Relato de Clemente González
Para mi maestro:
Don Antonio Martín Oñate
"Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales".
Antonio Machado:
(Soledades; recuerdo infantil)
El tumulto se iba incrementando conforme íbamos entrando en el aula. Don Antonio, el maestro, nos colocaba en los pupitres en el mismo orden que estábamos el día anterior. Los más listos en los primeros asientos, los más torpes en los últimos. Una vez que estábamos todos sentados en nuestros sitios y posiciones, don Antonio nos hacía levantar y nos colocaba desde el primero al último, circundando el perímetro del aula. Todos de pie y con nuestras carteras escolares en los brazos, rematadas por libretas, libros, lápices y gomas de borrar, ocupábamos nuestras posiciones. Esto se hacía todos los días por la mañana, al entrar a clase, después de formar en el patio en alineación militar: en fila, ¡a cubrirse!, ¡firmes!, ¡vista al frente! Y cantar el himno del "Cara al Sol" acompañando la izada de las tres banderas: la de España, la de San Andrés y la de Falange. Y esto todos los días.
Una vez en el aula, como digo, nos colocábamos alrededor de la clase, esto se hacía para repartirnos en los pupitres del aula: los de la primera fila (un frente formado por tres pupitres de dos plazas cada uno) estarían los más aplicados, los listos que les llamábamos los que estábamos en el lado opuesto y en ese orden y hasta las últimas plazas, que casualmente son las que ocupaba yo y mi camarilla casi siempre.
Don Antonio comenzaba haciendo preguntas al primero de la fila, si este fallaba y acertaba el siguiente, este pasaba a ocupar la primera posición y así sucesivamente hasta llegar al final y fijar la posición de los alumnos en el aula para ese día. Al día siguiente: vuelta a empezar con las preguntitas. Don Antonio tenía fijación por dos temas para la clasificación de puestos para el día, a saber: la conjugación de verbos y la geografía. De estos con diferencia llenaba todos los días del curso, los otros temas: matemáticas, lengua, historia, literatura, cálculo o aritmética pasaba por encima o los tocaba muy poco durante la rueda de conocimiento para situarnos en nuestros asientos según el número de respuestas que acertábamos en sus preguntas. Particularmente lo conjugación de verbos a mí se me atragantaban como si me metieran en la garganta un estropajo de esparto, no podía con ellos. En cambio, la geografía sí, la geografía era mi fuerte, siempre me gustó y me llenó la geografía, de esta yo sabía muchísimo y era cosa extraña pues las nociones que de esta tenía debía ser a partes iguales con las otras materias que nos impartía don Antonio, pero evidentemente no era así. Recuerdo que mi máxima distracción y casi goce, era abrir un atlas, aquél atlas básico —anterior al de bachiller, que ese sí que era un atlas en condiciones, me refiero al Atlas de Bachillerato Aguilar, ¡eso ya era otra cosa!— y viajar por sus páginas, visitar países, ríos, cabos, golfos y montañas, sobre todo montañas, estas eran las que más me atraían; cerraba los ojos y me veía ascendiendo a sus cumbres, me las imaginaba difíciles, altas y llenas de belleza y aventura y soñaba con el día en que pudiera hacer realidad esos sueños (poco podía imaginar en esos días que mis sueños de entonces, se harían realidad con el paso de los años). Pero la conjugación de los verbos, como digo, era incapaz de recordar alguno más allá del presente indicativo del verbo ser: "soy, eres, es..." por ejemplo.
Yo, igual a mis compañeros de correrías nos aterraba salir a la pizarra, me entraba un miedo que más que miedo era terror, terror a permanecer allí en pie, ante la vista de todos y esperando que don Antonio me dijera lo que tenía que hacer, que casualmente, casi siempre era que escribiera en la pizarra cualquier conjugación de algún verbo que se le ocurriera. Allí estaba yo con las rodillas como la caja de resonancia de una orquesta (creo que desde entonces las tengo perjudicadas). Me imaginaba todas las miradas de mis compañeros de clase fijadas en mi cogote, preparados a que metiera la pata para hacérmelo saber a base de guasa y cachondeo, hasta que el maestro paraba la burla, aunque siempre dejara unos minutos de espacio, como castigo psicológico por mi ignorancia. Otras veces nos ponía a resolver quebrados, esas operaciones aritméticas cuyo concepto entonces no entendía muy bien para que servían. Eso era cruel, muy cruel al menos para mí que aún hoy sigo arrastrando ese miedo escénico.
Esa mañana como cada día, nos dispusimos todos alrededor de los pupitres, pegados a la pared, de modo que la fila de niños formábamos como una especie de herradura y los extremos de esa fila estábamos frente a frente (de ahí vendrá lo de los extremos se tocan, ¿no?). Como de costumbre yo me encontraba casi al final de la fila, en penúltima o antepenúltima posición, esto es cerca de la pared dónde estaba la pizarra, la mesa del maestro, el armario de cristalera que contenía unas figuras geométricas en madera, unos libros y escuadra, cartabón, un compas para tizas y una regla de madera, también llamada "palmeta", ignoro el significado de semejante nombre, de unos cincuenta o sesenta centímetros, regla que servía para otras cosas aparte de para medir objetos. En esa pared, encima de la pizarra y centrados en ella se encontraba los cuadros conteniendo las fotos del Generalísimo Franco, de José Antonio Primo de Rivera y en medio de los dos un gran crucifijo, presidiendo todo el aula. La mesa de don Antonio estaba hacia la izquierda de la sala, encima de una tarima de madera de unos veinte centímetros de altura, esto le permitía tener una mejor observación y consecuentemente un mayor control de la clase.
Y comenzó la "rueda de la fortuna", don Antonio lanzó la primera pregunta al primero de la fila; este, como no, era el temible Domínguez, un empollón que a ninguno nos caía bien, pero que se las sabía todas, pero como todos los empollones tenía su lado débil y que yo pronto, ese día, descubriría.
—¡Domínguez! —indicó don Antonio: dígame la 3ª persona del singular del pretérito perfecto del indicativo del verbo "abrir".
—La 3ª persona del singular... —vaciló Domínguez: ¡"Él abrió"!
Siguiente:
—¡Barceló! —Barceló era el segundo de la fila, intimo amigo del Domínguez e igual de empollón que él—. ¿Cómo se llama la mayor elevación o punto culminante de la cordillera Carpetana o cordillera Central?
—El punto culminante de la cordillera Carpetana o cordillera Central es... es... ¡El pico Plaza del Moro Almanzor!
Pregunta a pregunta se terminó la primera ronda.
Este día había cundido con rapidez, así que don Antonio decidió hacer una segunda ronda de preguntas y volvió al ataque. No sé si fue adrede, pero comenzó por el Domínguez y con una pregunta de Geografía. Yo comencé a frotarme las manos, ese, precisamente ese era el punto débil del Domínguez, como en seguida pude comprobar: la Geografía y dentro de la Geografía las capitales de los países del mundo, todo lo contrario que me ocurría a mí. Yo me sabía prácticamente todas las capitales, era raro la que se me escapara, solo aquellas de nombres rarísimos e impronunciables.
—¡A ver Domínguez! dígame la capital de la Guyana Holandesa:
Domínguez puso cara de circunstancia, como de haberlo cogido “infraganti” en algo que no se lo esperaba. Balbuceaba, titubeaba, vacilaba... era increíble, el tío más listo de toda la clase no se sabía la pregunta... dudó por un momento que pareció una eternidad y por fin dijo: —¡Tegucigalpa!
Yo no daba crédito a lo que escuchaba, Tegucigalpa era la capital de Honduras y como leyéndome la mente, don Antonio le volvió a preguntar al cada vez más azorado y rojo de vergüenza del Domínguez:
—¡Dígame la capital de Honduras! A estas alturas el Domínguez no sabía que decir ni dónde meterse. Después de un intenso y prolongado silencio contestó: ¡Georgetown!
—¡Huy! -pensé para mis adentros—, ha quedado cerquita, pero esta tampoco es. El empollón de la clase parecía que flaqueaba, que perdía fuelle y esto nos dejaba a todos asombrados, de modo que el listo tenía un punto flaco. Y era este: las capitales de los países del mundo.
Don Antonio pasó la pregunta al siguiente, al Barceló, al otro empollón y este tampoco dio con la respuesta correcta. Nosotros en la cola estábamos maravillados: los primeros no sabían cuál era la capital de la Guyana Holandesa. Fueron corriendo los turnos, nadie, al parecer se sabía la respuesta. Nadie y eso me incluía a mí, pues, aunque yo sí sabía la respuesta correcta comencé a dudar de mi mismo, ya que todos habían fallado y eso no parecía normal.
Una pregunta seca y en alta voz del maestro me sacó de mis pensamientos: ¡González! ¿nos quiere decir usted cual es la capital de la Guyana Holandesa, por favor? No recuerdo si en el tono de la voz de don Antonio había una "mijita" de guasa o es que le salió así. Yo con la boca pastosa y muerto de vergüenza balbucí:
—La capital de la Guyana Holandesa es... es... la capital de... es... ¡¡Paramaribo!!
—¡Sí señor, repítalo alto González!
—¡Guyana Holandesa, capital: Paramaribo!
Así fue como aquel día me puse el primero de la clase y creo que fue el último. No me gustaba aquella posición. En vez de estar orgulloso me sentía mal, continuamente vigilado por don Antonio, pues lo tenía justo delante de mí, directamente sin nada de por medio, nada donde pudiera refugiarme de sus miradas, temiendo que me preguntara algo y lo que era peor: que me sacara a la pizarra a explicar cualquier cosa. Y luego estaba lo otro. Lo otro era lo peor de todo: compartir pupitre con el resabiado y engreído Domínguez que ahora pasó a ser el segundo de la clase y me tocaba aguantar sus indirectas y su mal perder. Lo mejor era, sin duda, que tenía a mi derecha la ventana; un amplio ventanal que daba al río y al fondo estaban las montañas, se las veía altas, majestuosas. La más alta de todas tenía un claro en su ladera que parecía la figura de un león, yo ya me veía subiendo por esas empinadas cuestas camino de la cumbre. Eso sin duda era lo mejor de estar en esta posición, posición a la que me había traído la capital de la Guyana Holandesa.
Así iba pasando la mañana. Después de la rueda clasificatoria comenzaba la clase propiamente dicha: una vez todos los alumnos ocupando sus nuevos puestos en sus respectivos pupitres, don Antonio nos impartía las materias correspondientes a ese día hasta la hora del recreo. Hora sublime esa, que significaba estar un rato, una media hora en el patio jugando con los amigos y yo especialmente con mi hermano que estaba en un curso anterior al mío; este lo impartía don Ramón, un profesor con la mano demasiado ligera que infringía a sus alumnos unos castigos físicos que a mi hermano casi le cuesta una sordera permanente de un "guantazo" que le dio a mano abierta en todo el oído. Aún hoy recordamos aquello con cierta amargura y dolor al pensar que muchos de aquellos maestros impartían la doctrina aquella de que "la letra con sangre entra". Don Antonio no era así, ¡menos mal! no participaba de esa teoría y a lo sumo el castigo que nos infringía y esto ocurría al llegar al punto del aguante humano y con unos alumnos muy especiales, de esos, como nosotros decíamos, que se lo iban buscando a voces, se limitaba a asestarle un palmetazo en la palma de la mano, que la mayoría de las veces quedaba en nada, ya que el alumno conociendo a don Antonio, apartaba la mano en el momento que este descargaba la regla o palmeta y si fallaba, nuestro maestro no repetía, así era don Antonio.
Aquél día estaba lleno de novedades, la primera es que yo logré, contra todo pronóstico, ser el primero de la clase y la segundo era la siguiente: don Antonio un poco antes de la hora del recreo no informó de una novedad; por una peseta nos daba un pequeño vale de cartón de color verde con la leyenda "1pta." que podíamos canjear en unos tenderetes que habían colocado en el patio del recreo por una pequeña botella, de forma rechoncha, de leche en cuya etiqueta figuraba el nombre en color rojo de la marca, esta era: "COLEMA (Comercial Lechera Malagueña)". Era la primera vez que veía leche embotellada. La leche siempre la comprábamos en casa, a granel, en la lechería del barrio; para ello llevábamos unas lecheras de aluminio cuya tapa encajaba perfectamente y que posteriormente mi madre hervía antes de ser consumida. Esto de dar leche a los niños por lo visto era costumbre de entonces, solo que en mi anterior colegio nos la daban en polvo, que por cierto aquello estaba asqueroso y sabía fatal. La diferencia estaba, aparte de ser leche líquida embotellada y tapada con un tapón metálico que nosotros llamábamos platillos y que coleccionábamos para jugar con ellos "jugar a los platillos" decíamos, en que esta valía dinero: una peseta.
Ese día y casualmente, tanto mi hermano como yo teníamos esa peseta que nos había sobrado del duro que mi madre nos daba a cada uno para coger el autobús, así que nos hicimos con una maravillosa botellita de leche fresca. Era digno ver a todos los niños durante el recreo con su novísima botellita de leche en la mano.
Otro entretenimiento que teníamos durante el recreo era cambiar cromos de futbolistas de la época (estampas decíamos nosotros) a la vez que nos los jugábamos al mayor número de letras que tenían los nombres de los jugadores. Esto consistía en tomar con ambas manos sendos montones de cromos boca abajo y nuestro amigo con el que intercámbianos y nos jugábamos esas estampas, optaba por un montón y apostaba una cantidad de ellos, ganaba el nombre del jugador con más letras:
—¿cuánto apuestas? —preguntaba el de los montones de cromos.
—¡cinco! —contestaba el apostante y acto seguido palmeaba en una mano del de los montones de estampas. Este volvía las manos y aparecían dos futbolistas, contábamos las letras de los jugadores y ganaba el que más letras tenía. Había jugadores con apellidos larguísimos como Bentancourt, Medinabeytia, Barrachina o Claramunt y otros con apellidos más cortos como Zoco, Gento, Rexac o Iribar, pero el que se llevaba la palma sin duda era el jugador del R.C.D. Español Re; este es el que más temíamos: ¡un apellido con solo dos letras!
Otro pasatiempo, que a mí personalmente me gustaba más que el de los cromos de fútbol era coleccionar cajitas de cerillas de la Fosforera Española. Eran de cartulina y las abríamos por el lado de la lija donde se frotaban las cerillas, y las extendíamos para que se viera el anverso y el reverso de la cajita. Hacíamos varias colecciones, las había de trajes típicos de Europa y de América, de banderas del mundo, de plantas exóticas... Y así pasábamos el tiempo de ocio y esparcimiento.
Tras el recreo volvíamos al aula y seguían las clases y así hasta la hora de la comida.
Esta hora es la que más nos gustaba pues nos dejaba libre, a mi hermano y a mí, para hacer lo que quisiéramos, que casi siempre era irnos al río a buscar animales y jugar en las pozas que se formaban en él. Todos los niños se marchaban a sus casas para la comida, generalmente cercanas al colegio. Nosotros que vivíamos bastante lejos del colegio, teníamos que coger varios autobuses, con lo que acarrearía un gasto extra, además de no darnos el suficiente tiempo para acudir a las clases de la tarde y como en el colegio aún no habían puesto los comedores escolares, los pondrían al año siguiente, mi madre nos preparaba la comida que nosotros trasportábamos en nuestras carteras escolares. Lápices, cuadernos, libros y comida, todo junto, todo colocado lo mejor organizado posible, aunque más de una vez los plátanos, siempre había plátanos, si estos estaban bastante maduros no podíamos evitar que se chafasen manchando todo el interior de la cartera y los libros, los lapiceros y los cuadernos desprendían un generoso olor a fruta madurita. En el muro exterior del colegio, perpendicular al paredón de hormigón del río, había unos pequeños árboles en los que aprovechamos y construimos una pequeña cabaña "una cabañita" decíamos nosotros. Y allí en aquel rincón mi hermano y yo dábamos cuenta de nuestros almuerzos que consistían básicamente en unos bocadillos de tortillas de patatas, huevos duros y plátanos. Los huevos y los plátanos siempre eran fijos, los bocadillos era lo que variaba según los días de la semana: chorizo, salchichón y tortilla se alternaban en los diferentes días; pero huevos duros y plátanos fijo a diario.
Cuando terminábamos de comer, saltábamos el muro, escondíamos nuestras carteras escolares tras unos arbustos y nos íbamos al río a jugar. Cuando se formaban pozas y hacía calor nos bañábamos y en otras ocasiones cazábamos ranas y renacuajos. Esos eran los mejores momentos del día, la sensación de libertad, de ir dónde nos diera la gana, saltar, correr, bañarnos, disfrutar del río y de sus pozas cuando las había; era toda una delicia para nosotros y si era invierno disfrutábamos rompiendo la película de hielo que se formaba en la superficie de las pozas del río.
Por la tarde de nuevo a las clases. Las tardes eran más tranquilas, más pausadas y sosegadas. Casi siempre se dedicaban a las lecturas de cualquier libro. Había uno que para mí fue muy especial. Solo lo tenía don Antonio, nos decía que el próximo año los que pasáramos al instituto para estudiar el Bachiller teníamos que comprárnoslo y leer en él y era el libro de la asignatura "Formación del Espíritu Nacional". Se llamaba Vela y Ancla de la editorial Doncel. Era el libro de Política para el primer curso de Bachiller... de política ¿qué política? aquello eran unas lecturas maravillosas que siempre recordaré y que me abrieron las puertas a otras lecturas y a otros autores de lecturas maravillosas: allí estaban Pio Baroja, Miguel de Unamuno, Azorín, Rubén Darío, Blasco Ibáñez, Jorge Manrique, Juan Ramón Jiménez, Cervantes, Joan Maragall ¡en catalán!; Saint- Exupery... y el gran Antonio Machado y su hermoso y melancólico poema: "Soledades: Recuerdo Infantil":
"Una tarde parda y fría / de invierno. Los colegiales / estudian. Monotonía / de lluvia tras los cristales."
Así eran las tardes, tranquilas y muy amenas. A estas alturas el aula recogía, condensado, todos los olores que ahora se recuerdan con añoranza: el olor a la goma de borrar, al papel de los cuadernos y más aún el de los libros, jamás olvidaré el olor especial que desprendían los libros; los lápices de colores "Alpino" con el característico y delicioso olor a cedro; el olor de los bolígrafos, de la tinta de los bolígrafos, que no sé cómo me las arreglaba que manchaba todo con esa tinta y de mi cartera escolar especialmente me llegaba el olorcillo de los plátanos maduros y los huevos duros que nos preparaba mi madre para la comida del mediodía.
Una tarde don Antonio nos propuso hacer una charla distendida, basada en una serie de preguntas según los planes que cada uno le gustaría seguir en el futuro laboral en relación a la profesión de nuestros padres y según la profesión escogida en qué medida podíamos ayudar a don Antonio cuando este fuera mayor. Comenzó por el Berlanga. Este Berlanga era de mi camarilla, o sea, de los "espabilaos" como yo y tenía el record de palmetazos en las manos, de él era la idea de untarnos las manos con ajos, que así, según él no dolían, los palmetazos digo. Cosa del todo inútil, pues en cuanto don Antonio se percataba del intenso olor, nos mandaba inmediatamente a lavarnos las manos.
—Berlanga, ¿de mayor qué querrá ser usted? —le preguntó a mi compañero de correrías.
—Mi padre es industrial, tiene tiendas y oficinas, yo de mayor trabajaré en el negocio de la familia y a usted siempre le haré descuento en todo cuanto adquiera en nuestras tiendas.
—Muy bien, le quedo muy agradecido. —Agradecía don Antonio.
—A ver Domínguez, ¿qué querrá usted ser de mayor? —Mi padre es ferretero —contestaba el Domínguez. Pero a mí no me gusta esa profesión y seré ingeniero y le regalaré cualquier obra de ingeniería que usted precise.
—Muy agradecido Domínguez —contestaba don Antonio.
—Ballesteros, ¿y usted qué será? —Mi padre es cobrador de autobús y yo de mayor seré chofer de primera y le llevaré a usted a donde usted necesite ir.
—Y usted Barceló ¿Que profesión le gustaría ejercer? —Mi padre es albañil y yo seré arquitecto de mayor. Y a usted le construiré una casa a su gusto. —¡Hombre muchas gracias! eso me vendrá muy bien para cuando envejezca.
Aquí todos los niños nos quedamos mirando fijamente al Barceló, como dándole a entender que se había colado en su contestación, porque eso de llegar a arquitecto y además regalarle una casa al maestro aparentaba más un poco de "pelotilleo" que de realidad. De todas formas, don Antonio se lo agradeció, como no podía ser de otra manera ¡faltaría más!
A mí no me preguntó. Don Antonio sabía perfectamente que perdí a mi padre unos pocos años antes y quiso librarme de este trance que ni a él ni a mí, por supuesto, nos gustaba.
Así transcurrió la tarde... hasta la hora de la salida, que, al contrario de la hora de entrada, el tumulto iba decreciendo.
Esto se hacía todos los días por la tarde, al salir de la clase, bajábamos al patio y después de formar en alineación militar: en fila, ¡a cubrirse, firmes, vista al frente! cantábamos el himno de España con la letra de Pemán: "...los yunques y la ruedas / cantan al compás..." acompañando la arriada de las tres banderas: la de España, la de San Andrés y la de Falange.
Y esto todos los días. Todos los días.
No siempre el dicho ese que dice que cualquier tiempo pasado fue mejor es cierto, al contrario, cualquier tiempo pasado fue eso: ¡pasado!
Clemente González es vocal honorario de la Unión Nacional de Escritores de España.