Rosa García Oliver
Hombres de hierro
que sueñan como niños.
Siembran discordia.
Como siempre ando a lo loco, aquella noche algo me frenó en seco (nunca mejor dicho). Se me rompió el zapato abriéndose como una granada, y el tacón salió disparado cayendo entre las rejillas de la alcantarilla, que estaba a un metro de distancia con la boca abierta. De repente, la prisa se esfumó y me dejó a la deriva. El primer pensamiento fue buscar una zapatería para calzar mis pies y poder seguir la trayectoria marcada, pero pronto desistí al percatarme de la hora que señalaba el reloj TIME FORCE que rodeaba mi muñeca, siempre exacto en su cometido. Ya estaban cerrados todos los comercios.
Al cruzarme con algunos transeúntes me miraban con cara de circunstancia, como si nunca hubiesen visto a una mujer cojeando, aunque lógicamente una persona con una minusvalía en una pierna, no usa en la pierna sana un tacón de aguja. A nadie se le ocurrió preguntarme si necesitaba algo.
Vista la situación, me decidí a coger un taxi porque, como dice Alfonso Ussía “los taxis se cogen, no se pillan”. Esperé unos minutos por si pasaba alguno que estuviese libre, pero no tuve suerte, así que llamé por teléfono y me atendió un señor que, más que contestar, parecía que disparaba. Así me lo pareció, por la furia que desprendía el tono de su voz y la rápida negativa para hacer el servicio que le solicité, alegando que estaban en huelga.
Allí estaba yo sumida en la oscuridad y con un enorme disgusto por las circunstancias en que me encontraba. Estaba claro que lo tenía difícil para llegar hasta el aparcamiento en que estaba mi coche, ya que se encontraba a dos kilómetros aproximadamente.
Mis pies comenzaban a helarse, así que opté por llamar de nuevo a un taxi. El teléfono sonaba y sonaba insistentemente hasta que, ya decidida a colgar, alguien contestó, en este caso con mucha amabilidad. Le dije que necesitaba su servicio urgente, a lo que contestó que tardaría unos 15 minutos porque, debido a la gran manifestación que llevaba horas sin disolverse, tendría que dar un gran rodeo.
Y así fue, llegó puntual. Mi mochila y yo cogimos asiento, y una vez que el vehículo había recorrido unos metros, el chófer me preguntó a qué hospital nos dirigíamos, yo le dije que a ninguno, que me llevara al aparcamiento que había junto a El Corte Inglés.
De inmediato, un frenazo dejó el coche inmóvil, y a mí casi se me corta la respiración por el susto. El taxista enfurecido e indignado bajó del coche y me abrió la puerta invitándome a salir, o mejor dicho, echándome con prisa, justificando que eso no era una urgencia. Yo me quedé sin palabras, cogí mis enseres y bajé rápidamente del taxi ayudada por la impotencia que sentía.
Comencé a caminar como pude, liándome el pie con la pashmina a modo de calcetín, hasta llegar al estacionamiento. Lo primero que hice al subir a mi coche fue poner la calefacción porque el frío se había instalado en mi cuerpo sin pedir permiso. Seguidamente conduje lo suficientemente rápido como para darle motivos a los radares en ponerme alguna multa, ya que el cabreo que me invadía era descomunal.
Una vez que llegué a mi casa, me relajé con una ducha bien caliente, seguido de una macedonia de frutas que comencé a degustar mientras encendí la televisión. La primera noticia que salió fue el desorden que estaba sufriendo la ciudad por causa de dicha huelga. Apagué apresurada el dispositivo y me fui a la cama con un libro.
Antes de comenzar a desnudar sus
páginas, me di una buena riña a mí misma, porque hacía unas horas que la razón
de haber ido a la ciudad, fue:
¡Apoyar la huelga de los taxistas!
Rosa García Oliver es miembro de honor
de la Unión Nacional de Escritores de España.