I
Año 1936
Los cuatro hombres que están en el despacho tienen los semblantes serios, en el fondo saben que la guerra empieza a tomar un mal camino tras la batalla de Badajoz. Las tropas sublevadas han iniciado una campaña en la que pretenden aislar la capital del resto de España, de vez en cuando lanzan cualquier ataque aéreo contra algún objetivo que debilita la defensa de la capital. Aun así, no están dispuestos a que el nuevo Gobierno se haga con el tesoro nacional, reconstruyan el país y terminen siendo unos héroes. Los españoles pasarán miserias por culpa de ese nuevo gobierno y se darán cuenta de quién ha gobernado bien.
En ese momento, las reservas españolas de oro están consideradas como la cuarta más grande del mundo y no pueden dejarlas caer en manos de los enemigos. La decisión no es sencilla para ellos: además de buscar la manera de derrotar a la persona que coloquen para dirigir el destino de los españoles, deben mover el oro y, si la cosa se pone complicada, sacarlo de la península. Desde el mes de agosto han estado metiendo gente de confianza en el Consejo del Banco de España, para cuando llegue el momento y ya se está acercando. Rusia ha exigido una garantía a fin de apoyarlos y suministrarles hombres y armas, y ese aval es el oro.
—Hay que empezar con los preparativos —comenta Negrín—. No podemos esperar más, o lo hacemos ya, o conforme pasen los meses se irá complicando todo.
—Señores, hay que decidirse —señala Largo Caballero—. Ahora o nunca, no podemos seguir dándole vueltas a este asunto. Han montado su propio banco de España y pretenden que sea el auténtico ante las autoridades internacionales y con el reconocido que les demos todo el oro que tenemos.
—Esperemos que los soviéticos cumplan con lo que se ha pactado —indica Prieto, preocupado.
—No podemos hacer otra cosa que fiarnos de los rusos —dice Caballero—. Si queremos que sigan mandando armamento y soldados, no nos queda otra, ellos con los moros y los alemanes se han reforzado bastante y nosotros no tenemos más opción si no queremos terminar perdiendo la guerra. Hay que resistir.
—Con Francia, el traslado se va a llevar a cabo en poco tiempo —indica Araquistaín.
—Si conseguimos darle la vuelta a la situación, el oro volverá. En Moscú me han dado su palabra de que va a ser de esa manera —indica Negrín—. Y si no lo conseguimos, con él nos preparamos para intentar derrocar al Gobierno que coloquen, no podemos hacer otra cosa.
—Hablad con ellos y que lo tengan todo preparado —indica Caballero—. Deberemos fiarnos del camarada Stalin, esperemos que sea un hombre de honor y que no nos la juegue en el último momento.
—Es eso o que nos cierren los suministros —indica Negrín—. Y sin armas ni soldados, no aguantaríamos demasiado.
—Preparad un decreto para su traslado, todo tiene que hacerse de manera legal que no lleve a suspicacias, nosotros no queremos ni un gramo de ese oro, no vayan a utilizarlo después en nuestra contra —habla Caballero con voz solemne.
—Solo falta la rúbrica —dice Negrín—. Una vez que este firmado, entraremos en el banco y lo sacaremos.
—Algún día, en los libros de historia hablarán de nosotros como héroes o villanos según salga todo —dice con preocupación Caballero.
—No, nos queda otra opción para proteger el oro —levanta un poco la voz Negrín—. Estamos defendiendo Madrid con todos los medios de que disponemos, aunque van a seguir intentando entrar de la manera que sea. Ellos saben que, si conquistan la capital, el resto del país no pondrá mucha resistencia.
—Lo sé, Juan, conozco mejor que nadie la operación que están llevando a cabo para intentar apropiarse de Madrid. Han redoblado sus ataques y no es con el fin de conseguir la capital, su objetivo es llegar hasta el banco de España y hacerse con todas las riquezas que tiene, para financiar sus operaciones.
—¿El sitio donde se va a llevar es seguro? —pregunta Prieto, indeciso.
—Hasta el momento, sí. Los alemanes no paran de bombardearlo y la ciudad sigue resistiendo con valentía como hasta ahora —indica Caballero—. Cartagena es fiel al Gobierno y sus habitantes se dejarán la piel antes de caer.
—Lo bueno es que el polvorín donde se va a guardar está bastante cerca del puerto, por lo que llegar hasta él no debería ser muy complicado —señala Negrín.
Antes de pasado un día, desde la firma del decreto, fuerzas de los carabineros y de las milicias entran en el banco de España para hacerse con el tesoro español y trasladarlo hasta Cartagena. El cargar las numerosas cajas de un peso aproximado de 75 kg lleva varios días, luego el traslado se realiza en camiones hasta la estación del Mediodía. Aparte de los lingotes, en las cajas van también joyas monedas de incalculable valor, que desde allí partirán hacia la ciudad elegida, que es un lugar considerado bastante seguro y en el cual pueden hacer un traslado por vía marítima, llegado el caso.
II
El alto cargo del Gobierno mandado desde Madrid para supervisar la operación y llevar la contabilidad de todo lo que hay en las cajas se encuentra dando vueltas de un lado al otro. Está nervioso y no se fía para nada de los rusos. Los que dirigen el país piensan que ese oro volverá un día a España. Él no lo tiene tan claro. Ha creado un plan que, con la ayuda del coronel Martínez, espera llevar a cabo esa noche. Cuando el tesoro llegó a su destino, se ubicaron todas las cajas en el mismo pabellón, salvo cien que se colocaron en un lugar aledaño. Nadie entendió el motivo, salvo las dos personas que lo ordenaron. El sonido de las bombas le llega con nitidez hasta sus oídos y le produce un escalofrío que le recorre el cuerpo, ¿cuántas personas han muerto por culpa de esa guerra? Desde hace unos días, el sonido de las explosiones es constante en la ciudad, junto con las lágrimas de sus habitantes, que la defienden con sus vidas. Los pasos de una persona le asustan durante un momento hasta que se da cuenta de quién es.
—Jorge —dice dirigiéndose al hombre de mediana estatura, rostro duro y vestido con uniforme que se encuentra ya a su lado—. ¿Cómo va el plan?
—Está todo preparado, Francisco, es cuestión de horas que ejecutemos el proyecto que tenemos previsto.
—¿Los hombres saben algo?
—No se les ha informado de nada, aunque tienen que sospechar, tontos no son para no fijarse en lo que está pasando.
—Lo importante es que no hablen, podrían comprometernos.
—Eso va a ser más complicado, porque no depende de nosotros, ya sabes que cuantas más personas conocen algo, más fácil es que la boca se vaya —dice Jorge.
—El oro se trasladará esta noche —comenta Francisco, mientras piensa en las palabras que le ha dicho su amigo. Demasiadas personas en conocimiento de ese secreto.
—Lo vamos a realizar lo antes posible, el tiempo que tenemos es bastante justo. Los barcos están en el puerto y en unos días parten. ¿No tendrás dificultad con la contabilidad?
—Ellos han ejecutado la suya y nosotros tenemos la nuestra, por 7500 kg más o menos, no creo que pongan problemas.
—Tú conoces de esas cosas más que yo.
—¿Entonces, para Águilas? —pregunta, sabiendo que le ha dicho que lo va a llevar al pueblo donde nació.
—Allí tengo el sitio perfecto para esconderlo.
—¿Y no consideras decírmelo?
—Cuando este a buen recaudo, no vaya a ser que tengamos que cambiar en un último momento, no sabemos lo que nos podemos encontrar en el camino.
—Me preocupan los soldados —repite pensativo.
—Tú con eso no te inquietes, yo me encargaré de hablar con ellos.
—Lo dejo en tus manos, no quiero saber nada más, aunque nadie nos dice que los soldados no puedan ir un día a cogerlo.
—No lo harán —sonríe con malicia—. Tú deja que yo lo solucione.
—Sé que lo harás y prefiero que no me digas cómo lo vas a hacer, bastante tenemos ya las manos manchadas de sangre, para untárnoslas más.
Varios soldados entran hasta el reducto donde se encuentran ellos junto con las cajas. Los nervios están a punto de fallarle, son demasiadas emociones las que está viviendo en las últimas semanas, todo va muy rápido y tiene la sensación de no poder controlar lo que pasa a su alrededor.
—Coronel —dice uno de ellos—, los camiones se encuentra fuera, cuando usted nos lo diga, empezamos a cargarlos.
—Comenzad ahora —levanta la voz el coronel.
—A sus órdenes —obedecen los hombres.
Tres camiones se aculan en la puerta, mientras que cada dos soldados van cogiendo una caja de madera para subirla al mismo. Pesan bastante y el esfuerzo hace que pronto empiecen a sudar. El trabajo les lleva unas cuantas horas hasta que por fin consiguen terminar. Ahora queda un largo camino para llegar a la población y esconder lo que llevan. El hombre permanece atento viendo cómo trabajan, no sabe lo que hará el coronel para que no digan nada, no es tonto y se lo puede imaginar, aunque prefiere acallar su mente pensando en lo que va a ocurrir en unos días. Toda la riqueza de los españoles dispersa por varios lugares del mundo. No entiende cómo han podido llegar a una situación tan extrema.
—Francisco —dice el coronel—, en unos días nos volveremos a ver y ya te cuento donde he conseguido esconderlo.
—Ten cuidado con nuestro oro.
—Lo defenderé con mi vida —sonríe.
—No espero menos y, aunque sé que no me vas a engañar, te recuerdo que no te conviene hacerlo.
—Lo sé, ya sabes que tienes toda mi lealtad, confió en que lo tengas en cuenta el día de mañana cuando consigas ascender a un puesto más alto.
—Nadie mejor que tú para acompañarme.
—Siempre te estaré agradecido por ello.
III
Los camiones circulan con las luces apagadas, alumbrándose solo con la luz que emite la luna, intentan evitar que cualquier avión o alguna patrulla enemiga los pueda ver. De vez en cuando, debido a la oscuridad, se salen del camino y tienen que volver a reincorporarse al mismo. En algunos lugares han estado a punto de volcar, las condiciones no son las más adecuadas para viajar, aunque sí las más discretas en los momentos que corren. Los hombres van inquietos en la parte de atrás, deseando no sufrir un ataque que acabe con sus vidas.
—Juan —susurra un muchacho joven, que parece casi un niño, intentando que el coronel que va en la cabina no lo escuche.
—¿Qué quieres, gitano?
—No ves muy sospechoso este misterio.
—Los jefes sabrán por qué lo hacen.
—Si no digo que no, pero salir con las luces apagadas solo es cosa de ladrones y yo de eso conozco un poco. Si esto está aprobado desde arriba, no entiendo por qué hemos salido sin que nadie se dé cuenta.
—Se cree el ladrón que todos son de su condición —dice Juan soltando un refrán.
—Y tú eres más tonto que el que asó la manteca, para hacer caso a lo que te cuentan.
—Tú te crees que el bobo porque es callado de listo será tomado, aunque no por eso deja de serlo.
—No hay tonto que no se tome por listo.
Una voz bajita los recrimina a los dos, el camión pilla otro bache más que hace que los hombres despeguen sus culos del suelo y que sus doloridos cuerpos se resientan aún más de lo que ya estaban. Todos callan hasta que escuchan los ronquidos de las otras personas.
—El duelo de refranes lo queréis dejar para otro momento —reprocha la nueva voz que ha entrado en escena—. Que ya cansan tantas bobadas.
—Andrés, le preguntaba a este si no ve esto sospechoso.
—Muy normal no parece —reflexiona.
—¿Vosotros pensáis que en las cajas va oro? —indaga el muchacho mientras las tantea para ver si alguna de las tapas cede.
—Joder, gitano —dice Juan—, tú solo piensas en dinero.
—Y qué quieres que cavile si siempre he pasado más hambre que un tonto. Y no comencemos otra vez con los refranes, que por esta noche ya estamos servidos; pero me apuesto la mano izquierda a que es eso.
—No me extrañaría —dice Andrés—. Habéis visto quién estaba con el coronel.
—Sí, aunque no lo conozco.
—Ese es un pez gordo de Madrid. Si está por aquí, puede que lo haya mandado Caballero o Negrín, o igual viene por su cuenta.
—Podríamos intentar abrir las cajas y echar un vistazo para ver lo que contienen.
—No andas muy bien de la cabeza, llevamos al coronel delante, ese, si nos ve tocar una caja, nos mete un tiro sin preguntarnos nada.
—Si lo conseguimos —dice el muchacho—, cuando esto termine, podemos vivir a cuerpo de reyes.
—Gitano, cállate y duerme y no nos metas ideas raras en la cabeza.
—Cuando se acabe la guerra, habéis pensado qué va a ser de vuestras vidas.
—Yo volveré a trabajar la tierra con mi padre —responde Juan—. No se me ocurre otra manera de buscarme el sustento, es lo único que siempre he hecho.
—Tendré que volver a la herrería —comenta Andrés—. No me gusta nada, a mí lo que me llama es cantar, aunque eso no da de comer.
—Vosotros, por lo menos, tenéis algo, sin embargo, muy buena facha, no tienen vuestros trabajos. Yo no tengo nada.
—Ya verás como te saldrá —dice Juan.
—Pasar hambre sin duda, lo que me ha ocurrido toda la vida desde el día que nací, ya me adaptaré a lo que venga, si he sobrevivido diecisiete años, lo voy a seguir haciendo.
—Cuando termine la guerra, se necesitará gente para trabajar y reconstruir el país porque lo están destrozando entre unos y otros.
—Lo de agachar el lomo es que no me mata demasiado. —Sonríe intentando que no se le escape la risa—. Pensaos lo que os he dicho antes.
—Ya lo vamos viendo —comenta Andrés mientras se tapa con la vieja manta con la que intenta protegerse del frío de la noche que a esas horas empieza a arreciar—. Dormid un poco, que nos va a hacer falta.
Los camiones continúan circulando a baja velocidad, llevados por la pericia de sus conductores que se van alumbrando por la luna que hay en el cielo. Los demás soldados se encuentran durmiendo o por lo menos intentándolo. Nadie sabe lo que va a durar el viaje, salvo una persona, por lo que hasta que no lleguen a su destino van a ciegas. La carretera en algunos tramos va paralela a un precipicio que va a parar al mar y que amenaza con abrazarlos con el menor error que cometan.
—Maldito viaje. —Se escucha la voz de la persona que conduce, al tener que frenar y girar el vehículo para esquivar una piedra que se encuentra en el camino.
Juan Francisco Díaz Navarro es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.