Entrevientos

 

Introducción del autor, Fernando Yélamos, a su libro Entrevientos

Yo era un niño de cinco años flaco y menudo. Me encontraba sentado en una silla baja de madera, frente a la chimenea con el fuego alto, las trébedes y un calderón de agua hirviendo. Los chillidos del cerdo eran tan fuertes que me estallaban los oídos. De repente, pasó mi madre por detrás con un lebrillo de barro de color calabaza marranera. Yo sabía que aquel recipiente era para ponerlo bajo el cuello del animal y recoger en él toda su sangre. El matador hacía su trabajo metiendo su faca directa en la yugular del cerdo. Tantos eran los chillidos del animal, sujetado por cuatro hombres, que al recordarlo ahora todavía resuenan en mi mente.

Yo solo miraba al fuego y al caldero grande porque no quería oír. Cuando llegó el silencio, mi madre pasó con el lebrillo de sangre lleno hasta la mitad. A los dos minutos volvió a pasar hacia el escenario de la muerte con una botella de aguardiente, del fuerte, para que los hombres apaciguaran sus gargantas secas.

El recuerdo envuelve aquel tiempo de mi niñez y los chillidos del cerdo me evocan unos versos de «Encaramados»:

Colgajos de carne en alambradas.

Como avecillas cercadas, acorraladas,

en medio de buitres en desbandada.

También me viene al recuerdo mi abuelo, sentado en aquella habitación fría, rectangular, de su cortijo. Al fondo, la chimenea, siempre con un gran fuego que él atizaba continuamente. Tenía entre los labios un cigarrillo liado. Era un hombre pequeño, encorvado, de nariz aguileña y ojos chicos con arruguillas marcadas por el tiempo, pero transmitía bondad. De niño me gustaba sentarme a su lado porque me hablaba de la vida y me daba consejos. Él creía en la palabra de las personas, en la honradez, el amor, la confianza y la capacidad de misericordia y perdón.

Cuando crecí y tuve que marchar a un internado para cursar los estudios de bachiller, comencé a ver que se derrumbaban las teorías de mi abuelo. Vi niños hambrientos, solitarios, descuidados. Después he ido viendo tanto y tantas cosas más...

He sido médico clínico durante más de cuarenta y dos años. Mis pacientes me han contado una guerra, he visitado campos de concentración, he visto el exilio. Veo las guerras del mundo, el terrorismo, el hambre. Veo tantas desgracias que me pregunto: «¿Dónde está mi abuelo? ¡Que me asegure si era verdad lo que me decía o era un cuento!». Aquellas palabras de mi abuelo me gustaban, aunque no fueran ciertas. Y cuando puedo dormir hago mi sueño realidad y vuelvo a creer en todas esas cosas que me contaba…

Me adentro en el poema «Déjame soñar» para seguir soñando:

Llegarán nubes que rompan memorias;

pero si miras desde tu ventana,

y aun sin mirar,

quedarán cosas sin decir,

y por tu ventana verás

que algo se marcha.

Quizá sea el amor, quizá…

Entrevientos estudia las partículas más pequeñas de los átomos que componen nuestro cuerpo. Van y vienen de norte a sur y, al mismo tiempo, esa pequeña energía puede estar en dos lugares. Partículas que buscan el amor en todas sus vertientes.

El amor es la expresión máxima de la libertad; no tiene tiempos ni espacios, da igual la calle o el planeta…

Quiero vivir encaramado a la ola del soneto

del amor más grande del mundo

y columpiarme en la rima de miradas limpias,

y así nuestras partículas más pequeñas

armonizarán el universo.

La vida es una borrasca en muchos instantes, y en otros solo sesteamos. Entrevientos refleja mi sueño utópico: que el universo esté en armonía. Deseo que los versos de estos vientos los acompañen y sean de su agrado. Gracias, gracias.                                                                                                                                       

Fernando Yélamos Rodríguez es delegado permanente de la UNEE para las relaciones con Francia. Está galardonado con la Medalla de San Isidoro de Sevilla.