José Luis Benítez
Los hunos, esas hordas guerreras que invadieron Occidente desde su Caspio original en los principios de estos milenios que nos cuentan y tasan los días. Comprobar que tampoco se daban una respuesta, un mínimo coherente, para descifrar sus actos de saqueos y su poco respeto y entendimiento de las culturas informes y desiguales que arrasaban a su paso por las tierras casi inhóspitas de aquellos crueles tiempos pasados: ¿crueles y pasados?
Se pregunta el historiador alemán Peter Arens qué
causó que estas razias de innumerables tribus asiáticas dejaran un poso de
pánico tan profundo y recurrente en el inconsciente e imaginario europeo colectivo,
como para que todavía se comenten con horror sus actos sanguinarios; actos
sanguinarios que, en el fondo y en las formas, no eran tan diferentes a lo que
se tenía acostumbrada a la población occidental por mentes más refinadas y
artísticas. Mirando e indagando, preocupado por la falta de sinceridad de las comunicaciones
activas, llega a la conclusión que lo que imponía un terror insufrible era seguramente
el “físico” contrahecho y de cara demoníaca que estas tribus llevaban a cuestas
cuando, para colmo de males, al acometer sus tropelías se aumentaba gradualmente
el tono de espanto como indicando la amenaza poderosa del desbordamiento madre
de un río torrencial. Los símbolos del
terror sí que funcionan… Incluso influencian el arte. Razón no le falta al
afirmarlo de manera tan concienzuda. Sugiere también el acicate de cambios climáticos,
búsquedas de paraísos perdidos, donde la abundancia de vino y manjares se
crezca en las cosechas de manera “tantálica”.
Eran, se cuenta, unos guerreros que hoy denominaríamos como “salvajes”,
valga la redundancia. Vivían del expolio, del botín -pillaje-, de la caza:
rapaces como zorros y carnívoros voraces como buitres que robaban y
secuestraban mujeres y degollaban doncellas, cuando no se las apropiaban o
usaban de ellas a su antojo. Eran unos individuos -los hunos, cuenta Arens-,
que nunca se apeaban del caballo: comían encima de la montura, dormían –o
dormitaban- en las grupas y es de suponer que también hacían sus necesidades
sin bajarse del animal, rechoncho pero veloz cual galgo y que servía mansamente
para que sus montaraces dueños tirasen del arco que les conquistó el imperio de
las extensas tierras que iban, en cierto momento, desde casi Orleans hasta el
Báltico. Cuando no avanzaban, se pasaban días y horas corriendo y trotando en
círculos como peonza giratoria, hasta que se mareaban de dar vueltas, para
luego retomar un ímpetu en línea recta que asustaba al más pintado de los
raudos.
¿Y toda esa
agitación…? ¿Se cumple la disrupción de una línea recta? ¿Irremediable choque
de culturas?
Al final, se narra en los anales, casi propinaron el
último estoque al Imperio Romano, a ese gran imperio históricamente conocido,
siendo el traicionado general Aecio tenido en la consideración de los hechos
como el último de los ciudadanos por su triunfo en la Batalla de los Campos
Cataláunicos. Aunque se apunta en las crónicas que hubo empate en la refriega,
concebir, en estricta apreciación, la victoria romana en el sentido ideal –y
ello debido a la alianza con godos, francos y alanos-; gloria que se mantiene
más como de carácter moral, por demostrar a las claras que el “bárbaro” Atila
no era tan invencible como se suponía. Por cierto, un “azote de Dios” que
hablaba latín, griego y otras lenguas, frugal en la mesa y parco y austero en
su vestimenta, como lo describe y define el historiador coetáneo Prisco; pero
que no hacía asco a las delicias del dulce himeneo –en realidad, disponía de
todo un harén-, y que perdió la cabeza por la bella Honoria, hermana del
emperador Valentiniano; hechizo que lo arrastró a invadir Italia hasta las
mismísimas riberas del Po, según cuenta la leyenda.
La historia, ese drama de tiempo estanco y lugares
únicos sazonados con la tragedia de un Esquilo que contempla el devenir como un
acto masivo de purificación: y esa la/otra historia, ese tubo de escape –como yo
explicaba en una de mis primeras novelas/ Chafanto-
que armoniza la teoría con la práctica y con el agente de la conexión interior
de lo espiritual, da la razón a esa búsqueda de la conciencia que se ejercita
en el caos, ya sea sin conocer obviamente el origen y tampoco muy a las claras
dónde se ubicará la meta final.
En cuanto al
Imperio, el optimismo que genera una fe no retroalimentada, basada en una
glorificación de lo material, acaba en un debilitamiento destructivo del ímpetu
original.
José Luis Benítez es delegado permanente en Alemania
de la Unión Nacional de Escritores de España.