Relato de Manuel Sanchiz Salmoral
Las horas transcurrían con lentitud, eran parte de la monotonía y la soledad, como si de repente, se convirtieran en viento de un pueblo abandonado, un viento casi inexistente que golpea los postigos y arrastra el polvo de los árboles. Entretanto, el anochecer comenzaba sin hechizo, la penumbra ocupaba las paredes, los sueños y el deseo e impedía que sus tristes ojos percibieran los horarios de los trenes. Medio desnuda, traspiraba su piel los cuarenta grados de estío. Durante largo rato, buscó tras la ventana liberar la frialdad del recinto, la habitación había caído bajo la dura capa de la melancolía. Toda era sombra, mármol frío, imagen devorada por la angustia. Sentada al filo de la cama, era incapaz de deshacer la maleta. Entre las manos, el papel descolorido, en el que a duras penas se apreciaba la tinta, un antes y un después aún por descubrir. Tal vez acababa de llegar o pretendía viajar cuando amaneciera. No estaba segura, podría haber introducido una pausa en el tiempo al vencer su aflicción. Su reflejo lo había visto muchas veces en el poder magnético de los espejos, en las habitaciones de hotel que visitó a lo largo de la vida, una vida vacía que no le producía miedo, en un espacio donde se mezclan la realidad y la imaginación, un proceso cíclico que se repite en las despedidas como en los inicios. En la madrugada, dejó la habitación, con la certeza de no regresar, con la certeza de que no existiría una próxima vez: había recorrido un gran trecho y ni siquiera le acechaba la posibilidad de que se le presentara otra coyuntura. Acababan de apagarse las farolas y, con la cabeza baja, caminó sola con su maleta, caminó por las aceras donde las personas se ignoran, caminó en lenta progresión hacia una interminable despedida. Porque estaba decidido el final del relato, porque era la única fijación que no podría vencer la esperanza.
En aquella ocasión, salí a pasear como
tantas mañanas, en cambio, tuve un presentimiento: sería parte esencial de una
historia inmortal. Nos cruzamos pronto y me conmovieron las lágrimas depositadas
en sus ojos, me estremeció la belleza de su pesadumbre, la figura de la mujer
derrotada, el cuerpo sin vida recortado en un escaparate. Le pregunté dónde iba,
mientras dudaba de mi pretensión. Pudo más mi curiosidad y opté por caminar a
su lado. Se convirtió en un pretexto ideal para dar libertad a la fantasía, no
quise renunciar a la oportunidad que me ofrecía el destino. Empecé a sospechar
que algo extraño ocurría, era evidente que mi persona no le agradaba, en todo
el trayecto no me dirigió una palabra; es más, nunca desvió su rostro hacia mí,
aunque seguía con la sensación de que no debía abandonarla. Cuando se paró en
la entrada del museo THYSSEN, un escalofrió me sobrecogió. Tras una leve pausa,
cruzó la puerta sin que la vigilante hiciera amago de detenerla, aunque tuvo
que notar su presencia. Podría trabajar en el recinto o eran tan habituales sus
visitas que gozaba de un permiso especial. Un impulso extraño que no pude
combatir me empujó a seguirla; a veces, existen fuerzas que avivan la tenacidad
y determinan tu proceder. La vigilante actuó como ausente, como si no apreciara
mi figura, hasta fantaseé con ser invisible. Tuve la impresión, acaso por el
nerviosismo, de que averiguar el desenlace de este relato no me aportaría ninguna
satisfacción, más bien inquietud, siempre he considerado peligroso invertir el
curso de los acontecimientos. Pese a que pudiera acarrearme alguna situación
incómoda, la seguí por varias salas del museo, sin que ella se percatara. A su
paso, se producía un inesperado silencio, incluso nadie de los presentes mostró
curiosidad por el vagar de la extraña dama y su maleta, ni hubo ningún amago de
detenerla, los cuerpos se apartaban con la habitual indiferencia hacia la
locura humana. Cuando comencé a aceptar como natural el comportamiento de todos
los protagonistas, una nueva sorpresa me desconcertó. La mujer de los ojos
tristes detuvo su trayectoria por el recinto y se plantó delante del cuadro “Habitación
de hotel”, un óleo sobre lienzo de Edward Hopper. No supe lo que pudo
preguntarse mientras contemplaba el cuadro, pero sentí pánico cuando abrió la
maleta. No tomé conciencia de lo que no pude predecir. De su interior, sacó una
combinación rosada y una daga con empuñadura dorada. Volvió su cabeza hacia mí
y me miró con ojos que imploran a los dioses paganos. Acto seguido, se clavó en
el corazón el arma, una escena que no
supe interpretar. Corrí a su lado, convencido de que todo era parte de la obra,
de que todo lo ocurrido era producto de mi imaginación. Una bruma inesperada
cubrió el cuadro con la joven y al desaparecer ocultó la realidad. Me resistí a
aceptar aquella representación, aunque lo más improbable ya había acontecido.
No fui capaz de resolver la incógnita que me planteó la imagen. Incluso después
de observar el cuadro, de contemplar el aspecto marginal del personaje, el
impacto que produce la tristeza eterna de los colores, dudé de que todo fuera
real. Ahora sé algo que horas antes ignoraba, sé algo más del perfil de la
soledad como compañera. Por otro lado, es difícil evitar la destrucción de un
sujeto que representa su propia ejecución, si éste quiere convertirse en mito
en la última escena para conseguir una parte de la inmortalidad. Aunque grité y
acudí a vigilantes y turistas, todos me ignoraron, tuve la impresión de que
nadie estaba dispuesto a socorrernos, mi silueta les era indiferente, no dieron
señales de responderme, era como vivir un mal sueño. No supe distinguir entre
los hechos reales y la ficción, es evidente que toda narración escrita es un
conjunto de palabras que nos describe un relato; no obstante, la fantasía le
está permitida al narrador, es el miedo a la libertad de elegir el que nos
trastorna, cuando la realidad cruda la supera. Por lo tanto, nadie puede
invertir, como pretendí al principio de este relato, el curso de los
acontecimientos, ni transformar la ficción. Tal como se comportaba la multitud
que abarrotaba el museo, no cabía ninguna evidencia de que no fueran verdaderas
las consecuencias; no tuve más remedio que llegar a una conclusión, la única
que consideré cierta: aceptar que yo también estaba muerto.
Manuel Sanchiz Salmoral es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.