Hasta que aprendas a volar

 

Jorge Moyá Olcina

Sentí los tibios rayos de sol que se filtraban entre las rendijas de la persiana acariciar tímidamente mis párpados, y al abrirlos perezosamente vi extender la suave luz por la almohada.

Somnoliento, alargué el brazo hacia el otro lado de la cama y percibí con sorpresa que quien estaba junto a mí no era Raquel, mi mujer.

Giré mi cabeza y con ojos aún entornados contemplé a la persona que dormía profundamente, vistiendo el pijama de Gryffindor que le regalamos el día anterior por su diecisiete cumpleaños. Y me pregunté por qué Valeria estaba ahí, aunque la respuesta podía adivinarla, pues conocía bastante bien a quien en ese momento ocupaba aquel espacio.

Era mi hija.

Observándola sumida en su plácido sueño, recordé con nostalgia la niña que un día fue y que venía a refugiarse, asustada, en mitad de la madrugada al calor de sus padres.

Los años pasan volando.

Me levanté con cuidado de no despertarla y fui al baño para asearme, antes de salir e ir al encuentro de Raquel; sabía que ella estaría en la cocina porque llegaba hasta mi nariz el aroma del café recién hecho. Pasé junto al dormitorio de nuestro hijo Jorge, de doce años, y entorné su puerta para que siguiera descansando tranquilamente. Era domingo.

Efectivamente, mi amor se encontraba de espaldas frente a la encimera. Me acerqué a ella y abrigué su corta estatura pasando mis brazos por debajo de la camisola con la que solía dormir, acariciando el contorno de su vientre. La besé fugazmente en los labios cuando ella se giró sonriéndome con sus pícaros ojos del color de la miel.

—¿Al final vais a ir a pescar? —me preguntó—. Mira que se lo prometiste a Vale, como otro regalo más de cumpleaños.

—¡Es verdad! Pues habrá que ir —concedí, con una mueca de fingido fastidio, antes de preguntar por qué nuestra hija había amanecido en nuestra cama. Aunque ya me lo imaginaba.

—Otra vez esa pesadilla en la que sueña que se ahoga —respondió Raquel—. De verdad que me cuesta entender ese miedo tan horrible al mar.

—A mí también…; y sin embargo le gusta ir a pescar y le encantan las clases de natación en piscina. Tendrías que verla. ¡Qué estilo tiene! —añadí mientras ponía sobre la mesa los mantelitos para el desayuno.

—Lo sé, lo sé… —Raquel quedó pensativa un instante con la mirada fija en la cafetera, y acto seguido me apremió, dándome una palmadita en el culo—: Venga, sirve el café y saca el bizcocho del horno. Voy a despertarla.

Ya en el coche de camino a la costa, recordé a Vale el enfado de Jorgito por no llevarlo con nosotros. Ella apenas rio. Yo me extrañé porque le encantaba hacer rabiar al tonto de su hermano. Pero esa mañana su risa no se mostró abierta, como era habitual en ella. En su lugar, vi cómo dibujaba una mueca corta y contenida.

Pasados unos cuarenta minutos, llegamos a la villa pesquera de Guardazul donde tenemos el apartamento de la playa.

Tras salir del garaje del edificio, caminamos portando los bártulos de pesca acompañados por Antonio, el septuagenario vecino que custodiaba nuestra pequeña barca Dory durante el invierno, hasta el lugar donde ésta dormía boca abajo sobre la arena, próxima al canal de piedra que lleva el agua del mar a unas salinas cercanas.

Entre los tres le dimos la vuelta al pequeño y querido bote y dejé caer en su interior los remos de madera que cargaban mis hombros. Despedí a Antonio con un apretón de manos y un billete de veinte euros por los servicios prestados.

Entonces, Vale y yo empujamos a Dory hasta las calmadas olas de la orilla y saltamos dentro, chapoteando con nuestros pies en el agua.

Comencé a remar.

Era un día precioso: lucía el sol y el mar parecía una balsa de aceite. Solo un manto de nubes grises se vislumbraba más allá del cabo sur del rocoso entrante de nombre Cervera. Nada preocupante…

Sospechas de que algo inquietaba la mente de mi hija y que nada tenía que ver con la mar se cernieron de nuevo en mi pensamiento porque, a estas alturas de compañía mutua, ella no hubiera dejado de parlotear contándome historias del instituto. Por el contrario, únicamente se limitaba a mirar concentrada la línea del horizonte.

Mientras, yo remaba alejándonos cada vez más y más de la costa.

Dejé de avanzar cuando el campanario de la iglesia de la plaza del pueblo se distinguía a lo lejos apenas como la minúscula punta de un palillo.

Llegó el momento de preparar los aparejos de pesca, pero antes aparté los chalecos salvavidas dejándolos amontonados detrás de mí: total, el sol calentaba tanto en ese tercer día de febrero y el mar estaba tan plácido que no creí necesario el colocárnoslos.

Largamos sedal y esperamos, absortos ambos en los corchos flotantes. Tanteé:

—Valeria, no has dicho ni pío desde hace un buen rato, ¿te pasa algo?

—No…

—Es que no sé, te encuentro como ausente —insistí—. Ayer, durante tu cumpleaños estabas tan bien… Pero esta mañana te has levantado distinta. Apenas has dicho esta boca es mía desde el desayuno.

—Es que no sé cómo empezar, papá…

Por fin vislumbré cierto halo de esperaza para que se sincerase.

—Pues desde el principio —respondí sonriendo, con tono despreocupado para infundir confianza. Pensé si tendría que ver su mutismo con las calificaciones de la próxima evaluación.

—¿Sabes quién es Diego, mi profesor de matemáticas?

Su pregunta confirmó mis sospechas sobre las notas.

—Sí, claro. Le conocí a principios de curso, en la reunión de padres. Me pareció muy joven, ¿no? ¿Cuántos años tendrá, veintiséis, veintisiete? —respondí mientras mi vista se dirigía al sur, a espaldas de Vale: el cielo encapotado de nubes negras sobre el lejano cabo se aproximaba rápidamente hacia nosotros…

—No he querido decírselo a mamá…

—¿Te ha puesto alguna mala nota? —pregunté, ingenuo de mí para lo que venía después, pues mi hija soltó sin más.

 —Nos queremos. Somos amantes.

La pesada y amarga sensación que sus palabras dejaron en mis entrañas se mezcló con el repentino y desagradable encrespamiento del mar. En un conato de autoengaño, mi mente se aferró a la esperanza de no haber comprendido bien, pero ella se encargó de mostrarme lo equivocado que estaba, porque continuó:

—Desde octubre, papá. Coincidimos en uno de los irlandeses de la plaza de Santa Lucía. No sé cómo pasó… Él tiene dudas porque es mi profesor. Dice que lo nuestro no está bien…

Tormenta… Un viento frío acentuó el drama reflejado en la mirada perdida de Valeria. Goterones intermitentes de agua nos salpicaron en la cara. Desconcertado ante esa inesperada e íntima confesión, solo se me ocurrió exclamar, alterado:

—¡¿Cómo que en un bar?! ¡Acabas de cumplir diecisiete, eres menor de edad! ¡¿Tu profesor?!

Me miró asustada y una lágrima resbaló por su mejilla. Le temblaron los labios antes de susurrar:

—Y hace días que no me viene la regla…

—¡¿Qué?! ¡¿Estás segura?!

—¡No, papá! No lo estoy. No sé… ¡No sé nada!

Deseé que todo fuera una broma pesada. Su rostro buscaba refugio, y yo en cambio:

—¡No puede ser! ¡Dame su número de teléfono, que voy a llamarle!

Asustada, mi hija cogió su pequeña mochila en un acto reflejo por proteger su intimidad. Comprendí enseguida dónde guardaba su móvil.

Como en un cambio de escenario, el firmamento sobre nuestras cabezas tornó a cúpula oscura. Las gotas aisladas de un principio se convirtieron en cortina de lluvia cerrada e hiriente. Violentos vaivenes obligaron a mi hija a agarrarse con ambas manos a los laterales de la barca. Y lo peor que hice: aproveché que ella tenía la bolsa pinzada con dos dedos para intentar arrebatársela.

Me abalancé sobre su valiosa pertenencia, pero Valeria reaccionó rápidamente alzándose de la bancada e inclinándose hacia atrás, lo que la hizo tropezar con la caja de sedales justo en el momento en que el oleaje levantó con inusitada violencia la popa de la embarcación. Horrorizado, vi cómo mi hija perdía el equilibrio y caía al agua.

—¡Papaaá! —la oí gritar mientras yo intentaba, envuelto en la desesperación más absoluta, llegar con uno de los remos hasta su posición para que pudiera agarrarse a su extremo. No le fue posible. Entre la espuma rabiosa ella agitaba los brazos y yo, sin dudarlo ni un segundo más, me lancé de cabeza al mar.

Pero mi hija se alejaba irremediablemente, suplicando mi ayuda, hasta que desapareció bajo las olas… Los golpes de mar y mi extenuación me hundían también a mí. Dejé de escuchar su voz mientras lo que percibía era mi propia angustia saliendo de mi garganta: «¡Valeee! ¡Hijaaa!»…

Agotado de luchar contra lo imposible, me dejé arrastrar…; sin embargo, antes de perder el conocimiento llegó hasta mi cabeza la lejana y triste melodía de sirenas desde la costa, mezclado el sonido entre olas, negrura, y destellos intermitentes de luces de ambulancia.

Entonces, implacables, llegaron las sombras…

Abrí los ojos y me hallé tendido boca arriba en la arena, bajo un resplandeciente firmamento blanco. Focalicé la sombra que apareció a pocos centímetros de mi rostro, encontrándome con los preciosos y amados iris de Raquel.

Me incorporé como pude y, angustiado, pregunté por Valeria. Giré la cabeza en la dirección donde mi mujer miraba con dulzura y entonces, sintiendo un alivio infinito, la vi allí: a mi hija de cinco años, dormida y segura en nuestra cama.

De fondo, llegaba a mis oídos el soniquete monótono de la voz de un locutor de radio recordando la amarga noticia de aquel niño sirio de tan solo dos añitos, ahogado en una desangelada playa de Turquía. Quizás esas palabras se introdujeron en mi inconsciencia, incitándola a la pesadilla que acababa de sufrir. Pensé con tristeza que hacía tiempo que el mundo había olvidado por completo esa noticia, el drama que significó, y esa imagen de televisión que tanta conmoción causó en su día en el Viejo Continente.

Con la tranquilidad que te da el saberte a salvo de un mal sueño, acaricié el pelo de mi pequeña y me juré que la apoyaría siempre, pasara lo que pasara. Jamás permitiría que se ahogara en la desesperación, ni que se hundiera en sus miedos. «Tu madre y yo te ayudaremos a salir a flote de tus conflictos, hasta que aprendas a volar. Tú sola, por ti misma».

Más calmado, posé la mano en el abultado vientre de mi mujer sentada a mi lado, esperanzado en que a mi hijo Jorge, aún por nacer, también le llegase la vibración de mi amor. Y los labios de Raquel me sonrieron con ternura antes de besarme.

Ahora ya sabéis que todo fue un sueño; sueño que me llevó a tomar conciencia de que cualquier hecho inesperado puede alterar para siempre —en un solo segundo y no más— nuestras vidas aparentemente afianzadas y estables; y que todo lo que amamos podemos tenerlo tan cerca y, al instante siguiente, tan lejos…

Jorge Moyá Olcina es delegado en Alicante de la Unión Nacional de Escritores de España.