Yo era un
niño de cinco años flaco y menudo. Me encontraba sentado en una silla baja de
madera, frente a la chimenea con el fuego alto, las trébedes y un calderón de
agua hirviendo. Los chillidos del cerdo eran tan fuertes que me estallaban los
oídos. De repente, pasó mi madre por detrás con un lebrillo de barro de color
calabaza marranera. Yo sabía que aquel recipiente era para ponerlo bajo el
cuello del animal y recoger en él toda su sangre. El matador hacía su trabajo
metiendo su faca directa en la yugular del cerdo. Tantos eran los chillidos del
animal, sujetado por cuatro hombres, que al recordarlo ahora todavía resuenan
en mi mente.
Yo solo
miraba al fuego y al caldero grande porque no quería oír. Cuando llegó el
silencio, mi madre pasó con el lebrillo de sangre lleno hasta la mitad. A los
dos minutos volvió a pasar hacia el escenario de la muerte con una botella de
aguardiente, del fuerte, para que los hombres apaciguaran sus gargantas secas.
El recuerdo envuelve aquel tiempo de mi niñez y
los chillidos del cerdo me evocan unos versos de «Encaramados»:
Colgajos
de carne en alambradas.
Como
avecillas cercadas, acorraladas,
en medio
de buitres en desbandada.
También me viene al recuerdo mi abuelo, sentado
en aquella habitación fría, rectangular, de su cortijo. Al fondo, la chimenea,
siempre con un gran fuego que él atizaba continuamente. Tenía entre los labios
un cigarrillo liado. Era un hombre pequeño, encorvado, de nariz aguileña y ojos
chicos con arruguillas marcadas por el tiempo, pero transmitía bondad. De niño
me gustaba sentarme a su lado porque me hablaba de la vida y me daba consejos.
Él creía en la palabra de las personas, en la honradez, el amor, la confianza y
la capacidad de misericordia y perdón.
Cuando
crecí y tuve que marchar a un internado para cursar los estudios de bachiller,
comencé a ver que se derrumbaban las teorías de mi abuelo. Vi niños
hambrientos, solitarios, descuidados. Después he ido viendo tanto y tantas
cosas más...
He sido
médico clínico durante más de cuarenta y dos años. Mis pacientes me han contado
una guerra, he visitado campos de concentración, he visto el exilio. Veo las
guerras del mundo, el terrorismo, el hambre. Veo tantas desgracias que me
pregunto: «¿Dónde está mi abuelo? ¡Que me asegure si era verdad lo que me decía
o era un cuento!». Aquellas palabras de mi abuelo me gustaban, aunque no fueran
ciertas. Y cuando puedo dormir hago mi sueño realidad y vuelvo a creer en todas
esas cosas que me contaba…
Me adentro en el poema «Déjame soñar» para
seguir soñando:
Llegarán
nubes que rompan memorias;
pero si
miras desde tu ventana,
y aun sin
mirar,
y por tu
ventana verás
que algo
se marcha.
Quizá sea
el amor, quizá…
Entrevientos estudia las partículas más pequeñas de los átomos que componen nuestro
cuerpo. Van y vienen de norte a sur y, al mismo tiempo, esa pequeña energía
puede estar en dos lugares. Partículas que buscan el amor en todas sus
vertientes.
El amor es la expresión máxima de la libertad;
no tiene tiempos ni espacios, da igual la calle o el planeta…
Quiero
vivir encaramado a la ola del soneto
del amor
más grande del mundo
y
columpiarme en la rima de miradas limpias,
y así
nuestras partículas más pequeñas
armonizarán
el universo.
La vida es una borrasca en muchos instantes, y
en otros solo sesteamos. Entrevientos refleja
mi sueño utópico: que el universo esté en armonía. Deseo que los versos de
estos vientos los acompañen y sean de su agrado. Gracias, gracias.
Fernando Yélamos Rodríguez es delegado permanente de la UNEE para las relaciones con Francia. Está galardonado con la Medalla de San Isidoro de Sevilla.