con dos trenzas

que luego me colocaba alrededor de la cabeza,

como si me coronara a mí misma.

Ayer era feliz y no lo sabía.

Voy a cumplir pronto sesenta y cinco años.

Ahora compro en otro sitio.

No me entretengo ni hablo con vecinas.

Camino rápido y llevo sombrero.

Le cuento a Chewie mis ansias.

Chewie es mi perro.

Me pinto las uñas de rojo

por ver algo de color al despertarme.

No me gusta la hora de la siesta.

No tengo espejos. No fumo.

Tengo canas y una caja llena de fracasos.

Tengo cada noche una pregunta nueva

y estoy deseando que me mientas.


Del poemario, Los pecios del naufragio


Deseé alguna vez que un poeta me amase

Deseé alguna vez que un poeta me amase,

que dejase caer por mi espalda,

lentamente,

versos de rima consonante.

Que me diera besos tallados

con décimas de fiebre.

 

Que, en mayo o septiembre,

me regalara ramos de sonetos

antiguos

y que me preparara, al despertar,

humeante café

endulzado en fonemas.

 

Deseé que un poeta me amase

y encontrarme, entre el vértice

de sus muslos,

la métrica perfecta.


Del poemario Piel


Y atardecía

Y atardecía

entre mis dedos de asombro

y los carámbanos de tus ojos huidos.

Y ya no recuerdo si el reloj de entonces

marcaba el ritmo de la mentira

o el silencio del miedo se escapaba

por las esquinas buidas de la cama desahuciada.

La noche se demoraba

en mi espalda y en mis muslos hambrientos,

en mi pelo sin vida y detrás de la puerta

abierta a la cobardía.

Fue un día triste,

escribí años después,

cuando ya no había color en mi alma,

cuando sólo escuchaba el frío,

tu tumulto y el mío,

el ruido del fracaso,

la cercanía del horizonte.

Debajo de mi piel, ferrocarriles.

 

Del poemario Los pecios del naufragio

Eloísa Pardo Castro es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.